Capítulo 4

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La decisión de Wesley

El chico es rubio, como Preston. Con los ojos azules, del mismo color que los de Preston. Pero no es Preston Nichols, tiene veintiocho años y vive en North Pole, a unos quince minutos de aquí. A ver, no está mal. Podría encajar en el papel de mi novio falso, aunque lo de que se parezca tanto al tipo del que quiero dejar claro que no estoy pillada es un inconveniente importante.

Me muerdo el labio inferior, indecisa, pero al final termino deslizando la foto hacia la derecha y, como casi siempre me pasa, es un match instantáneo. La gente no puede permitirse ser nada exigente en Tinder si, teniendo en cuenta que estamos en el culo del mundo, apenas hay un puñado de personas de tu edad solteras en un radio de diez kilómetros.

—Vaya, vaya —dice una voz sobre mi hombro. Una voz que tengo la desgracia de conocer demasiado bien—. ¿A esto te dedicas en horario laboral, Visentin?

Ignoro la sorpresa que me ha provocado el hecho de que haya aparecido de la nada, así como el tonillo burlón que ha empleado, aunque Wesley se queda detrás de mí, cotilleando lo que hago con el móvil.

La siguiente imagen aparece en pantalla, otro rubio de ojos azules, porque el algoritmo me odia (o ha detectado que siempre me declino por los tíos con esos rasgos). Deslizo de nuevo hacia la derecha y hacemos match un par de segundos después.

Wesley suelta un bufido cargado de desaprobación.

—Tienes un gusto pésimo. Ese tenía pinta de ser un capullo de cuidado.

—Mira quién fue a hablar —replico.

—Yo soy un capullo adorable —se defiende, muy digno.

Bloqueo el teléfono y me lo meto en uno de los bolsillos del pantalón del uniforme para agarrar la barra del carrito de limpieza con tanta fuerza que me hago daño en los dedos. Se acabaron mis cinco minutos de descanso.

—Si no encuentras el libro que buscas, no soy yo a quien tienes que preguntar —le suelto.

Tengo que pasar por su lado para avanzar por el pasillo de estanterías a cuyos libros me toca quitar el polvo ahora, así que no me queda más remedio que encararlo, justo a tiempo para ver cómo enarca ambas cejas.

—Estamos en la sección infantil.

—Tu favorita, ¿no?

He sonado tan mordaz como pretendía, pero, en lugar de ofenderse, el atontado de Wesley Foster se ríe.

—Cuando tenía seis años, sí —admite, esbozando una sonrisa tras las carcajadas—. Ahora prefiero la de Ciencias Naturales.

Me la suda lo que prefiera. Yo odio la biblioteca entera. Y me apostaría lo que fuera a que, incluso él, que siempre parece estar de buen humor, también acabaría por odiarla si su trabajo consistiera en pasarse seis horas seguidas limpiándola. De hecho, la sección infantil es la peor, la que más guarra está siempre.

Lo que significa que ahora mismo tengo mucho trabajo por delante. Lo paso de largo con la esperanza de que me deje en paz, pero nada más lejos de la realidad. Lo escucho siguiéndome, un par de pasos por detrás de mí.

—Es un poco cruel que te obliguen a ir de blanco, ¿no crees? —comenta.

Me envaro al instante, al tiempo que me invade la vergüenza. Sí, el uniforme es blanco por completo, desde la camisa hasta los zuecos, pasando por los pantalones, lo único de otro color es el logo de la empresa, estampado en amarillo por todas partes. Y, al ser todo blanco, las manchas se notan muchísimo más. Estoy hecha un asco, toda sucia y con el pelo negro recogido en una trenza medio deshecha.

Dime que me odiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora