Cᴀᴘɪ́ᴛᴜʟᴏ ₄

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Sí había un gusto arraigado en mí, era la lectura

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Sí había un gusto arraigado en mí, era la lectura. Pero mucho más allá de pasear mis pupilas por un conjunto de letras. Era como una especie de ilusión, una que mantenía hecha realidad oculta de ojos ajenos. Amaba escribir uno que otro poema, tenía una libreta repleta de ellos. Amaba desglosar sentimientos en letras hecho metáforas. Mamá alguna vez leyó uno de los primeros, me decía que tenía el arte inscrita en mis dedos.

Nunca supe si aquello era por mi legible y elegante caligrafía, o por el contenido de letras hechas poema.

Es curioso como la vida me ubicó en este poblado donde, a los pocos días, di con un empleo que me place. Estar en una biblioteca rodeada de tantos libros dispuestos a mi libre albedrío, era de mucha codicia para mis cortas horas laborando. Esta vez, tomé uno de mi poetisa predilecta. Emily Dickinson.

Tras un vistazo a la recepción desde mi posición, entre una estantería y otra, rectifiqué que no hubiera nadie para rápido regresar mi atención al libro entre mis manos, y leer aquel comienzo de un poema.

—Temo a la persona de pocas palabras. Temo a la persona silenciosa. Al sermoneador, lo puedo aguantar; al charlatán, lo puedo entretener...

—Pero con quien cavila mientras el resto no para de parlotear, con esa persona soy cautelosa.

Alcé mi vista notando una mirada intensa sobre mí, a la persona que continuó el poema a memoria. La esquina de mi labio, descubrió mi alegría por verle. Ella sonrió complacida de no ser la única, aparentemente.

—Temo que sea una gran persona —terminé aquel verso, ganándome una sonrisa de su parte.

—Y entonces —paseo sus dedos por la hilera de libros frente a ella, mientras se acercaba—, ¿eres una persona de pocas palabras?

—Diría que de las personas de palabras adecuadas. Ni mucho que decir para caer en lo pedante, ni poco para parecer manipulable. Lo que me puede considerar, una gran persona a medias, según Dickinson.

Cerré el libro antes de alzarlo y colocarlo en su debido lugar, siendo este acto detenido por otra mano que atrapó la mía. Aquel calor de la mano ajena, se mantuvo allí, donde yo miraba. Sesgando mi mirada, ya notaba aquella coqueta sobre mí.

—Justo se me antoja leer los poemas de Dickinson.

Deslicé mi mano, dejándola caer mientras ella se hacía del libro ahora. Al mirarle, no sabía que podía encontrar mayor fascinación en comparación con la lectura previa. A decir verdad, era una chica de belleza bondadosa. Me era casi imposible, no mirarle cada vez que estábamos en el mismo territorio, espacio, y ahora cercanía. Era un tipo de chica que me haría levantar mis permisiones y limitaciones, solo para hacer espacio a la excepción hecha persona.

Lalisa. Su nombre retumbó en mi mente, mientras mis pupilas se encargaban de dibujar el perfil de su rostro, donde el comienzo era su frente descubierta, su nariz donde su curvatura final me incitaba a querer pellizcarla, sus labios que... me incitaban al pecado que significaba el deseo de probarlos. Todo ello en conjunto a su aura y gentileza bordeada de coquetería a la hora de hablar, era el conjunto perfecto por el cual perdería la cabeza. El stop de un camino ya premeditado. El pinchazo al globo que ya había echado a volar.

I SEE YOU →JENLISADonde viven las historias. Descúbrelo ahora