𝐂𝐫𝐞𝐜𝐞𝐫

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- ¿Té con leche?

- Si, quiero té con leche.

- ¿Algo más, Perla?

- Quiero dumplings de carne, o esas magdalenas de vainilla que venden en la panadería.

Prim sonrió, acariciando el cabello blanquecino y ondulado de su pequeña Perla, mientras los ojos de un azul gélido de la infante la miraban con un contraste de calidez y reconocimiento.


Jamás había mencionado de donde venía, pero por la forma desproporcionada de su belleza que aumentaba con el paso del tiempo, Prim tenía la fiel creencias de que Perla no era un simple humano.

Sin embargo, ese hoyuelo que se formaba en su barbilla cada vez que reía sin control o la forma en la que fruncía el ceño cuando hacía la tarea de matemáticas le recordaban que era como cualquier otro niño. Se frustraba cuando tenía exámenes, lloraba cuando no podía obtener algo que deseaba y todas las noches sin falta, encendia una vela azul - que había insistido le compraran en un mercadillo de baratijas - se arrodillaba frente a su mesita de noche y rezaba con todas sus fuerzas a un Dios que ellos no conocían.

Le gustaban los dulces y jugar en el parque con los perros que paseaban los vecinos del vecindario, corriendo y trepando árboles hasta que regresaba con las rodillas lastimadas y la ropa llena de suciedad. Se enfermaba muy poco, cuidaba de un cactus en su habitación y se sentaba junto a su padre todas las mañanas y las tardes religiosamente, observando las noticias como si estuviese buscando algo... o alguien.

Un verano, Elliot la inscribió en un curso de artes a tres calles de su edificio, diciendo que su dinero se desperdiciaría en su cuenta si no lo usaba, y que además su pequeña hija contaba con la chispa artística como él le decía.

Perla tenía ya once años, y había crecido siete centímetros exactos. Iba sola, con su mochila de estrellas que ella misma había dibujado y esos zapatos rojos que le traían suerte. El primer día, llegó emocionada con una flor de arcilla descolorida y el dibujo de un gato.

Fue la atenta mirada de Elliot, su padre, la que permitió que Perla llevará sus habilidades a un nivel diferente. Y Prim, su amorosa madre, seguía de cerca sus progresos.

No habían podido tener hijos. Dedicaron toda su vida de pareja a intentar concebir mientras ahorraban en un fondo especial con la esperanza de algún día, lograr tener una familia y apoyar a su retoño en sus estudios. Pero el universo no lo permitió... no hasta que salvaron a Perla y su rostro los persiguió desde ese día. Se encontraron avivando ese deseo de ser padres una vez más.

La edad de ambos no era favorable, pero los contactos que habían hecho durante sus años trabajando en el área judicial fueron suficiente para que se agilizara el proceso de adopción.

Y desde ese momento, todo el amor y atención de la pareja jubilada se volcó en su Pequeña perla.

Zhēnzhū no paró de crecer, de ser gentil y correr de un lado para otro con mucha prisa. No dejó de tomar té con leche, ni comer magdalenas a escondidas. No dejó de traerles orgullo aún cuando ella parecía afligida.

Años después, Prim pensaría en el tiempo que había transcurrido con demasiada prisa mientras una Perla adulta le contaba la historia de Lemuria que había escuchado en una conferencia, y de como la lágrima del Dios del oceano, tan olvidada y solitaria, se volvio un ser comun y corriente caminando junto a muchos otros.




Nota de autor:

Este ha sido uno de los capítulos más lindos que he escrito. No se porqué imaginar a Perla me hace sentir como una mamá orgullosa, pensar como va aprendiendo del mundo y adaptándose a los demás humanos, es precioso.

Si hay alguien por aquí con vida, dígame ¿Les gustó este pequeño fragmento? A partir del capítulo ocho, comenzamos con el romance y el dolor. 🩷

𝐏𝐞𝐪𝐮𝐞𝐧̃𝐚 𝐏𝐞𝐫𝐥𝐚 Donde viven las historias. Descúbrelo ahora