07| Limpiando chakras con respiraciones de boca a boca

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Seguramente estas son las cosas que debe pensar Hunter todos los días.

Cosas como que no podía permitirse ser agradable con Nick por cualquier riña que solo existiese en la cabeza de él. También debía planear comentarios mordaces si había alguna cercanía y no dudaba que la mayor parte de su cerebro se dedicaba a planear castigos cuando, según, no realizaba correctamente sus entrenamientos. Y no nos olvidemos de formas disimuladas pero bastante potentes y agresivas de taclearlo en la cancha ante la mínima oportunidad.

Lo sé porque esto es lo que estoy pensando yo.

Creo que necesito demostrar lo detestable que es para mí y así poder sentir que logré mi cometido del día. Siento que ha pasado mucho tiempo —en realidad no— desde la última vez que fue palpable mi desprecio por el capitán del equipo —no quarterback, no mariscal de campo — o sea, mi jefe. Y nop, no es porque su regalo me tomó con la guardia baja.

No puedo evitar pensar en hacer algo para que le quede claro que no somos amigos. Esta convivencia se limita a solo empleada-jefe y a compañera de escuela-compañero de escuela. No me interesa que exista ningún tipo de vínculo entre nosotros. Pese a eso, me siento realmente confundida. ¿Por qué se comporta así?

Quizás debería prestar más atención a mi trabajo en lugar de estar pensando estupideces. Una pequeñina de flequillo rubio tan largo que se le entierran en los ojos mueve la palma de la mano frente a mí una y otra vez, hasta que reacciono.

—Quiero hablar con el jefe —cruza los brazos, molesta—. ¿Tienes un cartel de quejas y sugerencias? Le debo contar de tu inaptitud para atender.

—Soy mi propio jefe, niña —mentira, aunque ella no lo sabe.

—Llevo... —saca un celular del bolsillo del short amarillo chillón y observa la hora—, siete minutos intentando darte mi orden.

— ¿Debería despedirme a mí misma?

—No lo hagas, parece que no has ganado lo suficiente para retocarte las raíces.

— ¡Hey! —frunzo el ceño y ella cambia a una expresión hastiada—. Ganaré para que yo me pinte las raíces y tú te cortes el fleco que te tapa la vista y no te deja ver con quién te estás metiendo, mocosa insolente.

Rueda los ojos, para nada ofendida. En su lugar, suelta un suspiro cansado y se sube al columpio. No debe tener más de doce años y es ella la que parece contener mejor la calma de ambas. Yo, en su lugar, me ha sacado de mis casillas mucho más rápido de lo que un virgen se viene en su primera vez.

—La vida te ha tratado mal ¿cierto?

— ¿Qué eres? —Suelto un bufido burlesco—. ¿Psicoanalista acaso?

—Algo así —se encoge de hombros—, detectora, más bien. Me dedico a molestar personas que parecen que tienen un palo metido en el culo.

Abro la boca, indignada. ¡A su edad la mayor grosería que me sabía era taparme las orejas y gritar: no oigo, no oigo, soy de palo, tengo orejas de pescado!

—No tienes la edad suficiente para decir groserías, señorita —dejo de apoyar los codos en la mesilla del ventanal lateral, alzando la voz—. ¿Sabes cómo enseñamos de dónde vengo buenos modales a las mocosas malcriadas?

Salgo de la casetita. Afuera de la puerta junto arena entre las manos, ya que no puede verme desde aquí. Voy caminando hasta ella mientras algunos granos se resbalan entre mis dedos y al estar cerca, no dejo a que termine de poner la expresión confusa y aburrida pues le aviento todo en el rostro.

Muy madura, claro que sí.

No me enseñaban de esa forma, la verdad. Pero estoy segura de que es 100 por ciento una técnica efectiva. No creo que sea correcto que una muchachita tan pequeña vaya por ahí insultando como gente mayor, claro que no.

Un verano para enamorarnosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora