5

345 43 17
                                    

Jaemin se quedó hecho piedra. Renjun se apartó de él.

Nadie que lo conociera le habría creído capaz de sentir tanto odio como revelaban sus ojos. Jaemin estaba atónito, tratando de digerir el horror que contenía aquella mirada.

Sin decir nada más, Renjun dio media vuelta y salió de la habitación. Se detuvo en la puerta de la habitación que compartía con Jaemin y luego, se dirigió a la habitación de Sakuya.

El niño ni se movió cuando entró. Renjun se acercó, se inclinó sobre la cuna y se quedó mirando a su hijo preguntándose si el intolerable dolor que sentía en su interior lo haría enfermar.

Luego, el dique que contenía sus emociones se rompió y con un sollozo cayó sobre la cama que sería de Sakuya cuando creciera. Se arropó con la manta y ahogó su llanto en la almohada, para que nadie lo oyera.

La mañana comenzó con el gorjeo de Sakuya, que, completamente despierto, pataleaba alegremente en su cuna. Renjun tardó unos instantes en darse cuenta de por qué estaba durmiendo en aquella habitación.

Sintió que algo se rompía en su interior al recordar la noche anterior, pero, a los pocos instantes, experimentó una gran calma, se sentía vacío, hueco.

Se levantó y frunció el ceño al darse cuenta de que llevaba la misma ropa del día anterior. Se llevó la mano a la cabeza. Tenía aún el pelo recogido con una goma. Se la quitó y sacudió la melena. Tenía un aspecto desastroso y se sentía muy mal. Ni siquiera se había molestado en quitarse las zapatillas de deporte para dormir. Se sentó en la cama y se las quitó.

En aquel momento, el niño se dio cuenta de su presencia y dio un gritito de alegría.

Renjun se inclinó sobre la cuna. La sonrisa de su hijo fue como un bálsamo para su triste corazón. Por unos instantes, se sumergió en la alegría que suponía disfrutar de su hijo. Le dio unos golpecitos en el vientre y murmuró las cosas que los padres suelen decirles a sus hijos, y que sólo ellos y sus hijos entienden.

Aquello le pertenecía, se dijo. No importaba qué cosas querría arrebatarle o concederle la vida, jamás podría quitarle el amor de sus hijos.

«Esto», se dijo, «es sólo mío».

Sakuya estaba empapado. Renjun le quitó el pañal antes de sacarlo de la cuna.

Sakuya siempre estaba alegre por las mañanas. No dejó de gorjear y moverse cuando lo llevó al baño, para limpiarlo y refrescarlo.

Lo sacó, lo envolvió en una toalla y volvió a su habitación para vestirlo.

Normalmente, lo habría llevado a la cocina para darle el desayuno sin siquiera vestirlo y sin vestirse él. Normalmente, lo hacía cuando los niños se habían ido al colegio y su marido a trabajar, pero no podía despertar a los mellizos con aquel aspecto. Le preguntarían por qué tenía una pinta tan desastrosa sin el menor rubor.

Hizo acopio de valor y abrió la puerta de su habitación. Sabía que Jaemin sólo estaría medio dormido. Entró sin hacer ruido y miró hacia la cama, sumida en la penumbra del amanecer.

No estaba allí. Oyó ruido en el baño y Jaemin apareció al cabo de un instante.

Llevaba una camisa blanca y pantalones grises. En cuanto lo vio, se detuvo bruscamente.

Desde que lo conocía, Renjun nunca se había sentido tan vulnerable en su presencia. Era consciente de su desamparado aspecto: de sus ojos enrojecidos por el llanto, de la palidez de su semblante y de sus cabellos enredados.

También estaba alerta ante él. Observaba lo alto que era, la fortaleza de su cuerpo y sus músculos esbeltos. El ancho pecho, las caderas estrechas y las piernas largas y poderosas...

 [ M. F ]      -     Renmin Donde viven las historias. Descúbrelo ahora