39. ¿Qué tanto duramos siendo felices?

28 4 5
                                    


El Festival de los Laureles ahora no sabía en sí confiar en su misma sombra. Las calles del Gal repletan estaban de murmuraciones, donde las familias se reunían en sus hogares y en sus grandes patios para platicar una y otra vez de lo que creían ellos ocurría. Manejaban información que provenía desde las embarcaciones y pequeños puertos en el río Sena como comúnmente se le objetaba. Era sabido que había un mercado negro sobre la herrería que compartían ciertos miembros de familiares con los gadjos que se beneficiaban de este contrabando.

La mala suerte nunca la llamaban por ser inefable y poco digno de lo que era ser un gitano, pero muchos no seguían las leyes, y el contrabando de herrería se incrementaba aún más entre las voces que viajaban desde el barrio de las Primeras Avenidas hasta el rincón del pueblo de San Mauricio, que seguía al río que desbordaba por todo el callejón primero y el Gal.

Muchos secretos se avecinaban en la compuerta de cada familia por lo que hizo levantar las voces y el ensueño de todo una comarca, cuando se corrió las voces del intento fallido contra una vida, y los cadáveres hicieron gritar a la madre quien encontró al muerto con su hijo. El consejo de ancianos repercutió en el tumulto de personas que ya murmuraban, y los patriarcas de las familias no irían a conciliar el sueño por varios días, ya que ni siquiera sabían cómo lidiar con semejante acto.

El único que había mantenido la calma fue Germain, masticando su tabaco y mirando fijamente el cuerpo inerte, que cuando regresó a la casa de la familia Du Plessis fue abordado con preguntas hechas por su esposa, acongojada por los rumores y la incertidumbre, también de sus primos hermanos junto a sus esposas con facha de preocupación en los semblantes. Incluso los bebés en brazos de las mujeres más jóvenes gemían y lloraban de dolor en el pecho de éstas. No había más remedio que dirigirse hacia el mayor de los hermanos para que calmara la situación de preocupación congestionada ante él y prefirió no verle la cara ni a su esposa, ni a ninguna otra con deterioro de sentimientos.

La única pasiva fue Marielle, de espaldas y mirando parte de la calle desde el ventanal de la casa de los Du Plessis mientras arreglaba las canastas de pajar. Germain se acercó a ella.

Apenas vio a su primo de reojo, dio un rápido suspirar y sostuvo un par de canastas en su cadera. Los ojos de Germain la acompañaron porque se dignó en verlo directamente.

⎯¿Qué es lo que ocurre? ¿Por qué huyes? ⎯atajó su brazo para volverla al sitio y enfrente suyo⎯. Parece que supieras algo.

⎯Sé lo que todo el mundo sabe ⎯quitó Marielle la mano de Germain sobre su brazo⎯. El que sabe cosas aquí eres tú; por lo menos conoces que la paz no se conseguirá con quedarnos sentados sin esperar algún reproche ⎯Marielle dio énfasis a cada palabra⎯, o alguna muerte.

Germain se acarició la barbilla mientras negaba.

⎯Matan hombres cada día. Aquel se mató; no hay más nada que decir.

⎯¿Y a quién querían ellos? ⎯Marielle no era tonta y mucho menos lejana a los acontecimientos. Sus ojos, oscurecidos por la imagen retorcida de aquel hombre, inyectaron en los rojos de Germain⎯. ¿O acaso eso también lo quieres ocultar?

⎯Más te vale no creer lo que no debes, Marielle ⎯Germain contempló el camino hacia la sala principal de la casa. La Brusela no los observaba, pero aún así, con los sonidos impacientes de los integrantes de la familia apenas alcanza a escucharse a sí mismo⎯. Cueste lo que cueste este hogar será protegido.

⎯No te veo convencido de seguir las reglas. Te hubiese contentado que la muerte de ese hombre se concretará.

⎯¿Qué diantres estás diciendo?

Por Estas Calles De París © COMPLETA [BORRADOR SIN EDITAR]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora