―Hace tiempo que una mortal no me exige usar tanta fuerza. ―A pesar de sus palabras, la mujer de las lentes con forma de corazón no parecía estar en tensión alguna―. Aun así, hay algo que me preocupa.
Aunque la maestra estaba tan relajada que podía comprobarse los detalles de su manicura mientras me presionaba, yo estaba llevando al límite mis capacidades. No había lugar de mi cuerpo (ni de mi espíritu) del que pudiera sacar más energías para enfrentarme al monstruoso yugo de la sacerdotisa. Si ese límite al que todos decían que me acercaba era una realidad, tenía que romperlo. Aunque solo fuera por pura fuerza de voluntad. La seguridad de la gente a la que quería dependía de ello.
―Siento inestabilidad en tu aura ―sentenció, más preocupada de su pelo que de mis esfuerzos―. No has cambiado tanto como crees, Norma. Tu fuerza, física y espiritual sigue creciendo, sí. Tu mente aloja cada vez más huéspedes, y aún sigo sorprendida por la entereza con la que lo logra. Pero tú, en el sentido más humano posible... Sigues exactamente igual que la primera vez que viniste aquí.
Quise protestar, pero no me vi físicamente capaz de hacerlo. Mi boca se negaba a abrirse, mis pulmones no querían espirar el aire necesario y mi garganta no parecía dispuesta a hacerlo vibrar. Solo podía mirar hacia arriba a la despreocupada guardiana, que alzó dos dedos de su mano izquierda y los hizo descender como si de un hacha se tratara. La fuerza invisible me lanzó hacia la tarima del suelo con violencia y, desprovista de la energía del demonio que me potenciaba, mi último esfuerzo por aferrarme a la consciencia fue empeñarme en recobrar el aire que me faltaba.
Intenté ponerme de nuevo en pie, pero mi cuerpo no se ofrecía a cooperar. Parecía uno de esos bebés torpes que aún no habían aprendido a mantenerse erguidos, pero lo intentaban una y otra vez a base de cabezonería.
―Basta, Norma ―dijo la guardiana del templo con un tono helado―. Es importante reconocer cuándo hay que parar. Sabes perfectamente que tanto el cuerpo como el espíritu pueden volverse frágiles si los llevas al extremo.
―¿He... superado la prueba? ―pregunté entre jadeos.
La sacerdotisa deshizo su presa espectral, pero yo seguía sin ser capaz de ponerme en pie. Sabía que podría haberme sanado en unos instantes con sus poderes, pero en su lugar me lanzó una toalla para que me secase el sudor y se sentó junto a mí.
―Lo has hecho, en efecto. ―Estiró los hombros y exhaló con serenidad―. He de insistir, eso sí, en que tu aura sigue más embravecida de lo que cabría esperar. Y, como te adelantaba, esas olas no surgen de los huéspedes que alojas, sino de la entropía emocional que sigues intentando ocultar.
A duras penas, me reincorporé. Incluso el esfuerzo de usar la toalla hacía que el cuerpo me doliese como si mil agujas se clavaran en cada una de las articulaciones. Aun así, seguía negándome a escuchar sus preocupaciones: solo tenía oídos para el aprobado que la sacerdotisa me había otorgado en el resto de áreas. Porque la proverbial estrella de oro con la que me regalaba no era el verdadero premio, sino la información que accedería a darme si la lograba.
Información, el arma de cualquier periodista que se precie.
―Eres incorregible, mi niña. En aras de mantener mi parte del trato... ―Sonrió, dejando que sus hoyuelos se marcaran de forma visible. Eso no solía ser el preludio de nada bueno―. Permíteme invitarte a un té.
En un visto y no visto, la mesa estaba desplegada con su colorido mantel y toda su cubertería. Solo quedaba que el agua ebullera gracias a las llamas espirituales de la anfitriona. Generalmente bromeaba pidiendo un café, pero en esa ocasión decidí dejarlo pasar. Suficiente rapapolvo de la maestra por un día.
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Cazadores de Silicio [Finalizada]
FantasyEs septiembre de 2003. Elías está a un paso de cumplir su sueño (o el de cualquiera que se haya criado con un mando entre las manos), trabajar en su revista de videojuegos favorita. Probar las novedades antes que nadie, investigar las leyendas urban...