☪┃ᴄᴏɴᴠᴇɴᴛ «𝗣𝗝𝗠»⁴

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Gracias a la fortaleza de su fe, a su carisma y a la sensualidad de su cuerpo, sor Jiyu parece destinada a ser encumbrada a los altares

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Gracias a la fortaleza de su fe, a su carisma y a la sensualidad de su cuerpo, sor Jiyu parece destinada a ser encumbrada a los altares. Sin embargo, la joven abadesa pronto descubrirá que la semilla de la traición brota allá donde una menos se lo espera.

Agradecido por el bienestar físico y espiritual que la abadesa le brindaba, el padre confesor quiso también hacer un obsequio a sor Jiyu y, en contra de la costumbre, le permitió dar el sermón previo a la misa. Según el dictado del apóstol San Pablo, desde los primeros tiempos, la Iglesia prohibía a las mujeres predicar, enseñar o hablar en la casa de Dios. «Como en todas las iglesias, cállense las mujeres en las asambleas, porque no les corresponde a ellas hablar, sino vivir sujetas, y si en algo dudan, que en casa pregunten a sus maridos», [Pablo. 1 Cor. 14. 33-35]. 

A partir de entonces el padre confesor empezó a visitar con mayor regularidad el convento de la Madre de Dios bajo el pretexto de escuchar y sancionar los sermones que la abadesa daba a sus hermanas de la congregación. Tampoco era que el cura tuviera de qué preocuparse, pues sor Jiyu no predicaba con el ejemplo precisamente. Mientras en sus homilías la religiosa exhortaba a sus hermanas a llevar una vida piadosa de palabra, obra y pensamiento, en la intimidad de sus aposentos la abadesa había adquirido un insano gusto por la sodomía. 

Y es que si al finalizar la eucaristía el resto de religiosas debía purificar su alma flagelándose con las fustas de colas, sor Jiyu recibía en cambio su penitencia de mano del padre confesor. En su celda, la abadesa aguardaba con inquietud la entrada del párroco, temiendo y deseando a la vez aquel suplicio redentor. De improviso, los labios del atractivo sacerdote derretían su piel con un beso suave, tan dulce como prohibido. Colocado tras ella, Jimin la agarraba con firmeza de la cintura, pegándole la polla al trasero, acercándose peligrosamente a su cuello, insinuando sus dientes cual longevo vampiro. 

Pero la ansiedad por recibir su penitencia se imponía, y la abadesa se postraba para recibir el purificador dolor de la fusta. Uno tras otro los restallidos iban tiñendo su trasero de dolor, dolor que tenía para la religiosa el catártico valor de la redención. Sor Jiyu era consciente de la debilidad de su alma, de su ambición y gusto por el poder, y de los afectos vergonzosos que sentía por algunas de sus hermanas, en especial por la joven Anita. Silenciada la fusta, llegaba el canto de los gemidos. Jimin se untaba el meñique en pringue y, después de un excitante masaje anal en espiral, lo introducía en el recto de la religiosa. 

En ese punto, la abadesa ya no era capaz de privarse de nada, ni siquiera de levantarse las sallas, separar las piernas y comenzar a acariciar su sexo. Después, cuando los gemidos avisaban del momento oportuno, el índice reemplaza al pulgar, y cuando éste entraba y salía casi sin resistencia lo releva el dedo medio. La abadesa se mordía los nudillos para enmascarar sus emociones, pues era consciente de que su esfínter comía con gusto de aquel manjar. Su rostro, apoyado de lado sobre el colchón, se enmarañaba con sus cabellos, las mejillas arreboladas, los labios entreabiertos respirando con intensidad y los ojos entrecerrados en un gesto de desconcierto al notar un dúo de dedos actuar en su trasero.

«𝗕𝗧𝗦» 𝐃𝐈𝐑𝐓𝐘 & 𝐇𝐎𝐓 𝐒𝐇𝐎𝐓'𝐒 (+21)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora