87. Cruda realidad

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Hubo un tiempo en el que Cristina María adoraba pasar tiempo admirando desde el umbral de su alcoba unos rincones de Versalle, como si las flores la llevasen a otro lugar y pudiese sembrar un valle completo de flores.
Había pasado cincos días desde que notó a Santos François, y se encontraba destellando sus ojos volátiles hacia aquel lugar cuando de repente, sin medir consecuencia, mientras callaba su oración y se quitaba el velo de la cabeza el lacayo se detuvo en frente y se inclinó.
Su Majestad se levantó de igual forma y esperó. El siervo lacayo sólo le estiró una epístola, similar a la de siempre, que Cristina María tomó y después despachó al caballero.
No había escrito nada a nadie desde hacía tiempo, ya hace meses de la partida de José Fernando y seguía indispuesta por su duelo. Apenas podía mover los dedos sobre aquella carta.
El augurio que tenía Cristina María de Francia contra los amaneceres en Versalles no se contrarrestaban a sólo pararse a mirarlos sin tener prejuicios de aquellos días.
Sin embargo, partió hacia su lugar favorito. Se quedó en ese lugar hasta que el sol finalmente se vio salir desde el horizonte.
Cuando menos lo esperó, una sombra llegaba en un corcel. Y cuando se dio cuenta, se levantó a erguirse ante el rey.
⎯Su Majestad...⎯ella reverenció con una flor en las manos.
Luis XIV se había bajado de su corcel hacia su hija. Viniendo solo, la princesa notaba como su padre la miraba dulcemente y se sentaba en el balconcito a donde ellos dos muchas veces compartían poesía.
⎯A ti, pequeña flor, te dejo mirar todos mis temores. Ven, siéntate al lado de tu padre ⎯le pidió.
Cristina María sonrió y se sentó como él hubo dicho. Qué más daba. Su padre siempre le dijo así en su niñez.
⎯¿Qué son estas horas de estar aquí? –le preguntó.
⎯Me gusta este lugar. ¿Recuerdas, aquellas veces, Padre, cuando me traías tú mismo para admirar este amanecer? –la princesa señaló el Sol.
⎯¡Claro que lo recuerdo! –murmuró el Rey, asintiendo.
⎯Entonces, pues, dejaste de venir a París. Y es la primera vez en mucho tiempo que vuelvo a venir –Cristina María se cruzó de manos, suspirando.
Luis XIV contempló a su hija.
⎯Tan quisquillosa. ¿Le reprochas a tu Padre las decisiones que ha hecho para su pueblo?
⎯Este jardín ya no era el mismo sin que tú estuvieras...
El rey Luis asintió lentamente. Luego le tomo la mano desnuda.
⎯Si sabrás...me inclino que no lo sabrás...⎯dijo el Rey⎯ que cuándo tú naciste, yo hice un alegato a que ningún hombre podría ser digno de ti. ¿Qué hombre sería el digno de estar al lado de mi hija? Ni el mismo zar de todas las tierras. Ni el príncipe de todo el mundo. Supe que tendrías el mismo carácter que tu padre porque no las querías en la cuna, sino en todo el cuarto, y llorabas después en mis brazos para que te pusiera una. Así, encontré que serías tú la única mujer a la que no podía negarle nada –dijo el Rey con nostalgia. Cristina María miraba a su padre con pena⎯. El rey no quiere que ningún hijo suyo esté contemplado ningún asunto que no tenga que ver con esta corte.
⎯Yo no soy mujer que tenga agallas para no velar por este pueblo –ella miró al cielo.
⎯No es excusa.
⎯Tú mismo me enseñaste a no doblegarme ante nadie nadie. Primera lección, aquí, ¿lo recuerdas?
⎯Por eso tengo la misma intención que en ese momento. No te doblegas ante nadie.
⎯Tú lo haces.
⎯Está bien. Eres la princesa.
⎯¿Sólo porque seré la reina, Padre?
El rey recordó cuando miraba a una pequeña princesa correr a sus aposentos en medio de una reunión, temblorosa, llena de pánico, pidiéndole sólo que la cargará porque temía que su padre se volviera a ir. Con ternura, terminaba sus decisiones con la princesa en sus brazos. Así miraba a quién era completamente una mujer igual, o mucho mejor que él. El rey miró el sol como lo miraba ella.
⎯¿Seré llamado el rey Sol durante mucho tiempo?
⎯Probablemente. Siempre estás en el horizonte, papá.
Cristina María se quedó un momento en silencio.
⎯¿Cuándo volverás?
⎯No lo sé.
Cristina María  parecía no comprender las palabras del rey, pero ella sabía que el tenía más que decir.
⎯Entonces, ¿harás lo que tu Padre te pide?
Cristina María  tenía la mirada apagada y después de mirar el sol para mirar al rey, ella se acercó más y puso su cabeza en el hombro.
⎯No lo notarás, porque eres terca y noble como yo, pero eres mi gran orgullo. Y sólo por ti he venido a ser de Francia una tierra santa y noble.  Tienes el mismo gusto que tu católico predecesor, y si nadie lo notará, te podrías hacer pasar por mí en pensamiento y alma y nadie lo notaría, porque eres tan parecida a mí...⎯el Rey suspiró.
⎯No hay nada que me complazca más, que conseguir a toda Francia en su resplandor. Simplemente, he estado muy sola. Mi duquesa ya no está. La Reina tampoco. Y tú ya no apareces. Pero consigo entender los asuntos. Me distraigo en mis deberes. Pues, pretendo hacerme más vulnerable.
⎯Mi madre tiene el mismo temperamento  que el tuyo. Ahí te pareces a ella. Pero tú sabes que París y yo no somos buenos el uno con el otro. Y sin embargo, aquí estoy.
⎯Padre, no intervengas en lo que yo siento.
⎯No lo hago, hija.
⎯Considero que hay más que puedo ofrecerle a esta ciudad...
⎯Eso lo sé.
⎯¿Me dejarás a cargo?
El rey escuchó a su hija y luego suspiró nuevamente. La princesa lo volteó a ver y el rostro del rey resplandecía con sus dotes del Sol. Al mirar que no había reacción, se adelantó. Cortó la flor y se la colocó a su padre en la oreja, delicadamente. El rey se impresionó.
⎯Así lo hacías cuando no te quería decir que cortaba los ramos para ponerlos en tus aposentos...yo iba sin que nadie supiera...⎯Cristina María finalmente sonrió, nostálgica. Hace mucho tiempo que guardaba ese inocente secreto.
Luis XIV se conmovió al saber la gentil verdad. Él creía que no había nadie que pusiera los ramos en sus aposentos a excepción de la divinidad o de la reina, pero nadie lo sabía. El rey se sintió feliz que siempre había sido la pequeña princesa. Así que carcajeó con tremor y negó.
⎯Para Francia serás la princesa rebelde –dijo Luis XIV a su hija, luego la miró tiernamente⎯. Pero para el rey, eres la princesa de sus ojos.
Cristina María inclinó el rostro para ver a su padre. Lo miraba con dolor y melancolía.
⎯La gran sonrisa –dijo el rey, admirándola⎯. He de decir que mi hija, es la más bella de toda esta tierra.
Y el rey se levantó, tomó la mano de su hija y la besó.
⎯Hasta luego, princesa.
⎯Hasta pronto, Majestad.
Y miro como su padre se marchó.
Ese mismo día había ido a la catedral. Quería y necesitaba hablar con el padre Benjamín.
⎯Esta ciudad siempre tiene algo que impedir y nunca nada bueno que desear ⎯Cristina María sintió más que ira. Por Charlotte y sus pequeños⎯. No entenderé la gravedad de estos asuntos incluso cuando quien haya decidido lo que han hecho tiene que ver con el ministro. ¿El ministro por estos lugares? ¡Ah! No es algo por lo que sorprenderse.
⎯No sabremos de la realidad, hija mía; nada nos deslumbra para sentir realidad, de ninguna forma. Sólo la fe. ¿No lo crees así? Por alguna razón has venido; el padre podrá escucharte.
Se le intensificaba el pensamiento a Cristina María de que en realidad así era, pero no había ningún otro motivo salvó conocer al hombre que Fitzwilliam había mencionado.
⎯No hay más razones que esa ⎯dijo Cristina María ⎯. Charlotte ha vuelto ¿Cierto, Padre? Aún no la he visto...
⎯Su hogar que es el Festival; ¿Hay razón para tu pregunta, hija?
⎯No quiero sonar imprudente.
⎯No lo haces, hija. ¿Tiene que ver con una buena mujer? De la misma manera quiero saber de ella, puesto que espero por mí el día de ayer y lamentablemente no la encontré al llegar. Siempre tiene una razón para todo: y más si viene a París.
⎯No hay nadie en este mundo que pueda ayudarme salvo Charlotte.
⎯La encontrarás en aquel lugar,  sin duda.
⎯Si es así entonces, no debo partir a más tardar la tarde. Puede ser que más de lo que imaginé. Padre, mi alma indica algo y no sé si mi corazón tenga las fuerzas.
Cristina María se preparó a marcharse y debía pensar en cómo mandaría o con quién le enviaría la epístola a las manos de Fitzwilliam, oyó decir algo que provino de él pero que no terminó por encasillar en su mente.
Había interrumpido su conversación una tercera persona.
Lo que sorprendió fue lo que expresaba con premura:
⎯¡Es usted! ¡Es usted! ⎯salieron los murmullos como si se tratara de un cuento inverosímil.
El padre Benjamín estuvo entre impactado por sus palabras y conmovido. Pero la princesa tuvo que ponerse mejor el velo.
⎯Despertaste, amigo ⎯dijo el padre Benjamín con sus manos juntas⎯. Debes conocer a esta dama.
Quien se refería el padre era nada más que un cierto amigo Incluido en aquellos lugares, sin estar ceñudo pero que con la ojeada que empleaba a Su Majestad indicó algo más.
Sin embargo, no entendió hasta que reafirmó su curiosidad con este hombre en el mismo espacio; se movió hacia un lado para que la gente no oyera, y mientras menos gente supiera de quién se encontraba en la catedral, sería mejor.
El padre Benjamín notó este gesto y aún con su mirada puesta en el recién llegado apuro su ojeada directo a Cristina María.
⎯¿Cuál es tu nombre, caballero? ⎯le inquirió la princesa.
⎯Levántate del suelo, amigo mío. No hay necesidad, pues está mujer no es más que una fiel hija de Dios.
⎯¡No! ¡No! Yo tengo que quedarme así ⎯hizo saber aquel hombre. Como si temblara, exclamó⎯: Me tengo que quedar sí, padre mío. ¡Es ella! ¡Por quién tanto ha pedido mi gran amigo! ¡Es ella! ¡Es ella! Pero no, yo no tengo que hablar con usted ahora aquí. ¡Aquí! Perdóname, persigame. Le ruego no dejarse ver; si nos ve, ya yo no sé qué será de mi vida. Y yo tengo que cumplirle. ¡Mi señora...!
⎯¿A quién tienes que servir?
Pero el hombre no respondió y con una veloz
Juan se inclinó al piso y le estiró una carta.
⎯¿Qué es esto?
⎯Amigo Fitzwilliam, me ordenó darle aquello.
Fue la primera vez que Cristina María habló con Juan. Y eso había sido ya hace una semana.
Y ahora estaba aquí, cuando un paso de luz recorrió la estancia que estaba formándose en la imperiosa sala.
Pese que no fuese ella quien estuviese sentada, sino de pie observando fuera del ventanal.
Un escalofrío recorrió su cuerpo y la piel: Cristina María se volvió en su sitio para oír los pasos que llegaron justo hacia donde se encontraba. Rápidamente dio un trago del vino y suspiró.
De pronto oyó desde el fondo mientras la puerta se abría:

Por Estas Calles De París © COMPLETA [BORRADOR SIN EDITAR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora