Si Hunter supiera...

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Meadow tenía seis años la primera vez que le rompieron el corazón.

Nueve en la segunda ocasión.

Y doce en la tercera.

Siempre la misma persona. Siempre el mismo hombre que tenía sus mismos ojos, su misma nariz y su mismo color de piel; su padre.

Su padre que, hasta los cinco años había sido el mejor hombre que conocía en el mundo. Ese que la cargaba cada que se cansaba, ese mismo que le contaba historias llenas de magia y amor en las noches. Ese que lloraba cada que su hija lograba algo nuevo. Ese que la defendía de las garras de su madre cada que se enojaba. Ese que la regañaba cuando era necesario. Ese que le prometía el mundo porque su princesa era lo mínimo que merecía.

Ese que siempre le gritaba que la quería.

Pero, quizás no lo suficiente como para no dejarla. Quizás el amor que decía tener no era tan fuerte para que siguiera a su lado, estar presente en cada paso.

O quizás ese amor era falso. No existía.

Meadow entendió, entonces, que si su propio padre no la quiso ¿cómo podían quererla las demás personas?

Si no fue suficiente para que su padre se quedara con ella ¿cómo podría ser suficiente para los demás?

Y como aquello que dicen, la tercera es la vencida, decidió que nadie más podría hacerla sentir así de nuevo. No volvería a dejar que nadie la hiciera sentir especial para luego dejarla tirada como si nada.

Aprendió que las personas no se quedan. Y si lo hacen, como su madre, es más por obligación. «Hubiera sido tan fácil hacer lo mismo que él. Deberías estar agradecida de que sigo a tu lado, de que no te he abandonado»

Forjó barreras que protegieran a su corazón, del material más indestructible que se pudo imaginar para que nadie pasara. Hasta que conoció a Nick Baker, que ni si quiera tuvo que escalar la muralla, simplemente se sentó a hacerle compañía.

Y estaba bien. No le dolería tanto si algún día se largaba, era consciente de que iba a pasar en algún momento, y pese a que tocaba las paredes de su protección, solo dejaría rasguños, huecos, pequeños escombros en el suelo.

El gran problema era Hunter Black. Un idiota deportista que no sabe cómo le hizo, cómo fue tan escurridizo para tocar directo y despertar a su corazón.

Por eso mismo sabía que una cercanía con él era pésima idea. Era la única persona con la que sentía que todas esas capas de concreto y hierro se volvían cristal.

Un cristal fino que ante el mínimo golpe se caería. Y no podía permitirlo.

Nunca, jamás en la vida, iba a dejar que pasara.

Si Hunter supiera todo esto, estaba segura que la arruinaría.

Pero quizás, a lo mejor, él dejaría de desear que voltease...

Porque el corazón de Meadow ya lo había hecho. 

Un verano para enamorarnosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora