Capítulo 14

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Mia Visentin

Si el absoluto imbécil que tengo por novio falso no se hubiera empeñado en que viniéramos a hacer juntos mi compra semanal (que, por desgracia, ahora se ha convertido en nuestra compra semanal) ahora estaría en casa peleándome con mis apuntes en lugar de mirando con cara de mala uva el estante de las especias mientras Wesley Foster compara los botecitos entre sí e intenta decidirse entre jengibre y cúrcuma.

Intento repasar algo de formulación inorgánica en mi cabeza (el tema que me tocaba hoy y que se me da de pena), pero Foster tiene otros planes para mí. Como si haberme arrastrado hasta este súper de Fairbanks no hubiera sido suficiente.

—Quedará mejor con jengibre, ¿verdad? —inquiere.

—¿El qué? —gruño.

—La tarta de zanahoria que comes a todas horas.

Le quito el bote transparente de entre los dedos y lo vuelvo a dejar en su sitio en la balda de la estantería.

—No vas a hacerme tarta de zanahoria —sentencio.

—No he dicho que fuera a hacerla para ti —replica, recuperando el jengibre y poniéndolo en el carro junto con el resto de las cosas que vamos a pagar—. Quiero probarla. Y no pienso comerme esa cosa procesada que compras tú —añade, señalando con desdén la tarta precintada que he cogido antes de la zona de bollería y que estaba junto a un montón de pasteles más.

—Esa cosa procesada que compro yo está buenísima —le ladro, echando a andar junto a él rumbo a la caja—. Tú no cocinas tan bien como para hacer algo que esté a su altura.

—Así que las tortitas que te zampas todas las mañanas están asquerosas, ¿no? —contraataca.

Acuso el golpe ahogando un grito. Porque ha sido un golpe bajo.

Lleva más de una semana preparándome el desayuno todos los días, la mayoría de las veces solo tortitas, y nunca me dejo ni una sola migaja en el plato.

—Son repugnantes —suelto, sin embargo.

Él se ríe.

—Eso no te lo crees ni tú, muñeca.

—Son las peores tortitas del mundo. Solo me las como por educación —repongo, intentando sonar lo más convincente posible, aunque me sale fatal... Y Wesley vuelve a reírse.

—Mientes peor que mi sobrina. Y ella tiene ocho años.

Le pego un empujón con el que, para mi gran humillación, no consigo desestabilizarlo ni un poquito. Eso sí, el carro oscila hacia la izquierda y está a punto de chocarse contra una columna de cristal.

—Cállate de una vez, idiota —bufo.

—¿Y si no quiero? ¿Vas a obligarme?

Voy a contestar con un rotundo sí, pero cometo el error de girarme para mirarlo y soy incapaz de despegar los labios. Me quedo enganchada un momento en la enorme sonrisa que está esbozando, en el brillo que hay en el fondo de sus irises marrones y en cómo se echa el pelo castaño hacia atrás con la mano, revolviéndoselo más de lo habitual, si es que eso es posible.

Dime que me odiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora