La invitación
Lo primero que pienso al salir del teatro es que ha sido una idea nefasta lo de no haberme traído el coche. Ahora me toca volver a casa a pie y, como son cerca de las cinco de la tarde, ya está anocheciendo y el frío que devora las calles de Birchwood durante las escasas horas de luz con las que contamos a mediados de febrero es ahora más acusado que en pleno día.
Después de casi cuatro años viviendo aquí, sigo sin acostumbrarme del todo al clima de Alaska. Soy incapaz de reprimir un escalofrío cuando doy los primeros pasos sobre la acera cubierta de hielo y no tardo en calarme la capucha de la sudadera y, sobre esta, la del abrigo. Le doy un par de vueltas más a mi bufanda azul alrededor de mi cuello y me niego a sacar las manos enguantadas de los bolsillos mientras camino a buen ritmo, repasando mentalmente el diálogo de la última escena que hemos practicado en el ensayo de hoy.
Como siempre, se me han olvidado un par de frases y mis compañeros han tenido que rescatarme improvisando el texto. Pero es que Macbeth no es la obra que más me entusiasma representar, de hecho, creo que es lo más aburrido que escribió Shakespeare, y eso ya es mucho decir.
Intento consolarme pensando que mis días como actriz de poca monta en este pueblo recóndito que se encuentra a media hora de Fairbanks están contados. Con todo lo que me estoy esforzando en prepararlo, estoy segura de que este será el año en el que por fin supere el examen de admisión a la escuela de cine y teatro de la UAF. Además, esta noche, después de darme un baño caliente y de cenar, tengo planeado seguir con el maratón de pelis de Sofía Coppola que empecé la semana pasada con Yuka... Y que mi mejor amiga decidió abandonar a la mitad de María Antonieta.
Enfilo la calle en la que vivo y estoy a punto de sacar el móvil de la mochila para escribirle a Yuka preguntándole si quiere ver Priscilla conmigo dentro de un rato, pero todavía no he rozado el teléfono con los dedos cuando veo mi Toyota a lo lejos y enseguida me doy cuenta de que está hecho un absoluto desastre.
Lo compruebo al llegar hasta él. Alguien se ha dedicado a dibujar en la fina capa de nieve que lo envuelve. Hay de todo, desde florecitas hasta caritas sonrientes, pasando por corazones. Y sé perfectamente quién es el alguien a quien puedo atribuirle semejante atrocidad incluso antes de rodear el morro y ver lo que ha escrito sobre la luna.
—Puto payaso —mascullo por lo bajo, justo antes de dar media vuelta, airada, y dirigirme con paso firme a la casa de mi vecino.
El caminito de piedra que lleva hasta la puerta de la vivienda está limpio de nieve, pero centímetros y centímetros de esta se acumulan a ambos lados del sendero y también en los escalones del porche y en el alféizar de cada ventana. Llamo al timbre una, dos, tres y hasta cuatro veces, con más rabia en cada ocasión.
Hasta que, por fin, la puerta de abre y Wesley Foster aparece al otro lado.
No es que yo sea bajita, pero él es tan alto que mi metro setenta y dos y yo parecemos ridículos a su lado. Las dos gruesas cejas que enarca al verme desaparecen bajo los ondulados mechones de pelo castaño que le caen sobre la frente y clava en mí sus ojos, tan oscuros como los míos, con lo que espero, por su bien, que no sea diversión.
—No vuelvas a tocar mi coche —le escupo antes de que pueda despegar los labios para decir una bufonada de las suyas.
—¿No te han gustado los dibujitos? —inquiere, fingiendo inocencia—. He utilizado toda mi creatividad para hacerlos.
Lo que no me ha gustado, más bien, ha sido la para nada amistosa amenaza que ha escrito en el cristal delantero, detallando que está más que dispuesto a cumplirla si vuelvo a aparcar en la puerta de su garaje.
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Dime que me odias
RomanceDesde que hace cuatro años se mudó a Alaska, Sierra vive aislada para mantener a raya la culpa y los remordimientos, pero la boda de Mia amenaza con hacer estallar su burbuja de control y secretos. Desesperada, Sierra decide seguir los consejos de...