Escribí una vez una nota en la que contaba mis peores errores, o al menos, los que yo había identificado hasta ese momento; los que me habían traído consecuencias dolorosas. Ese día los sentenciaba a muerte y escribía sus epitafios, tal y como si me estuviera despidiendo.
¡Ilusa yo! Que creía que no los volvería a cometer jamás.
Le pedía perdón a las personas que me rodeaban por ser como soy. Avergonzada, sentí pena de mi misma, de las cicatrices en mis brazos, de mi delgadez y mis ojeras, sin saber que estaba equivocada en repudiarme despiadadamente, sin índice alguno de haberme querido, si; lo escribí en plena crisis de ansiedad, con el pánico invadiendo mi rostro y mi anatomía temblando, lo escribí llorando lágrimas de sangre que me rasgaban la piel y se me clavaban en el pecho, con los pelos de punta y el rimel corrido, estaba hurgando la herida, estaba metiendo el dedo en la yaga y pagaba por mi propia crucifixión.
Escribí en la parte de atrás del cuaderno en plena clase, hacía garabatos, corazones rotos y caras tristes; escribí desesperada y con los nudillos pálidos de tanto afincar el lápiz.
Quería acabar con esto, quería acabar con lo que sentía sin dañar a nadie pero poco me importó quien me dañara a mí, estaba siendo demasiado dura conmigo misma; me acusaba de cada cosa, me culpaba de todas mis desgracias, era mi propio verdugo, mi amo, mi dueño.
Se me ocurrió que tal vez a nadie le interesaba, pero le escribí esa vez con furia a la traición, le escribí con rabia al dolor y al rencor por haberme lastimado tanto; le escribí a la envidia, fue la primera carta al error de mi vida.
Le escribí sucio a las palabras dulces que me manipularon, le escribí con verdad a la mentira y la hice ver colores sus grises con mis prismas.
Le escribí al tropiezo y salté, le escribí a los primeros labios que rozaron los míos, le escribí también a los últimos que me mordieron; le escribí a los brazos que un día me abrazaron y a los cuchillos que me clavaron en la espalda.
Le escribí a la serpiente que me mordió en la yugular y luego se quedó a dormir al rededor de mi cuello pretendiendo que no me dañara su veneno, le escribí al dragón de mis pesadillas y fui yo la que esa vez escupió fuego.
Solté el dolor en el papel, luego de escribirlo, ni siquiera se entendía tanto; pero me decepcioné de mi misma y lo lancé al fondo de la papelera con esperanzas de que nadie más lo notara, de que nadie más lo leyera. Me estaba lanzando yo misma de un avión sin paracaídas.
Nadie iba a salvarme, no iban a sanar el dolor que causaron y mucho menos en alguien que no accedía a perdonar porque no le nacía, y fui juzgada por eso; alguien que se creía mala persona si no hacía lo que le pedían, alguien que lloraba sola en su habitación porque no alcanzaba a llenar ninguna expectativa. La que también le escribió con amor a quien llegó a detestar, la que rimó con terminaciones versos perfectos y escribió prosas románticas a personas que no sabían apreciar el arte.
Y me convertí en eso, en una poetisa triste y ácida con labios de miel y unos brazos capaces de dar los abrazos más cálidos; seguí cometiendo errores, riendo, llorando, aprendiendo, queriendo, amando y así mismo, soy la misma persona que se aísla de todos cuando sabe que no es su sitio, la que ríe sola porque nadie le cuenta un chiste, la que sale a comprarse un dulce que no compartirá con nadie.
La que escribirá hasta que deje de sentir, hasta que deje de pensar.
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Desde el agua salada. ©
Poesía«Y como demasiada agua salada tiene el mar... Escribo desde el agua salada». Los mejores versos los escriben los corazones rotos, por eso los artistas nacen cuando algo se rompe en su interior; como las estrellas, estamos en el universo, pero tambié...