Capítulo 32

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Lo que quiero de Wesley Foster

Se lo digo bajito, en un susurro, pegada a su oreja. Y se vuelve loco.

Me besa con lo que solo puedo describir como desesperación y jadeo cuando se aparta para tocarme el labio inferior con el pulgar, mirándome de tal forma que no me cabe duda de que se está imaginando algo se lo más obseno que implica directamente a mi boca.

—¿De verdad quieres hacerlo? —inquiere.

Murmurárselo al oído ha sido fácil. Confirmarlo en voz alta y mientras clava sus ojos en los míos del modo en que lo está haciendo es un poco más complicado.

—Sí —consigo contestar.

Me arde la cara de pura vergüenza. Nunca soy tan directa. Pero no hay tiempo para que me surja ninguna duda porque Wes se aparta de mí.

¿Me está... Rechazando?

Debo de ser muy obvia, porque niega con la cabeza y sonríe.

—Ven —me pide, ofreciéndome la mano—. Vamos arriba.

No corremos, pero nos damos prisa. Parece muy tranquilo mientras me saca del hielo, se quita los patines y subimos el primer tramo de escaleras, conmigo delante y él siguiéndome un par de escalones por debajo. Pero, conforme nos acercamos a nuestra habitación, acelera el paso. Me coge de la mano. Me pasa un brazo por la cintura. Me da un pequeño beso en la boca y, para cuando estamos a unos cuántos metros de la puerta, me está tocando por todas partes.

Damos esos últimos pasos antes de entrar enredados en una guerra de besos y, una vez dentro, me empuja contra la puerta que acaba de cerrar.

Su cuerpo vuelve a aplastar el mío como en la pista y lo noto duro de nuevo, solo que mucho más que antes. Se me clava en el estómago mientras me separa las piernas metiendo la rodilla entre mis muslos, sin dejar de devorarme la boca. Una mano me mantiene pegada a la puerta, presionando a la altura de mis costillas. La otra es más atrevida y me aprieta el culo con fuerza para después tirar hacia arriba de mi pierna. Entiendo lo que quiere y alzo esa pierna y la otra, envolviédole por debajo de las caderas.

Wes me rodea con ambos brazos, me da impulso hacia arriba y vuelvo a afianzar las piernas en torno a su cuerpo, ahora alrededor de las caderas. Ahora su erección hace presión justo donde lo necesito y no puedo evitar frotarme contra él, emitiendo un gemido.

—Joder, Sierra... —gruñe contra mi boca—. No sabes cuántas ganas te tengo.

Se me escapa una risita.

—Me parece que tengo la prueba aquí mismo.

Niega, mordiéndome bajo la oreja solo para después besar y lamer ese mismo punto.

—No tienes ni puta idea de... Dios, de todas las noches que me he pasado sin dormir pensando en... —masculla, haciendo pausas para besarme el cuello—. Pensando en tenerte así, imaginándome que te hacía toda clase de guarradas, deseando...

—Vamos a la cama —le corto.

No sé si es una orden o una súplica. Suena un poco como ambas, pero, sobre todo, suena urgente. Quiero que deje de decirme lo mucho que quiere esto y que me lo enseñe.

Pero no estoy preparada.

No estoy para nada preparada para que me despegue de la pared y me lleve a pulso a la cama. Y, desde luego, no estoy preparada para que, cuando me deja sobre el colchón y se coloca sobre mí, comience a besarme todavía con más intensidad que antes. Su lengua invade mi boca sin pedir permiso, me insta a volver a abrazarle las caderas con las piernas y es... Demasiado. Ya estoy al borde de perder el control.

Dime que me odiasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora