Bonnie se acomodó en la parte trasera del auto del señor Keller. Los tres se dirigían hacia el bosque para volar cometas, una actividad que Cole había estado insistiendo desde que encontraron la cápsula de tiempo. La tarde era perfecta: el sol brillaba con fuerza y el fresco aroma de los pinos llenaba el aire. Desde su asiento, Bonnie observaba cómo el paisaje pasaba rápidamente por la ventana. Aunque las vacaciones finalmente habían llegado, la sensación que solía acompañarlas ya no era la misma. La felicidad desbordante había desaparecido, dejando paso a pensamientos turbulentos y preocupaciones, lo que llevó a Bonnie a la conclusión de que el mundo era mucho más complejo de lo que imaginaba.
–Papá, te has pasado el claro –señaló Cole mientras el auto avanzaba por el camino del bosque.
–Lo sé. –reconoció Tom–. Conozco un lugar mejor. –subió a todo volumen una canción de Elvis, o "El rey", como él y Cole solían decirle, y ambos comenzaron a cantar a todo volumen. Dejaron atrás el campo abierto salpicado de flores silvestres mientras Bonnie reflexionaba. Sabía que tenía un destino que enfrentar, pero se sentía inútil y confundida sobre cómo proceder. Aunque había tenido una charla algo más fructífera con Ava, ella no quería involucrarla en absoluto. Le había advertido que se mantuviera al margen y que no se implicara, dejando a Bonnie con un sabor amargo en la boca. Estaba convencida de ser mucho más valiente que Ava para enfrentar la situación, y además, era su propia historia, la de su madre y su abuela. A pesar de no tener ninguna conexión directa con el asunto, en lugar de querer unir fuerzas, Ava seguía apartándola como si fuera una niña indefensa. Era demasiado sobreprotectora, y por eso sabía que no podía contar con ella, ni con nadie del grupo. Decidió que debería seguir su propio camino. Estaba decidida a demostrar que era más fuerte de lo que Ava pensaba.
A pesar de no conocer la letra de la canción que Cole y su padre cantaban, el peso que cargaba sobre sus hombros comenzó a aliviarse con la música y la felicidad que irradiaban. Su abuela solía decir que el destino siempre encontraría una manera de guiarte hasta donde debes ir. Se aferró a ese pensamiento y comenzó a tararear, dejándose llevar por la melodía, contagiándose de su buen humor y encontrando consuelo en las palabras de su abuela.
Tom los llevó hasta un extenso prado verde, bordeado por altos árboles que se movían con la brisa. A lo lejos se vislumbraban suaves colinas y algunas granjas lejanas. Bonnie sabía exactamente dónde se encontraban; el año pasado había estado cerca de ese lugar. El viento soplaba suavemente y de manera constante, proporcionando el impulso perfecto para elevar las cometas.
–¡Está cayendo otra vez! –gritó Bonnie.
–¡Jala el hilo! –vociferó Tom, unos metros más atrás.
Bonnie tiró con fuerza y remontó nuevamente una ráfaga de aire. La cometa de rombos de Cole, que se encontraba a una distancia prudente para evitar enredos, parecía flotar con gracia en el cielo, sus tiras de colores meciéndose suavemente en el aire. En cambio, la cometa roja de Bonnie hacía movimientos torpes y bruscos. Tom acudió en su ayuda, y con unas hábiles maniobras logró estabilizarla en el aire. Cuando finalmente los tres se sentaron bajo la sombra de un gran árbol a comer, Tom extrajo del bolso de picnic dos bolsas marrones con sus nombres escritos y se las pasó.
–La jalea y la mantequilla de maní son la mejor combinación–dijo Cole a Bonnie, pegando un gran mordisco a su sándwich.
El rostro de Tom se mostraba confundido mientras revisaba el interior del bolso. Allí no había nada más
–¿Dónde está tu comida? –le preguntó Cole–. Mamá debe haberlo olvidado.
–No lo creo... –contestó Tom, intentando ocultar su descontento.
Bonnie le echó una rápida mirada a Cole, pero él no pareció comprender la insinuación.
–Ten, puedes tener un poco del mío –dijo el niño, partiendo la mitad de su sándwich.
–Y del mio también –añadió Bonnie. Pero Tom se rehusó a aceptarlo. El resto de la comida se la pasó pensativo y con un gesto de preocupación bastante obvio, mientras Cole seguía hablando emocionado sobre los diferentes estilos de bichos que podían encontrarse en aquellos lugares. Cuando su día de campo finalizó, se subieron finalmente al auto.
–Debo hacer una pequeña parada antes de que volvamos –anunció Tom–. Será rápido.
Se dirigió hacia una comunidad cercana, donde los caminos sinuosos conducían a casas de madera y granjas rodeadas por vallas blancas. Parecía un lugar detenido en el tiempo.
–Esperen aquí –les indicó el hombre, bajando del auto. Avanzó con paso decidido hacia la casa y se detuvo para intercambiar algunas palabras con las mujeres que estaban afuera tejiendo en el porche, las cuales adquirieron una postura de alerta en cuanto lo vieron llegar.
–Son Amish –le dijo Cole. Bonnie los había visto en algunas ocasiones en Blackwood, con su ropa pasada de moda y sus carruajes–. Papá solía vivir aquí cuando era niño, pero se escapó.
–¿De verdad? –preguntó, asombrada. Bonnie no podía imaginarse a Tom con aquellas barbas largas y pobladas y utilizando aquel peculiar sombrero.
–Ahá –asintió Cole–. Odiaba este lugar, no pensaba regresar nunca, pero cuando se enteró de la desaparición de un niño de la comuna, quiso involucrarse.
Bonnie observó a Tom ingresar al interior de la casa seguido por las mujeres.
–Bajemos. Me muero de calor aquí dentro –dijo Cole, deslizándose fuera del auto luego de unos minutos. Bonnie lo siguió, sintiendo el alivio del aire fresco. Se dirigieron hacia donde unos niños estaban recolectando los escasos tallos de maíz que habían logrado crecer en la temporada de siembra. Cole, ajeno a las sutilezas sociales, se acercó a ellos con entusiasmo mientras extendía la mano en un gesto amistoso. Las dos niñas y los dos niños intercambiaron miradas extrañadas entre ellos antes de devolver el saludo. Bonnie sonrió algo tímida y los saludó con la mano.
–Soy Cole y ella es Bonnie –presentó el niño–. Y el que está adentro es mi papá, Tom.
–Ellos son Micah y Caleb –dijo la niña que aparentaba tener unos doce años. Llevaba un largo vestido con delantal y una cofia blanca–. Yo soy Hanna y ella es Rebecca.
–¿Han encontrado a Eli? –interrumpió Micah agitado. Vestía unos pantalones oscuros de tela gruesa, una camisa blanca y un sombrero de ala ancha que lo protegía del sol. Aparentaba tener unos trece años, con el rostro sudado y una mirada intensa.
–Lo siento, aún no –dijo Cole con pesar.
–La última vez que vino, el señor Keller nos dijo que si recordábamos algo... –comenzó a decir Hanna dando un paso adelante, aunque rápidamente fue interrumpida por su hermana.
–Hanna. No deberíamos hablar de esto con extraños –advirtió ella, observándolos con desconfianza.
–Es nuestro hermano, Rebecca –regañó Micah.
–Deberíamos confiar en nuestros líderes para encontrar a Eli, no en un "rechazado" –murmuró Rebecca antes de alejarse, llevando en brazos a Caleb, el más pequeño. Hanna y Micah la observaron con pesar.
–¿Han recordado algo que podría ayudar a papá? –preguntó Cole, retomando lo que Hanna había comenzado a decir. Ella se mordió el labio inferior, dubitativa.
–Está bien, Hanna –la animó su hermano–. Diles.
–Eli solía acompañar a nuestro padre cuando teníamos que intercambiar productos con la iglesia –comenzó a relatar la niña–. Recuerdo que una vez, cuando volvieron del pueblo, Eli parecía muy inquieto y le pregunté qué le sucedía. Habíamos estado teniendo pérdidas en la cosecha a causa de las plagas, y nuestro ganado había estado sufriendo algunas muertes repentinas. Eli me dijo que se lo comentó a alguien de Blackwood, que le dijo que tal vez nos habían embrujado.
–Nosotros no creemos en esa clase de cosas –explicó Micah–. Pero supongo que Eli comenzó a creerlo.
–Y no sólo eso –añadió Hanna–. Sino que creía que alguien, o algo, acechaba en los graneros.
–¿Qué quieres decir con "alguien o algo"? –preguntó Bonnie, inquieta.
–Las herramientas aparecían fuera de lugar, y en ocasiones encontrábamos restos de comida abandonados –indicó la niña–. Nuestro padre creía que alguno de nosotros era el culpable, pero Eli estaba empeñado en decir que había sido la bruja.
Bonnie y Cole intercambiaron miradas temerosas.
–El día en que Eli desapareció, la leche de los animales se había vuelto ácida –explicó Micah–. Él insistió en que era culpa de la bruja que vivía en el granero. Y dijo que nos lo probaría.
–Pero ninguno de nosotros lo tomó enserio, hasta que esa noche desapareció –sentenció Hanna, afectada.
–¿Le han contado esto a Tom? –preguntó Bonnie.
Ellos negaron con la cabeza.
–Nuestra madre dice que son tonterías –indicó Micah–. Que deberíamos rezar más y pensar menos.
En ese momento, el padre de Cole salió de la casa y soltó un chiflido a modo de llamado.
–¡Deben decírselo! –apremió Cole.
–No podemos –explicó Hanna–. Si descubren que hemos hablado de esto con alguien del exterior, tendremos problemas.
–Pero... –Cole empezó a reprochar.
–Por favor, háganlo por nosotros –les pidió Hanna–. Díganle lo que les hemos contado.
Tom comenzó a caminar hacia ellos con cara de pocos amigos.
–Les dije que se quedaran en el auto –los regañó segundos después, observando a su alrededor inquieto. Las mujeres con las que había hablado llevaron a Hanna y a Micah al interior de la casa–. Vamos, andando –les dijo Tom, arrastrándolos nuevamente al auto, pero en cuanto encendió el motor, Micah apareció junto a la ventana de Bonnie, agitado por haber corrido hasta allí.
–¡Ten! –dijo metiendo el brazo por la ventana–. Encontramos esto en el granero, la misma noche que Eli desapareció. –le entregó una pequeña muñeca hecha de hojas de maíz–. Espero que sirva de algo.
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La risa de la Bruja (borrador)
TeenfikceSaga "El Lobo" Libro 2 "La risa de la bruja" Ha pasado más de un año desde el incidente del matadero. Una pista reveladora. Una muñeca atada con hilo rojo. Y una frase del pasado que revelará el presente: "El Lobo Negro desgarrará la carne y tritu...