15. Noche

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Noche.

Me acostumbré a que todo fuera tan sombrío y oscuro que siempre era de noche y descansaba hasta el cansancio, pero no sentía que la carga de mis hombros se aligerase, o que tan siquiera cayera; un manto negro en dualidad que ocultaba el sol no solo me robaba cuatro minutos por día como maldición astral, sino que también, se llevaba consigo mi ilusión y todo rastro de hedonismo que hubiera quedado en mi interior.

Porque no hubo pragmatismo que le otorgara una pizca de veracidad a mi depresión, no hubo suficiencia que me ayudara a recuperar un atisbo de salud mental, porque no hubo cura que se atreviera a exorcizar a mis demonios, ni poeta que se insolentara a convertir en palabras sublimes la efervescencia de mis aflicciones, nunca hubo un pastel en mi mesa que alegrara mis celebraciones y los santos no respondieron ni a un millón de velas encendidas, rogando por mi alma; porque me llevase en paz y me soltaran de una vez al vacío.

Cruzaba con el semáforo en verde, con un dolor que no hubiera podido olvidar ni con una sobredosis de sustancias ilícitas; ya alucinaba con la llegada de la parca y la veía a veces, incluso hasta cuando no sufría daños por el brote psicótico. Ahí estaba, recostada en el umbral de la puerta de mi habitación o sentada a la orilla de mi cama, me acompañaba de vez en cuando a fumarme un cigarrillo y hasta me traía café, con un calvario que no hubiera podido sosegar ni aunque tuviera un ascensor para llevar mi propia cruz; a veces la muerte me ayudaba, me salvaba de ella misma y no lo sabía.

No sabía ella que me sentía tan solo que se convirtió en mi amiga, no sabía ella que hacía tanto que no besaba unos labios, que se convirtió en mi amante; esperando que llegara mi día, anhelando que me diera una manzana envenenada con alevosía.

Desde el agua salada. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora