No sé por qué el comentario de Hunter me había dolido en la forma en que lo hizo. No entiendo cuál es la razón —aparte de lo tonta que soy— para seguir pensando en ello.
Es ridículo. Yo se lo dije primero. Y sabía que era una idiota por eso. Una idiota malagradecida. ¿Me dolía que me lo haya devuelto cuando me lo merecía? Vaya tonta.
Por eso, apenas regresando a su casa de haber dejado a la bastante incomoda pero entretenida Sky con su hermano, me encerré en mi habitación.
Y eso me hace sentir peor.
Las cuatro paredes que me rodean no me ofrecen ningún tipo de consuelo. Ni siquiera lo hace el mar, mostrándose tan imponente frente a mí, ni el oleaje que me despista un poco de mis pensamientos. Porque no es mío. Nada de esto lo es.
Solo soy una intrusa en esta casa, a duras penas y la ropa me pertenece, todo lo demás; los muebles, el techo, la cama, el baño, son solo el recordatorio de la amabilidad que no sé por qué pero demuestra el dueño hacia a mí. Y no soy capaz de agradecerlo, de respetarlo.
No puedo echarme a la cama, taparme hasta el rostro y no salir hasta que esta extraña e incómoda sensación en el pecho desaparezca. No puedo llorar en el baño y tampoco bajar a la cocina a comer algo para evadir lo que estoy pensando. Porque no tengo derecho.
Porque quiero esconderme, distraerme en alguna red social hasta que mi batería mental se haya llenado un poco, pero no puedo hacerlo. Porque, joder, soy una imbécil.
Y aunque no lo fuera, sigue siendo todo de la misma manera.
Creo que esa es la razón por la que me levanto, voy hasta las mochilas y comienzo a guardar todo lo que traje. Mi ropa, la que sí he comprado yo, lo de mi aseo personal, el cargador, los audífonos y la cartera. Al terminar, le doy un vistazo a todo el espacio, incluso en el baño porque voy a extrañar darme duchas en la bañera. Y voy a extrañar la vista que se me permitió. Fui tan tonta que siempre pospuse ver el amanecer desde aquí.
Lo que Hunter me ha pagado es suficiente para buscar un lugar barato en donde quedarme. Puedo mantenerme si el sueldo que me da sigue siendo igual. Por el bien de todo el mundo, creo. Hunter y yo no estaremos chocando a cada rato, Savannah no se va a sentir amenazada con mi presencia y Prescott... bueno, Prescott le va a dar igual, supongo.
Arreglo lo que esté en desorden, me cuelgo las mochilas y me dirijo hasta la puerta. Cuando la abro, no puedo ni dar dos pasos porque me encuentro a Hunter, con los nudillos arriba, a punto de tocar.
Nos quedamos en silencio. Alterna los ojos entre mi rostro y las bolsas que voy cargando. Se queda pensando un rato y luego fija la vista en la habitación. No tarda mucho en unir cables; ha entendido que me voy.
— ¿Necesitas algo? —le pregunto, sin apartar la mirada de él.
—Venía a decirte que... —carraspea—. Lo siento.
— ¿Qué? —frunzo el ceño, confundida. ¿No debería ser yo la que se disculpe?
—No quería decir lo que dije, Meadow. Lamento mucho habértelo dicho, de verdad. No era cierto, dudo que alguna vez lo sea.
Pienso un rato en qué decirle. Me ha tomado por sorpresa que no puedo evitar pestañear, aturdida. Este tipo de situaciones casi no me pasan. Cuando discuto con alguien, simplemente espero que la persona se le pase o, en su lugar, me alejo.
Nadie antes había venido a arreglar las cosas. Porque eso es lo que está haciendo ¿cierto? Y ni siquiera él ha empezado la situación ni tampoco ha sido la pelea del siglo.
—Ya, bueno —meto el mismo mechón detrás de mi oreja. Como siempre hago cada que estoy nerviosa—. No sé qué decirte.
— ¿Qué me disculpas, tal vez...?
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Un verano para enamorarnos
Teen FictionMeadow Davis no sabe decir no. Al menos, no a su mejor amigo. Es por eso que, cuando este le ruega que lo cubra en su partido de fútbol americano, termina aceptando. ¿Qué es lo peor que podía pasar después de todo? ¿Que el capitán del equipo, Hunter...