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Octubre, 2021

En Uruguay estaban en plena primavera, lo que por alguna razón me hacía bastante gracia; quizás porque en casa ya era otoño. En lo único que podía pensar era en que, en aquella parte del mundo, celebraban la navidad en verano. Era raro y divertido, por algún motivo. Quizás simplemente era que estaba exageradamente nerviosa porque todo se estaba volviendo muy real en ese instante, ahí, parada en frente de una cafetería la mar de pintoresca, rodeada de gente que no conocía. Pero lo único en lo que podía pensar era en las navidades veraniegas. Tampoco serían muy diferentes a unas navidades frías, ¿no? Aunque, personalmente, no me apetecería mucho tomar el caldo que solía preparar mi madre a más de 30º de temperatura. En Uruguay seguramente no tomasen caldo en la víspera de navidad.

—Doma —me llamó Bayona, con algo de insistencia. Estaba completamente en babia.

—¿Qué? —pregunté, girándome para mirarle.

—Te decía, que vayas entrando si quieres. Ahí están los chicos, ahora enseguida entro yo.

—¿Chicos? —cuestioné.

Jota se bajó la mascarilla para dejarme ver una mueca divertida en sus labios.

—Tierra llamando a Domaris. ¿Has aterrizado o sigues volando?

Me reí, haciendo un gesto de disculpa con las manos.

—Perdón. Creo que ya me está dando el jet lag.

—Pues pronto empiezas —se burló. Me señaló con un movimiento de cabeza la cafetería frente nosotros—. Matías, Enzo y Agustín están dentro. Voy a llamar a Mónica y a Canessa, a ver por dónde andan.

—Vale —asentí, colocándome bien el bolso en el hombro.

Me dirigí hacia la entrada del local mientras Jota volvía a hablar con un hombre que no conocía de nada, seguramente alguien de producción. Me fijé en el nombre del café, escrito en letras marrones sobre la puerta de cristal de la entrada. Café Iberia.

Me planché el vestido verde con las manos mientras entraba, intentando calmar los nervios. Lo de conocer a gente nueva siempre era un pico de estrés elevado. Siempre había sido una persona bastante introvertida y reservada, me costaba abrirme con la gente si no cogía confianza. Quería caerles bien a los chicos y a todo el equipo. Era fundamental poder formar un buen vínculo, de eso trataba gran parte de la historia que íbamos a contar. Del amor casi fraternal que todos los que vivieron el accidente se tenían entre ellos.

Detecté al fondo de la estancia tres chicos sentados en una de las mesas de madera, charlando animadamente. Les observé durante unos segundos, intentando averiguar si se trataba de ellos. Como si notasen el peso de mi mirada, la cabeza de uno de ellos, de pelo castaño casi cobrizo y muy rizado, se giró en mi dirección. Los otros dos le imitaron segundos después. Puse mi mejor sonrisa y avancé hasta ellos.

—Hola —saludé a pocos metros de ellos.

—¿Dama? —preguntó uno de ellos, de cabello castaño lacio y ojos color caramelo. Tenía las facciones de un chico bastante joven.

—Doma —le corregí, aún con una sonrisa amable—. Es de Domaris. Es un nombre raro.

—Disculpá —dijo con ese acento rioplatense que les caracterizaba a todos. Los tres se pusieron de pie para poder saludarme—. ¿Cómo andás? Yo soy Matías Recalt. Un gusto conocerte.

Fui a darle dos besos en los carrillos, pero él se quedó en uno y casi le besé la nariz. Retrocedí un paso, riendo, y me tapé la boca con una mano, silenciando un poco mi risa.

hielo y sal | enzo vogrincicDonde viven las historias. Descúbrelo ahora