Una muy mala mentirosa
Cuando me despierto, seguimos en la misma posición. Solo que la mano de Wesley no se encuentra sobre la camiseta de manga larga que uso para dormir, sino directamente sobre mi piel. Sus dedos me rozan las costillas. El pulgar está justo en la curva de la base de mi pecho. Tiene una pierna entre las mías, también. Y... Dios. Está empalmado. Está empalmadísimo.
Me remuevo un poco entre sus brazos. Es sábado, así que no ha sonado la alarma de ninguno de nuestros móviles y, puede que sea cierto que él es el último en dormirse, pero también es el último en despertarse sin ayuda. O sea, que, si no le digo nada, va a quedarse así un buen rato más. Puedo esperar unos minutos. Puedo...
No. Esto está mal. Está fatal. No debería sentirme cómoda con ello. No debería querer que él no se despierte, que no me suelte. ¿Qué coño me pasa?
—Wes —murmuro, adormilada—. Wes...
Le toco el brazo, que se pierde debajo de la tela de mi camiseta. Gruñe algo que no entiendo en mi oído.
—¿Qué pasa? —pregunta, y eso sí que lo entiendo, aunque soy incapaz de responder porque me aprieta más contra él mientras pronuncia las palabras con la voz ronca y tomada.
—¿Podrías...? —empiezo, cuando consigo recuperar el aliento.
Lo siento dar un respingo y sé que por fin se ha despertado del todo.
—Mierda. Perdona —masculla, apartando la mano a toda prisa. Entonces se da cuenta de que su erección se me está clavando en la parte baja de la espalda—. Joder. Joder, lo siento.
Echa las caderas hacia atrás primero, y después todo el cuerpo. Rueda hasta quedarse tendido bocarriba y yo me giro también.
—Está bien —le digo, al verlo tan apurado.
Y me reprendo a mí misma al instante. ¿No estaba pensando hace un momento que todo esto está de todo menos bien?
—Lo siento mucho —insiste, tapándose la cara con las manos.
Estoy a punto de sonreír. A punto.
—No pasa nada —vuelvo a intentar quitarle importancia, un poquito divertida por lo mal que lo está pasando. Solo un poquito.
Se quita las manos de la cara y juraría que tiene las mejillas levemente sonrojadas. Aprieta los párpados con fuerza para evitar mirarme, pero yo no puedo evitar pasear la mirada por su cuerpo.
Se le ha subido hasta más allá del ombligo la camiseta de manga corta, dejando a la vista una generosa franja de piel pálida, plana, hasta perderse en la cinturilla baja de los pantalones. Son de deporte, finos. Y la tela gris lo marca todo. Parece una puta tienda de campaña. Es... Dios. Joder.
—Si sigues mirándome así no se me va a bajar en la vida.
Subo de golpe los ojos a su rostro, al encuentro de los suyos, que descubro que ya estaban fijos en mí.
Me empieza a arder la cara.
—No te estaba mirando de ninguna manera.
Wesley enarca una ceja.
—Te he visto.
—Yo... No...
Me atasco, sin tener ni idea de qué decir. Me ha pillado. Mierda. Mierda. Mierda.
Le trepa una sonrisa por los labios, una de esas enorme, con la que enseña todos los dientes.
—Tranquila, Visentin —suelta una risita—. Mientras que solo quieras mirar y nada más, no tengo ningún problema.
—¿Qué más iba a querer? —replico al instante. Demasiado rápido.
No le flaquea la sonrisa ni por un segundo.
—Uf, sé hacer muchas cosas, muñeca.
—No creo que esa cosita dé tanto juego —bufo, echando una miradita breve a su entrepierna que ahora sí que quiero que capte.
Pero no me lo creo ni yo. El diminutivo es totalmente innecesario y ridículo.
—También sé hacer un par de cosas sin quitarme los pantalones —repone—. Con los dedos. Con la boca.
Madre mía. Eso es... No.
No. No. No.
No pienso imaginármelo.
Hago lo primero que se me ocurre: agarro mi almohada y se la tiro a la cara. Le pilla tan por sorpresa que ni le da tiempo a esquivarla y solo puede apartarla después del impacto.
—Ve a darte una ducha —le espeto—. Bien fría.
Desayuno mientras él está en el baño y, cuando sale, voy corriendo a ocupar su lugar. A mí también me hace mucha falta pasar un buen rato bajo el chorro de agua helada, aunque ni muerta lo admitiría delante de él.
Por suerte, cuando salgo de la ducha y vuelvo al salón para recoger los platos sucios del desayuno, descubro que Wesley ya se ha ido. No sin antes fregarlo todo.
Y, aunque sea sábado y se supone que es mi día libre en todos los sentidos, termino poniéndome a estudiar un poco para tener la mente entretenida con algo y, después, decido ir un rato al teatro.
Conduzco hasta el edificio, que se en encuentra en el otro extremo del pueblo, preguntándome dónde coño ha ido Foster y regañándome a mí misma por interesarme por ello. Por eso, y por no poder dejar de pensar en cómo me abrazó anoche, en lo extrañamente reconfortante que fue tenerlo a mi lado y en eso que me dijo de que se le da tan bien mentir. Empiezo a estar más que convencida de ello.
Tanto como de que yo soy una muy mala mentirosa. Lo que me convierte en una pésima actriz.
Y, podré ser una miserable fracasada en muchos aspectos de mi vida, pero no pienso caer en la mediocridad en lo que respecta a algo que me gusta tantísimo como me gusta actuar.
Me bajo del coche y entro en el teatro, completamente vacío.
Me paso el resto de la mañana ensayando mis líneas. No solo las del libreto de la obra que vamos a estrenar en unas semanas, sino también algunas para el papel que voy a representar en esa cena de trabajo a la que tengo que ir con el chico y, por supuesto, en la boda de mi hermana.
ESTÁS LEYENDO
Dime que me odias
RomanceDesde que hace cuatro años se mudó a Alaska, Sierra vive aislada para mantener a raya la culpa y los remordimientos, pero la boda de Mia amenaza con hacer estallar su burbuja de control y secretos. Desesperada, Sierra decide seguir los consejos de...