Si Meadow volteara

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No era la primera vez que el mismísimo mariscal del campo, ese jugador estrella con el pelo completamente negro e irresistibles ojos azules, quien traía detrás suyo a chicas de toda la escuela —y chicos también— veía a Meadow Davis, la chica que le gustaba, besarse con alguien que no era él.

Por ejemplo, un día en un partido había hecho un movimiento que dejó con la boca abierta a los del equipo contrario, sus compañeros de escuela no dejaban de gritar emocionados porque gracias a él habían ganado. Todo el mundo lo felicitaba, escuchaba aplausos por aquí y por allá y la euforia que sentía en ese momento era demasiada que se sintió tan victorioso y valiente como para hacer otro movimiento arriesgado.

Como invitar a la chica que le gustaba a una cita.

Se esforzaría. Compraría las mejores flores de la tienda, sus chocolates preferidos, rentaría una maldita limosina y se pondría el tonto esmoquin que le picaba el cuerpo. Todo si eso es lo que ella quería. O, si prefería podía buscar el espacio perfecto para una puesta de sol, compraría bocadillos, una manta para picnic y libros para colorear, o cerámica, o pintura o lo que sea.

La llevaría al lugar que ella quisiera. Solo tenía que decirlo.

Mentalmente, se acomodó los pantalones y se apretó el cinturón. Tenía las agallas así que volteó en el ángulo exacto para que su vista se enfocara en ese espacio de las gradas que sabía que le pertenecía a ella. A Meadow Davis. Y sí que la encontró.

Pero con la boca encima de alguien más. Era un chico alto y escuálido, aunque admitía que la cara la tenía bonita. Su cabello castaño le cubría la frente y tenía los labios gruesos y rosados. Se separaron, él dijo algo y ella rio a carcajadas.

Y fue como un puñetazo en el estómago.

Ninguna celebración que vino más adelante fue lo suficientemente distractora para olvidar la forma en que su corazón se paralizó un instante y luego se retorció de dolor.

En otra ocasión, se la encontró de frente al salir de su salón de clases. Se sintió como un puberto frente a la chica que le gustaba porque perdió todo tipo de razón, y se detuvo a balbucear como si sus neuronas no hicieran sinopsis de forma correcta.

Ella lo saludó. Alzó la mano y la agitó mientras que su rostro se expandía en una sonrisa brillante y cegadora. No lo podía creer. ¡Lo había saludado! Empezó a sentir que el sudor comenzaba a escurrir en su frente gracias a los nervios que estaba experimentando. Se regañó. Solo tenía que levantar la mano, decirle hola y posiblemente una bonita historia de amor comenzaría, sus tontos sueños se harían realidad y tendría a la chica que tanto le gustaba. Aquella en la que no dejaba de pensar nunca.

Sería el más afortunado.

Notó que ella se acercaba, tragó saliva y cuando estuvo a punto de responder, ella pasó de largo.

Con el ceño fruncido y con el cuerpo lleno de decepción, se giró para ver a quien se dirigía. Nick Backer. Un miembro de su equipo.

Era un excelente jugador, hasta donde sabía un excelente estudiante y lo poco que había conversado con él, le había bastado para que supiera que era divertido, ocurrente y buena onda. Ya le caía mal.

Meadow se puso de puntillas y lo besó. No vio exactamente si fue en los labios o en la comisura, pero desde su posición entendía que sí. Debería de haberse acostumbrado, debería ser inmune, sin embargo, el mismo retortijón en el corazón que no era nada agradable apareció.

¿Por qué se ponía así? ¡Era Hunter Black! ¡El maldito mariscal de campo de The Phoenix de la Universidad de California!

No obstante, ella era Meadow Davis. Una estudiante de menor curso y la persona más despampanante que conocía. Quería saber más de ella, quería compartir su tiempo, quería tocarla, quería compartir su risa, su vida, quería... quería...

Solo que ella ni siquiera volteaba, no se fijaba en él.

Hasta que lo hizo.

Quizás no de la forma en que esperaba, aunque algo dentro de él le decía que era posible que eso cambiara. Tendría que ser paciente, no salir de sus casillas pese a que ella lo intentara sacar siempre y lo lograría. Valía la pena esperar e intentar. Los besos que ella le daba se lo afirmaban.

Se volvería loco, estaba seguro. Le costaba un huevo mantener el control cada que la sentía tan cerca, cuando la besaba o cuando dormían juntos. Amaba que su respiración junto a la de ella se acompasada. Amaba amanecer con ella entre sus brazos.

Estaba harto de fingir que no moría de amor.

No era como los demás chicos. No iba con cualquier chica a buscar un pasatiempo, una noche divertida o solo placer. Él sentía. Amaba sentir. Buscaba y daba amor.

Y quería dárselo a ella.

Sin embargo, despertó de su sueño cuando vio que ella no quería recibirlo.

Quería ser libre y disfrutar de todos. No la juzgaba. Solo que ojalá no le doliera tanto. Así que tomó sus llaves y salió corriendo de la escena porque no lo soportaba. Lo destrozaba. No debió haberse hecho ilusiones.

Si Meadow hubiese volteado antes, se preguntó, ¿lo habría besado a él de todos modos?

Si Meadow volteara notaría que estaba hecho pedazos y lo único que necesitaba era a ella.

Pero, quizá, ella no lo necesitaba a él. 

Un verano para enamorarnosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora