Los detalles
Yuka se lo ha currado muchísimo. Gracias a la carpeta de información sobre Wesley que me ha preparado, descubro un montón de detalles sobre el chico que hasta ahora desconocía y que jamás pensé que podrían interesarme.
Resulta que tiene un segundo nombre y que, para mi gran satisfacción, es bastante ridículo. También, además de su alergia a los frutos secos, parece padecer de una fuerte fobia a las alturas. Pero hasta ahí la lista de cosas de las que puedo burlarme.
El resto de los datos que Yuka ha apuntado y desarrollado a lo largo de los más de cuarenta folios que componen el dossier me llenan de una mezcla de envidia y rabia que alcanza niveles preocupantes.
Tiene dos años más que yo (es decir, veintiséis), nació aquí, en Birchwood, y nunca ha vivido en otro Estado que no sea Alaska, a pesar de que la mayor parte de su familia sí que se ha mudado y ya no residen aquí.
Estudió en el instituto del pueblo y, por supuesto, fue a la Universidad de Fairbanks, donde cursó la carrera de Ciencias Ambientales, después un posgrado en Medicina Veterinaria y, ahora, se está doctorando, también en la UAF, en una movida llamada Fisiología e Integración Ecológica. Además, trabaja como profesor en el departamento de Biología de esa misma institución, y como investigador en el IARC, el Instituto Internacional de Investigación Ártica asociado a ella, sea lo que sea eso.
Es decir, que, en realidad, es un tío listo. O, al menos, más listo de lo que suele aparentar. Y debe de ganar una pasta con ese triple trabajo de doctorando, docente y científico.
En cuanto a su familia, aparte de lo de que ya no viven aquí, Yuka no ha averiguado nada más. Y su última pareja, según mi mejor amiga, data de hace unos cinco años, una tal Melanie Emerson que fue compañera suya en la carrera.
Yuka también me ha pasado por WhatsApp enlaces a sus perfiles en todas las redes sociales que tiene. Mi primer impulso es mirar su LinkedIn, pero con lo que ya sé de su trayectoria académica y profesional decido no hacerlo. Comparado con cómo debe de ser el suyo, mi perfil parece un telegrama. En Twitter la cuenta es privada, pero en Instagram no y, aunque no debería, me pongo a cotillear todas y cada una de las fotos que ha colgado, empezando por las más antiguas (de hace diez años) hasta las más recientes (del año pasado).
Siempre sale sonriendo y acompañado y no ha cambiado mucho desde los dieciséis hasta ahora. La expresión divertida que pone siempre que una cámara lo enfoca sigue siendo la misma y me pegunto cómo coño lo hace. ¿Tan pocos palos le ha dado la vida en tanto tiempo como para que su felicidad no se haya visto perturbada en ningún momento?
Yo hasta me cerré la cuenta de Instagram después de lo de Audrey. Y, cuando Mia se entero de lo mío con Preston, desaparecí del resto de mis redes sociales.
Él, sin embargo, parece no tener nada que esconder. Y da la impresión de que siempre le ha ido bien.
Puede que sea yo quien haga que su vida se vaya a la mierda. Como hago con todas las personas que se acercan a mí lo suficiente.
Estoy perdiéndome un poco en esos pensamientos tan grises que hacía tiempo que no tenía y, por ello, cuando a mi teléfono le entra una llamada, doy un respingo en el sofá y casi se me cae el móvil de las manos.
Al ver que se trata de mi madre, vacilo un poco antes de descolgar.
—Hola —digo nada más pulsar el botón verde, algo insegura.
—Hola, cielo. ¿Cómo estás? —responde, todo de corrido—. ¿Te pillo bien?
—Eh... Sí. Estoy bien —atino a contestar, aturullada—. Estoy en casa.
—Genial. ¿Te ha llegado la invitación? La mandamos hace semanas, pero, claro, estando tan lejos...
—Me llegó el otro día —la corto, molesta por lo contenta que suena.
Todo lo contrario a mí. Y, como no podía ser de otra manera, se da cuenta al instante.
—No pareces muy entusiasmada —comenta, más seria de repente.
—Claro que sí —miento—. Es solo que estoy cansada.
—Yo estoy muy ilusionada. Tengo más ganas de ir a verte que de ir a la boda, si te digo la verdad —casi se ríe—. No se lo digas a tu hermana.
Me miro las uñas. El esmalte negro está empezando a descascarillarse y no sé muy bien qué replicar.
Ni mi madre ni nadie ha venido nunca a visitarme a Birchwood. Ninguno de mis conocidos ha pisado Alaska, excepto Preston, claro, por un viaje de trabajo que tuvo que hacer hace poco. De ahí que Mia y él quieran casarse aquí, supongo. Imagino que el chico le enseñó las fotos que hizo o le contó su experiencia y mi hermana se enamoró del lugar a pesar de no haber estado nunca aquí. Siempre soy yo quien va a casa, a San Diego, para Acción de gracias y Navidad. Aunque ya hace un año y pico que no bajo a California.
—Mamá... —empiezo a quejarme, pero ella no me da la oportunidad de hacerlo.
—Ya iba siendo hora de que vea cómo vive mi niña —sigue a lo suyo—. Y de que conozca a ese novio tuyo —añade, y juraría que, a pesar de no poder verla, está sonriendo como una idiota—. ¿Cómo se llamaba?
Mierda.
En realidad, nunca le he dicho el nombre de mi novio. Es difícil que una persona tenga nombre si no existe. Y no quería llegar al nivel de ridiculez de inventarme uno con el que engañar a ella y a todo el mundo.
Pero ahora... Ahora sí que tengo un nombre y, si se lo doy, ya no habrá vuelta atrás.
Trago saliva.
—Wes —digo—. Wesley Foster.
Mi madre ahoga un grito, extasiada.
—¡Por fin le voy a poner cara! —chilla—. No me lo puedo creer.
Me obligo a sacar las siguientes palabras de mi garganta, donde están intentando quedarse clavadas.
—Estoy deseando que todos lo conozcáis —le aseguro, esforzándome al máximo para que la mentira no se filtre a mi voz y no contamine mi tono—. Le vais a adorar tanto como le adoro yo.
La mentira me asquea tanto que, incluso antes de colgar, me entran arcadas.
Odio tener que recurrir a esto, pero, por muy triste que suene, contar la verdad sería mucho peor. Y odio que la verdad duela tanto. Odio no poder volver atrás, a esos momentos en los que lo jodí todo, y actuar de otra manera para evitar que se desencadenara todo lo que vino después. Lo que le hice a Audrey. Lo que le hice a mi hermana. Odio a la persona que era entonces.
Y odio todavía más a la persona que soy ahora.
Necesito distraerme, quitarme de encima este malestar que no deja de acosarme cada vez que me atrevo a pensar un poco más de la cuenta sobre ese tema. El control que ejerzo sobre mis emociones al respecto es tan débil que se rompe con suma facilidad y la ansiedad me devora el estómago al tiempo que se me dispara el pulso y se me llena la boca de saliva. De verdad podría vomitar.
Me levanto del sofá de un salto, negándome a hundirme. Tengo que salir de aquí, ocupar la cabeza y el cuerpo en otra cosa.
Me meto en Tinder y les escribo un «¿te apetece quedar?» idéntico a los dos chicos con los que hice match el otro día.
Le propongo ir a tomar algo "y lo que surja" al primero que me contesta.
Esta noche voy a olvidarme de todo.
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Dime que me odias
RomanceDesde que hace cuatro años se mudó a Alaska, Sierra vive aislada para mantener a raya la culpa y los remordimientos, pero la boda de Mia amenaza con hacer estallar su burbuja de control y secretos. Desesperada, Sierra decide seguir los consejos de...