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Aquellas palabras golpearon a Renjun como un látigo.

—¿Qué? ¿Esta noche? —se oyó decir, sintiéndose como un estúpido.

No, no esta noche en particular —respondió Yang con pesar— Algunas noches, no sé si muchas o pocas. Lo único que sé es que tiene una aventura. ¡Y todo Seúl lo sabe menos tú!

Se hizo el silencio. A Renjun se le heló el aire en los pulmones, fue como si le clavaran alfileres en el pecho.

—Perdóname, Renjun... —dijo Yang con voz grave, tratando de hablar con suavidad— No creas que me gusta esto, no importa que...

Yangyang iba a decir qué poco le gustaba Jaemin y cuánto le gustaría verlo caer, pero se contuvo. No era ningún secreto que no se gustaban mutuamente, y que sólo se soportaban por Renjun.

— Y no creas que te digo esto sin estar seguro —añadió—. Los han visto en varios lugares. En algún restaurante... ya sabes, demasiada intimidad para que se tratará de una reunión de negocios. Pero lo peor es que los he visto con mis propios ojos. Mi último novio vive en el mismo bloque que Sungkyung Kim, los he visto salir y entrar muchas veces...

Renjun había dejado de escuchar. No dejaba de recordar ciertas cosas, indicios que convertían lo que Yangyang decía en algo demasiado probable para que pudiera tomárselo como si fuera una simple habladuría. Detalles en los que debía haber reparado hacía semanas. Pero había estado demasiado ocupado, demasiado absorto en sus propios asuntos para darse cuenta. Nunca había desconfiado del hombre cuyo amor por él y por sus hijos no había puesto en duda jamás.

En aquellos momentos, se daba cuenta de muchas cosas. El frecuente mal humor de Jaemin, su irritación con él y con los niños, las numerosas veces que se había quedado en su estudio en lugar de subir a acostarse con él.

Se estremeció de la cabeza a los pies. Cerró los ojos y recordó que, otras veces anteriores, Jaemin había querido hacer el amor y él le había respondido que estaba demasiado cansado.

Pero él creía que habían solucionado aquel problema. Pensaba que, desde hacía un par de semanas, desde que Sakuya dormía sin despertarse en toda la noche y él estaba más descansado, todo había vuelto a la normalidad.

Sólo habían pasado unas noches desde que hicieran el amor con tanta ternura que Jaemin se había estremecido entre sus brazos al despertar.

¡Dios... !

—Renjun...

¡No! ¡Ya no podía seguir escuchando a su amigo!

—Tengo que colgar —dijo con voz grave— tengo que dar de comer a Sakuya.

En aquel momento, recordó algo mucho más doloroso que el mal humor de Jaemin. Recordó el delicado aroma de un caro perfume de mujer que una mañana descubrió en una de las camisas de su marido al recogerla para echarla a la lavadora. Estaba impregnado en el algodón de la camisa. En el cuello, en los hombros, en la pechera. El mismo delicado aroma que Renjun había detectado sin reconocerlo desde hacía algunas noches, cada vez que su marido volvía a casa tarde y lo saludaba con un beso. En su mejilla, en el cuello, en el pelo...

¡Qué estúpido había sido!

—No, Ren, por favor, espera...

Colgó bruscamente y el auricular se le cayó de las manos, golpeó sonoramente sobre sus piernas y sobre el suelo y se quedó a los pies de la escalera.

Imaginaba a Jaemin. Lo imaginaba con otra mujer, teniendo una aventura, haciendo el amor, ahogándose en suspiros...

Le dieron náuseas y se cubrió la boca con una mano, apretando el puño contra sus fríos y temblorosos labios.

El teléfono sonó otra vez. Un llanto cansado que provenía de la cocina se mezcló con el sonido del teléfono. Se puso de pie. Poseído de una extraña calma, levantó el auricular y lo volvió a colgar. Luego, con la misma calma, que no era más que una manifestación del profundo choque que acababa de sufrir, lo agarró, lo dejó descolgado y se dirigió a la cocina.

Nada más terminar su cena, Sakuya se durmió. Se tumbó boca abajo, hecho un ovillo, abrazado a un osito de peluche. Renjun se quedó mirándolo un buen rato, aunque sin verlo realmente, sin ver nada en absoluto.

Se le había quedado la mente en blanco.

Echó un vistazo a las habitaciones de los mellizos.

Ryo estaba dormido, con las sábanas arrugadas a los pies de la cama, como siempre, y los brazos cruzados sobre la almohada. Se acercó, le dio un beso y lo tapó. De sus hijos, Ryo era el que más se parecía a su padre, moreno y con una barbilla prominente, señal de su carácter decidido, como el de su padre. Era alto y fuerte, igual que Jaemin a la misma edad, tal y como había visto fotos del álbum de su suegra.

Luego, fue a ver a su hija. Yerin era muy diferente a su hermano mellizo. Al entrar por la mañana en su habitación, se la encontraba siempre en la misma posición en que se había dormido. Yerin tenía el pelo sedoso y rubio, esparcido sobre la almohada. Era el ojito derecho de Jaemin, que no ocultaba su adoración por su princesa de ojos azules. Y la pequeña lo sabía y explotaba la situación al máximo.

¿Cómo podía Jaemin hacer algo que le pudiera doler a su hija? ¿Cómo podía hacer algo que pudiera rebajarlo a ojos de su hijo mayor? ¿Podía ponerlo todo en peligro sólo por el sexo?

¿Sexo? Le dieron escalofríos. Tal vez era algo más que sexo, tal vez era amor, un amor verdadero. La clase de amor por la que un hombre lo traiciona todo.

Pero, tal vez, fuera todo mentira. Una mentira sucia y estúpida, y él estaba cometiendo con él la mayor de las indignidades con tan sólo suponerlo capaz de algo así.

Pero recordó el perfume, y las muchas noches que había pasado fuera, echándole las culpas al contrato de Harvey's.

¡Maldito contrato!

Se tambaleó y salió de la habitación de Yerin para dirigirse a su cuarto, donde, la semana anterior, se habían encontrado de nuevo y habían hecho el amor de una manera muy tierna por primera vez en muchos meses.

La semana anterior. ¿Qué había pasado la semana anterior para que él volviera a el de nuevo? Que él había hecho un esfuerzo, eso es lo que había ocurrido. Él había estado muy preocupado por cómo iba su matrimonio y había hecho un esfuerzo. Había dejado a los niños con su madre y había cocinado el plato favorito de Jaemin. Se había puesto un traje de seda negro y habían cenado con velas.

Sin embargo, recordó la tensión del rostro de Jaemin al estar desnudos en la cama, una tensión que él achacaba a menudo al estrés, y sintió un escalofrío.

Cerró la puerta y se dirigió al cuarto de estar. Se daba cuenta de muchas cosas, cosas que en su estúpida ceguera no había visto hasta entonces.

La fuerza con que le había agarrado por los hombros, en un intento desesperado, pero evidente de guardar distancias. La triste mirada de sus ojos negros mientras observaba su boca. El suspiro con que había recibido su confesión: «Te amo, Jaemin», le había dicho, «siento mucho que haya sido muy difícil vivir conmigo».

Jaemin había cerrado los ojos y. tragada saliva, frunciendo los labios y apretando los puños sobre sus hombros hasta que él sintió dolor. Luego, le había estrechado entre sus brazos y había hundido el rostro en su cuello, pero no había dicho una palabra, ni una sola palabra; Ni una disculpa, ni una declaración de amor, nada.

Pero, habían hecho el amor con mucha ternura, recordaba con un dolor que recorría todo su ser. Fuera cual fuese su relación con la otra mujer, todavía lo deseaba con pasión, con una pasión que no podría sentir por ningún otro hombre.

¿O tal vez sí? ¿Qué sabía él de los hombres? Había conocido a Jaemin con diecisiete años. Había sido su primer amante, su único amante. Él no sabía nada de los hombres.

Y, por lo visto, nada de su marido.

 [ M. F ]      -     Renmin Donde viven las historias. Descúbrelo ahora