dieciocho

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—Me duelen los pies —exclamé, paseando por las calles iluminadas por farolas mientras una suave brisa primaveral balanceaba ligeramente mi cabello.

Enzo rio, con su brazo sobre mis hombros y sus dedos entrecruzados con los míos sobre mi pecho.

—Te lo juro que no puedo más. Necesito sentarme.

—Y, no bailás tan mal como decías.

—Tú sí —me burlé.

—Sos una atrevida, nena.

Me atrajo contra él y me mordió bajo el pómulo derecho, haciendo que pegase un grito de sorpresa.

—¡Es cierto! Bailamos casi igual de mal. Lo mío tiene un pase, soy europea, pero tú eres de donde se inventaron esos bailes, debería darte vergüenza.

—Mirá que no te vuelvo a sacar a bailar.

—He visto cómo me mirabas el culo todo el rato, no creo que tengas la fuerza de voluntad para cumplir esa promesa.

—No tengo ni la más mínima idea de lo que decís.

—Claro, claro. Hazte el sueco ahora.

Llegamos a la puerta exterior de su casa. Enzo abrió la cerradura tras sacar las llaves de uno de sus bolsillos, sin soltar nuestras manos entrelazadas en ningún momento. Mi corazón marcaba un ritmo rápido y melódico. Estaba nerviosa, pero también estaba tranquila, porque estaba con él. Éramos Enzo y yo, como siempre habíamos sido.

Entramos a la casa y dejé mi bolso en la mesita que tenía en la entrada. Tardé como dos segundos en quitarme los zapatos y no pude contener un suspiro de alivio.

—Me encantan los zapatos bonitos, pero la mayoría son incómodos de narices.

—Tendrías que haberme avisado si te jodían tanto. Te dejaba mis zapatos.

—¿Y tú qué? ¿Habrías ido descalzo?

—O con tus tacos. Yo creo que me quedan.

—Me encantaría verte con tacones, la verdad —me reí.

Le tomé de la mano y caminé de espaldas hacia el salón, llevándomelo conmigo. Nos quedamos de pie en medio de la habitación, con las luces apagadas. Me recosté contra su pecho, pasando los brazos por su cuello y dejando que cargase con mi peso.

—Hola —susurré, juntando nuestras frentes.

—Hola —me dijo, sonriente.

Pasó una mano por mi pelo, que caía ondulado por mi espalda, y repitió la acción varias veces, masajeando mi sien con el pulgar cada vez que volvía a subir a la raíz.

—Sos hermosa —susurró, subiendo la vista a mi pelo, después a mis ojos, a mis pómulos, mi nariz y finalmente a mis labios.

—Quiero acostarme contigo.

Sonrió, como si mis palabras le provocasen la mayor ternura del mundo. Atrajo un poco más mi cara para besarme en la frente, sobre la ceja, en mis párpados cerrados, en mi nariz y en mi mejilla. Todos ellos dolorosamente lentos y maravillosamente deliciosos.

—¿Ya lo hiciste alguna vez?

—No —negué, intentando no sentir vergüenza—. Quiero que me enseñes. Lo que quieres y lo que te gusta.

Cerró los ojos y suspiró con fuerza. Pude notar su mandíbula tensarse y destensarse y vi su nuez moverse con brusquedad mientras tragaba duro.

—Vayamos despacio.

—Ya nos hemos graduado con honores en lo de ir despacio —me burlé—. No necesito pensarme las cosas o tomarme un tiempo para saber qué quiero. Porque ya lo sé —le sujeté por las mejillas con delicadeza y junté levemente nuestros labios en un beso fugaz, manchándole con un poco de carmín—. A demás, aún es mi cumpleaños...

hielo y sal | enzo vogrincicDonde viven las historias. Descúbrelo ahora