Di un último derechazo al saco de boxeo. A pesar de haber usado todas mis fuerzas, este no se movió un ápice. Me sentí como si le hubiera pegado un puñetazo a una columna de piedra. Bueno, en realidad, la piedra no habría soportado el impacto.
―El tío que me lo vendió no mentía. ―Me sequé el sudor de la frente con una toalla―. Este trasto es de los buenos.
Todavía quedaba una prueba más, tanto para el saco de entrenamiento como para mí. Chasqueé los dedos de la mano izquierda y envolví mi antebrazo de energía espiritual. Toda la que podía controlar, naciendo de mi puño y extendiéndose en forma de llamas azules hacia detrás. Siempre me había frustrado que el ojo no entrenado no pudiera verlo (cuánto me habría ahorrado en materiales de cosplay con eso), aunque realmente su función era más práctica que estética: si no lo hacía, podría partirme varios huesos con el retroceso de la fuerza.
―¡Vamos! ―Exhalé todo el aire de golpe―. ¡Iah!
Con todas mis energías, atesté un golpe seco al resistente saco. Sentí un tirón del hombro, pero pude controlar las llamas en el último instante para que también lo envolvieran con su protección.
Dolió, eso sí.
Lo importante era que esa mole incapaz de reaccionar a mis músculos desnudos había oscilado unos veinte centímetros con el derechazo. No tenía muy claro de qué estaba hecha, pero iba a servir para seguir entrenando. Y para antes de que acabara el año, tenía que poderla mover hasta arriba del todo sin que mi cuerpo me pidiera tener que pasarme tres minutos recuperando el aliento.
Me alertó el timbre. ¿A quién no le haría sobresaltarse un zumbido así a las seis de la mañana? Sí, recordaba que había invitado a mi pupila a entrenar aquel día, pero seguía siendo una rasgadura importante en el silencio de mi rutina matinal.
―Menos mal, he dado con la casa correcta ―Vero se abrazaba, tiritando. Era obvio que un fino chándal no era suficiente abrigo para ella, y menos aún con los hombros al aire―. ¿Por qué no me habías dicho que vivías en Siberia?
Solté una carcajada con regusto fraternal y pulsé el botón que desbloqueaba la verja exterior. Cuando la chica subió las escaleras, le puse encima una suerte de poncho que le quedaba varias tallas más grande de lo que debería.
―Hoy viene aire de la sierra ―le expliqué, señalando los picos nevados que se veían desde la puerta―, y aquí en lo alto hay poca cosa que lo pare.
―Brrr, sí. ―Se enrolló cual burrito en la lanuda prenda―. Te pediría algo de desayunar, pero lo primero que quiero es entrar en calor.
Me negué a empezar el entrenamiento sin que tuviera algo entre pecho y espalda, así que le hice tomarse un batido caliente de chocolate y plátano. Ya con el estómago calentito, ella misma se sirvió unas galletas proteicas que encontró sobre la mesa de la cocina. Yo me puse un café con leche.
―Llevamos sin entrenar juntas unos meses ―le recordé―, pero no creas que te voy a dar un poco de tregua por eso. Ese aprobado fue terriblemente raspado.
―Es fácil que sea raspado cuando exigías noventa y cinco puntos para superarlo ―rezongó, mordisqueando con desgana una de las galletas―. Pero lo hice. Y he seguido entrenando mientras preparaba todo este viaje y el ingreso en la universidad. Dame un respiro, tía.
―Sí, lo sé: eres una chica aplicada. ―Suavicé mi expresión para teñirla con cariño―. Pero ya sabes que esto es peligroso. Sobre todo, si quieres ir de heroína por ahí.
Vero hundió la cabeza en el cuello del chándal e hizo que el negro de su pelo se fundiera con la tela para parecer un pequeño monstruo de ojos azules.
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Cazadores de Silicio [Finalizada]
FantasyEs septiembre de 2003. Elías está a un paso de cumplir su sueño (o el de cualquiera que se haya criado con un mando entre las manos), trabajar en su revista de videojuegos favorita. Probar las novedades antes que nadie, investigar las leyendas urban...