Capítulo 22

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Lo que pasó con Audrey Graham

Al final le he comprado una taza. Es el regalo menos original que se me podría haber ocurrido, todo un cliché cutre, pero es que tampoco le conozco lo suficientemente bien como para pensar en un regalo más personal que pueda gustarle. Aunque tampoco es que sea una taza cualquiera, sino que en ella pone en letras bien grandes «Eres el mejor vecino del mundo» y, por supuesto, he tachado lo de mejor y he escrito peor por encima en su lugar. Resulta un poquito infantil y no sé si voy a atreverme a dársela, porque solo con imaginarme su cara cuando la vea me muero de vergüenza, pero bueno, todavía quedan unos días para su cumpleaños.

Le echo un vistazo de reojo desde mi posición en la cocina. Está en el sofá viendo en la tele un documental súper aburrido. Y, pese a ello, la idea de ir a sentarme con él me atrae mucho más que la de volver a encerrarme en mi cuarto a repasar mis líneas para el ensayo de hoy.

Me estoy pensando qué hacer mientras saco un brick de zumo de la nevera y voy a la alacena a coger un vaso y es probablemente por estar tan distraída por lo que, no sé cómo, acabo estrellado el vaso sin querer contra la puerta del armario. El cristal se me hace pedazos en la mano y lo suelto al instante.

—¡Joder! —chillo—. Mierda.

—¿Qué ha pasado?

La voz de Foster me llega como amortiguada desde el otro lado de la estancia. Porque estoy sangrando. Me he cortado y estoy sangrando un montón.

—Joder —repito, ahora en un gruñido.

Hay sangre por todas partes. Mucha. Creo que me estoy mareando. ¿Qué hago? Lo primero que se me ocurre es ir al fregadero a echarme agua, pero no he dado ni el primer paso cuando Wesley me detiene.

—Espera, espera —dice, agarrándome del brazo con suavidad—. Deja que lo vea.

Extiendo el otro brazo, un poco tembloroso. Odio la sangre, joder.

Él me examina desde todos los ángulos, sin apenas tocarme.

—No parecen cortes muy profundos —me informa—. ¿Dónde tienes el botiquín?

—En el baño —asiento—. Creo —añado, porque me da vueltas la cabeza y no estoy segura de nada.

—Vale, vamos a comprobarlo. ¿Tienes fobia a la sangre?

—No —grazno mientras me guía hasta el servicio.

No le digo que me trae tan malos recuerdos que me pone enferma verla. Me da muchísimo asco.

—Sí que está aquí —anuncia tras trastear un momento debajo del lavabo—. Siéntate, voy a curarte.

No tengo más remedio que hacerle caso y sentarme sobre la tapa del váter. Él hace lo propio en el borde de la bañera y, cuando empieza a limpiarme los cortes y veo salir más sangre de la heridas abiertas, me entra una arcada.

—Dios —gimoteo—. Voy a potar.

—No mires —casi me regaña él.

—No es tan fácil —casi sollozo.

Me arde la mano, me palpita. Sigue sangrando. Mierda.

Dime que me odiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora