El comienzo de un viaje

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Ha sido culpa mía -dijo Shail, lleno de remordimientos-. Por todo lo que le dije. Le hice pensar que era una carga para mí, y... no era verdad. Maldita sea...
Se habían reunido junto al río, lejos de oídos indiscretos. Sabían que no tardaría en llegar al Archimago y los Venerables la noticia de que Jack y Victoria se habían marchado; y entonces ellos, lo que quedaba de la Resistencia, tendrían que contestar a muchas preguntas. Tal vez no tuvieran otra oportunidad para hablar entre ellos y decidir lo que debían hacer.
-No es culpa tuya, Shail -murmuró Allegra-. Por mucho que nos cueste aceptarlo, creo que han tomado la decisión correcta.
-Entonces, Victoria se ha ido con Jack -dijo Alexander, para asegurarse-. No con Christian.
Allegra asintió. Shail todavía parecía confuso, pero su compañero sonrió, satisfecho.
-Jack cuidará de ella -aseguró-. Sabe arreglárselas bien. Shail negó con la cabeza, apoyándose torpemente en el bastón que le habían proporcionado, y que aún no manejaba con soltura.
-No es lo mismo. Este no es su mundo, Alexander. Aunque ellos dos proceden de Idhún, nunca han vivido aquí, no conocen este lugar. Para Jack y Victoria es un mundo nuevo, igual que lo fue la Tierra para nosotros, cuando llegamos allí. Pero nosotros teníamos Nimbad, y ellos no tienen nada. Por no hablar del hecho de que, en cuanto Ashran sepa que han abandonado el bosque de Awa, removerá cielo, tierra y mar para encontrarlos.
-¿Creéis que puede llegar a adivinar adónde van?
-Ashran debe de saber hacia dónde se dirige Christian -dijo Allegra-. Estoy empezando a pensar que Gaedalu tenía razón, y ese muchacho no escapó de la Torre de Drackwen por casualidad. Puede que su padre todavía tenga planes para él, así que alejarse de nosotros es lo más inteligente que ha podido hacer, si de verdad quiere proteger a Victoria. En cuanto a ellos...
-Todos esperan que Jack y Victoria lideren la rebelión contra el Nigromante -reflexionó Alexander-, no que se escondan en el más remoto lugar del mundo, donde nadie puede acogerlos ni apoyarlos en su lucha.
-¿Qué debemos hacer, pues?
-Debemos hacerles creer que van a hacer lo que se espera de ellos -decidió Alexander-. Ir a Vanissar, iniciar una rebelión, apoyar al Archimago en su absurda cruzada si es necesario... todos deben saber que el dragón y el unicornio no están lejos de nosotros y que llegarán para luchar a nuestro lado en el momento oportuno. Que la Resistencia sigue unida, y que todo el mundo sepa exactamente dónde está. Para que Ashran se centre en nosotros a la hora de buscar a Jack y a Victoria.
-¿Crees que caerá en la trampa?
-No lo sé, pero debemos intentarlo. Y, aunque no fuera así, si le ponemos las cosas difíciles no tendrá más remedio que prestarnos atención.
-De acuerdo -aceptó Allegra-. Sigamos con el plan y vayamos a Vanissar. ¿Shail?
El mago la miró, dubitativo.
-Eso implica ir en la dirección contraria a la que ellos han tomado -dijo.
-Lo sabemos. ¿Querrías haber ido con ellos? -preguntó Allegra con suavidad.
-Los habría retrasado -admitió Shail a regañadientes, echando un vistazo al lugar donde antes había tenido la pierna izquierda-. Aun así... hay otra cosa que me preocupa, y es esa dichosa profecía. -Alzó sus ojos castaños para mirar fijamente a sus amigos-. Hemos tardado años en saber que un shek estaba también implicado en ella. Me pregunto qué más cosas nos ocultan los sacerdotes... y si hay algo más en esa profecía que debamos saber.
Allegra y Alexander asintieron, sombríos.
Fue un día muy complicado para la Resistencia. En cuanto las hadas informaron de que, junto con el shek, también habían desaparecido Yandrak y Lunnaris, tanto la Madre como el Archimago pensaron que Kirtash les había tendido una trampa y se las había arreglado para acabar con ellos. Pero sus amigos, aunque parecían preocupados, no se mostraban en absoluto tristes o desesperados, por lo que Gaedalu no tardó en darse cuenta de que ellos sabían más de lo que querían admitir. Cuando les preguntó al respecto, fue Alexander quien tomó la palabra:
-Kirtash no tiene nada que ver con esto -declaró-. Jack y Victoria se han ido por voluntad propia.
-¿Ellos solos? -dijo Qaydar, entornando los ojos.
Alexander lo miró un momento. No confiaba en el Archimago, y su obsesión por reconquistar la Torre de Kazlunn no mejoraba las cosas. Pero tendría que convencerlo, al menos a él, para que apoyara a la Resistencia. De modo que dijo, escogiendo con cuidado las palabras:
-Se han ido solos porque aquí estaban en peligro. Ashran sabía dónde se ocultaban, y es cuestión de tiempo que el bosque de Awa caiga en sus manos, como cayó la Torre de Kazlunn.
El rostro del Archimago se contrajo en una mueca de odio. Pero calló, y esperó a que Alexander siguiera hablando.
-Tenemos que organizar una rebelión -prosiguió el joven-. Tenemos que reunir un ejército para luchar contra Ashran. Y, cuando estemos preparados, Yandrak y Lunnaris volverán con nosotros, para liderar el ataque, para... para reconquistar la Torre de Kazlunn si es necesario -añadió-. Pero no ahora. Todavía no somos fuertes, aún no estamos organizados. Si Ashran nos ataca, es mejor que el dragón y el unicornio no se encuentren con nosotros, porque hay muchas posibilidades de que logre acabar con ellos.
«Ashran no podrá acabar con ellos -dijo Gaedalu-. Son los héroes de la profecía.»
-Incluso los héroes pueden morir -replicó Alexander con frialdad-. Yo he visto crecer a esos chicos, los he visto enfrentarse a situaciones difíciles y salir triunfantes; pero también sé que son vulnerables. Si Yandrak y Lunnaris son la única esperanza que nos queda, debemos protegerlos hasta que estén preparados, no lanzarlos a las garras de Ashran a la primera oportunidad. Hoy por hoy, nuestro enemigo es aún más fuerte que nosotros.
«Habrían estado seguros en el Oráculo...»
-...El primer lugar donde Ashran los buscaría -intervino
Allegra.
Los ojos oceánicos de Gaedalu se centraron en ellos. «¿Acaso sabéis adónde han ido?», preguntó.
Alexander alzó la cabeza y la miró fijamente, y no titubeó cuando dijo:
-No.
Shail se esforzó por reprimir su perplejidad. Alexander jamás mentía. Era algo que estaba prohibido por el código de honor de la orden de caballería a la que pertenecía. El mago se obligó a sí mismo a recordar que en los dos años que había pasado alejado de la Resistencia habían cambiado muchas cosas... y que su amigo ya no era el príncipe Alsan que había conocido.
Gaedalu entrecerró los ojos, intentando sondear sus pensamientos. Pero se topó con una barrera impenetrable. Tal vez un shek habría podido leer la verdad en la mente de Alexander, pero los poderes mentales de los varu eran limitados, y Alexander tenía una voluntad de hierro.
Ha-Din, sin embargo, desvió la mirada, turbado. Sabía perfectamente que Alexander estaba mintiendo, y el joven se preguntó si los delataría. Pero el Padre permaneció callado.
-¿Por qué deberíamos creer en ti? -intervino el Archimago-. Eres un príncipe sin reino. Y ya no eres el caballero que partió al otro mundo. Recuerdo cómo eras entonces. No tenías el cabello de color gris, y tus ojos eran diferentes. Detecto en ti una huella de magia negra.
-Los esbirros de Ashran hicieron de mí lo que soy ahora -admitió Alexander; pero no dio detalles-. No les estoy agradecido por ello. Ardo en deseos de hacérselo pagar. Venganza. Aquél era el lenguaje que Qaydar entendía. Asintió; pero todavía lo miraba con desconfianza. Allegra dio un paso al frente.
-Yo estoy con él, Qaydar. Si no puedes confiar en un no iniciado, al menos escúchame a mí. Es cierto que no soy Archimaga, pero tuve a mi cargo una torre de hechicería, y sé lo que es perderla. Deseo recuperar lo que Ashran nos ha arrebatado. Yo voy con el príncipe Alsan al norte, a Vanissar, para iniciar una rebelión desde allí.
Gaedalu los miró con resentimiento.
«Magos -dijo-. Siempre pensando en vuestros propios ¡ni(-reses. No os apoyaré en vuestra locura. Regresaré al Oráculo N rezaré a los dioses para que Yandrak y Lunnaris recobren la cordura y acudan a nosotros.»
Shail alzó la cabeza bruscamente para mirar a Zaisei, que estaba de pie tras Gaedalu, junto con el resto de sacerdotisas de su séquito. La joven celeste sostuvo su mirada un momento, pero después volvió la cabeza hacia otro lado. Shail sabía que Zaisei no los acompañaría a Vanissar, pues su lugar estaba en el Oráculo, con sus superiores. Eso significaba que tendrían que separarse, apenas dos días después de haberse reencontrado. Una vez más, el mago percibió el alto muro que los separaba.
Gaedalu dio media vuelta y se alejó en dirección al río, seguida de las sacerdotisas. Zaisei no volvió la cabeza ni una sola vez, pero Shail no apartó la mirada de ella hasta que el grupo se perdió en las sombras de la floresta.
-No deberíais haber dejado marchar a Lunnaris -les reprochó entonces el Archimago, con un brillo de cólera palpitando en sus ojos-. Ella podría haber otorgado la magia a más gente, podría haber sido un arma muy valiosa para nuestra lucha...
-No está preparada -cortó Allegra, con rotundidad-. Todavía no sabe cómo entregar la magia como hacen los unicornios, Qaydar. Precipitar las cosas habría supuesto perderla para siempre. Lo sabes tan bien como yo.
El Archimago la miró un momento, sombrío. Entonces dijo con sequedad:
-Reuniré a los magos para comunicarles lo que ha sucedido.
Miró a Allegra, esperando que replicara, o que exigiera ser ella misma la portavoz de la Orden. Aunque Qaydar era un Archimago, y su poder era mayor que el de ella, Allegra había estado al mando de una escuela de hechicería, y era, por tanto, superior a él en rango, según las jerarquías de la Orden Mágica. Pero Allegra sonrió e inclinó la cabeza, en señal de conformidad, aceptando así a Qaydar como líder de lo que quedaba de la comunidad de magos. El Archimago la miró un momento, suspicaz, preguntándose tal vez si Allegra trataría de arrebatarle el mando más adelante. En cualquier caso, ahora no parecía tener interés en enemistarse con él, de manera que asintió y se alejó del grupo, en dirección opuesta a la que habían tomado Gaedalu y sus acompañantes.
Allegra lo vio marchar y suspiró, preocupada. No veía a Qaydar capacitado para liderar la Orden Mágica; pero su larga estancia en la Tierra había menguado mucho su poder, y por el momento no estaba en condiciones de enfrentarse a él.
-Acabamos de reunirnos y ya estamos divididos -sonó una voz suave tras ellos, sobresaltándolos-. Mala cosa.
Shail, Allegra y Alexander se dieron cuenta entonces de que Ha-Din, el Padre de la Iglesia de los Tres Soles, seguía estando allí.
-¿Y vos, Padre? -preguntó Alexander, inquieto-. ¿Acompañaréis a la Madre hasta el Oráculo?
Ha-Din negó con la cabeza.
-Estamos construyendo un nuevo templo en el corazón del bosque -explicó-. Los trabajos avanzan lentos, porque hemos de respetar el deseo de los feéricos de no destruir ni un solo árbol, pero, en cualquier caso, debo estar aquí para dirigirlo todo. La Iglesia de los Tres Soles necesita un nuevo Oráculo.
-Tal vez haya llegado el momento de volver a reunir a las dos Iglesias en una sola -dijo Allegra con suavidad.
Ha-Din rió apaciblemente.
-Me temo que no lo verán mis ojos, hechicera. Tal vez si el Gran Oráculo continuase en pie, habría alguna posibilidad de que eso sucediera. Pero la Madre tiene miedo, mucho miedo, y se encerrará en sí misma y en su templo, sin fuerzas para tratar de cambiar las cosas...
-... esperando que Jack y Victoria hagan todo el trabajo -cortó Shail con brusquedad.
Ha-Din le dirigió una mirada de honda comprensión.
-Sí; y me temo que esos dos chicos tienen una ingente tarea por delante. Esperemos que _Jack encuentre en Awinor lo que anda buscando, porque si no lo hace... nadie más podrá plantarle cara a Ashran, ni ahora, ni nunca.
Shail y Alexander lo miraron, perplejos. Allegra sonrió.
-Vuestra fama no os hace justicia, Padre -dijo-. Es cierto que leéis en el corazón de las personas como en un libro abierto. Apenas habéis hablado un par de veces con Jack, y ya conocéis las dudas que alberga su corazón.
Ha-Din sonrió con dulzura.
-Pobres chicos. A veces es difícil aceptar los designios de los dioses. Y el camino que han trazado para ellos haría vacilar a personas más poderosas, mayores y sabias.
-Padre -dijo entonces Shail, respirando hondo-. Necesitamos saberlo. ¿Qué dice exactamente la profecía? Hubo un breve silencio.
-Nadie lo sabe -dijo entonces el celeste-. Los Oráculos hablan, y nosotros escuchamos. Entendemos algunas cosas... nunca todo lo que dicen. Cuando los Oráculos hablaron acerca de Ashran, sí comprendimos lo esencial del mensaje: que una nueva Era Oscura llegaría a Idhún, y que sólo la magia de un unicornio y el poder de un dragón combinados lograrían hacerle frente... Y que sería un shek quien les mostraría el camino.
-¿ ...les abriría la Puerta?
-Tal vez. Los Oráculos no hablan como nosotros, muchacho. Podernos interpretar sus palabras de muchas maneras.
»Meses antes de la conjunción astral, las voces de los Oráculos solicitaron la comparecencia de los superiores de ambas Iglesias. Y cuando estuvimos allí, reunidos bajo la cúpula del Gran Oráculo, los dioses hablaron de nuevo.
»Sólo seis personas escuchamos la profecía de los Oráculos, Shail. De esas seis personas, tres están muertas. La cuarta era alguien cercano a Gaedalu, y a quien yo sólo conocía de vista. Las otras dos somos la Madre y yo. Y cada uno de nosotros tres te recitaría la profecía con distintas palabras... aunque estemos de acuerdo en lo esencial.
-Eso no me basta -dijo Shail-. Necesito saber qué va a pasar exactamente y cuál es el papel de Victoria en todo esto. Si le sucede algo, será responsabilidad mía... por haberla sacado de su mundo para traerla hasta aquí, por haberla obligado a participar en una guerra que no es la suya.
Hubo un breve silencio.
-Esa alma humana que late en ellos... -suspiró Ha-Din-. Puede ser su salvación, o su desgracia.
-¿Hay alguna manera de volver a escuchar la profecía de los Oráculos? -preguntó Alexander.
-Como sólo queda un Oráculo en pie, y ése pertenece a la Iglesia de las Tres Lunas, tendríais que hablarlo con la Madre. De todas formas, en quince años las voces de los Oráculos sólo han vuelto a mencionar la profecía en una ocasión.
-¿Nadie registró aquellas primeras palabras por escrito? -quiso saber Shail.
-Sí, hubo alguien que lo hizo... El Gran Oráculo fue destruido tiempo después, pero conseguimos salvar ese registro, que se halla en el Oráculo de Gantadd, junto con la trascripción de lo que llamamos la Segunda Profecía.
-¿La Segunda Profecía? -repitieron Shail y Alexander, a la vez.
Ha-Din asintió, con una serena sonrisa.
-¿Aún no lo habéis comprendido? La primera vez que los Oráculos hablaron, mencionaron sólo a un dragón y un unicornio. Lo he comentado muchas veces con Gaedalu, hemos consultado los registros de la profecía en muchas ocasiones, y parece evidente que los Oráculos no hablaron del shek en ningún momento.
»Fue mucho tiempo después, cuando la conjunción astral ya se había producido, cuando los dragones y los unicornios habían sido casi completamente exterminados, cuando Yandrak y Lunnaris ya habitaban en otro mundo... entonces, las voces de los Oráculos hablaron de nuevo. Repitieron la profecía que ya conocíamos... y añadieron la intervención del shek. En esa ocasión, sólo tres personas la escuchamos: Gaedalu, una sacerdotisa de Irial y yo. Esa sacerdotisa también había estado presente en la primera profecía. Por lo que sé, falleció hace un par de años. Así que sólo quedamos Gaedalu y yo, y el registro que se hizo por escrito de aquellas palabras, y que permanece en el Oráculo de Gantadd. Puede que esas anotaciones sean más fiables que nuestra memoria, dado que fueron realizadas por alguien acostumbrado a escuchar la voz de los dioses. No lo sé.
Hubo un breve silencio, mientras todos meditaban acerca de aquellas palabras.
Allegra miró a Shail.
-Alguien tendría que acompañar a las sacerdotisas de vuelta al Oráculo -dijo significativamente.
Shail entendió lo que quería decir. Se volvió hacia Ha-Din y Alexander, y vio que ambos lo miraban también. Enrojeció.
-¿Por qué yo? -preguntó, aunque sabía cuál iba a ser la respuesta.
Ha-Din lo miró con una chispa de risa en sus enormes ojos azules.
-Lunnaris también viaja hacia el sur -dijo-. Tendrás posibilidades de encontrarte con ella si te unes al séquito de la Madre. Pero no era ésa la única razón por la cual era Shail quien debía acompañarlas, y todos lo sabían. El corazón se le aceleró.
-¿Me lo permitirá?
-Lo hará, porque yo se lo pediré -respondió el Padre-. Me lo debe; al fin y al cabo, aunque los Oráculos de la tríada solar hayan sido destruidos, los tres dioses todavía existen, y yo sigo siendo el Padre de su Iglesia.


Jack y Victoria tardaron todo el día en alcanzar las estribaciones de la Cordillera Cambiante. Se habían cubierto con las capas de banalidad y habían caminado río arriba, todo lo deprisa que podían, sin apenas detenerse a descansar. Tenían la sensación de que estaban huyendo... y no precisamente de Ashran. No se sintieron a salvo hasta que encontraron refugio bajo una gran roca al pie de la cordillera. Entonces, se dejaron caer sobre el suelo, _jadeantes, y se quitaron las capas enseguida.
-Detesto esta cosa -dijo, Jack-. Me agobia muchísimo; parece mentira que pese tan poco.
Victoria no dijo nada. Estaba demasiado cansada. Jack la miró, con cariño.
-Todavía estás a tiempo de volver atrás.
-No te librarás de mí tan fácilmente -sonrió ella.
Sacó de su bolsa el mapa que su abuela le había dado y lo extendió en el suelo, frente a ellos, mientras Jack rebuscaba en su propio zurrón hasta encontrar un par de grandes frutas de color azulado. Le tendió una a Victoria, que la aceptó, agradecida.
-Esto es Awinor -dijo ella, señalando el extremo sur de la tierra representada sobre el mapa-. Nosotros estamos aquí. -Señaló otro punto, una enorme mancha verde en el noreste.
Los dos contemplaron en silencio la distancia que separaba ambos puntos. Era más de medio continente.
-Tardaremos semanas en llegar -dijo Jack, abatido-. Ojalá pudiera transformarme en dragón; entonces podría llevarte volando.
-Y atraerías la atención de todas las serpientes de Idhún -hizo notar Victoria juiciosamente-. No me parece buena idea.
Aunque sea un largo camino... yo estoy dispuesta a recorrerlo contigo. -Lo miró un momento, seria-. Lo sabes, ¿verdad?
-Todavía me cuesta un poco asimilarlo -reconoció Jack, sonriendo.
Se centraron de nuevo en el mapa. Sabían que podían seguir dos rutas hasta Awinor; una de ellas atravesaba la Llanura Celeste y el desierto de Kash-Tar, y la otra suponía recorrer, de norte a sur, todo Derbhad, la tierra de los feéricos. A simple vista esta opción parecía la más segura, pero a Victoria la preocupaba que pudieran encontrarlos con más facilidad en un lugar más poblado y que, por lo que ella sabía, estaba muy vigilado por los sheks. No en vano, los feéricos se negaban a reconocer a Ashran como señor, y por consiguiente su imperio los tachaba de renegados. Por otra parte, el desierto, aunque fuera más peligroso, parecía el mejor lugar para perderse.
Finalmente optaron por una solución intermedia. Seguirían la Cordillera Cambiante hacia el sur, sin alejarse de ella y, por tanto, sin adentrarse en Derbhad, caminando, pues, por la frontera entre el país de los feéricos, al este del continente, y Celestia, la gran región central. Además, dijo Jack, a los pies de la cordillera había rocas y cuevas donde esconderse, y multitud de arroyos que descendían por entre las piedras, y que les proporcionarían agua en abundancia y, seguramente, también comida.
Cuando volvieron a guardar el mapa ya se había hecho de noche, y las tres lunas brillaban sobre ellos. Ayea, la más pequeña, un astro de un suave color rojizo, acababa de emerger tras el horizonte. Jack tendió su capa sobre el lecho de musgo y se tumbó sobre ella, a una prudente distancia de Victoria, para dejarle intimidad. Pero la muchacha se acurrucó junto a él, buscando su calor, y apoyó la cabeza en su pecho. Sonriendo, Jack la abrazó.
-¿Estás cómoda así?
-Mucho -suspiró ella, ya medio dormida.
La sonrisa de Jack se ensanchó.
-Descansa; mañana tenemos un largo camino por recorrer...
«A lo largo de la Cordillera Cambiante», recordó. Pensó de pronto que aquél era un nombre extraño.
-Victoria, ¿por qué la llaman «la Cordillera Cambiante»?
-No lo sé -bostezó ella-. Se lo preguntaré a Shail la próxima vez que lo vea.
Jack vio cómo, antes de cerrar los ojos definitivamente, Victoria besaba con cariño la piedra del anillo que llevaba puesto, el anillo que Christian le había regalado. Pero, por una vez, sintió celos. Sabía que era su manera de darle las buenas noches al amigo ausente. Alguien de quien se había separado para acompañarlo a él, a Jack, en un largo e incierto viaje.
«Cuidaré de ella, Christian -pensó-. Igual que habrías hecho tú.»


Christian no había tenido muchos problemas a la hora de atravesar el bosque de Awa, pese a toda la gente que lo estaba buscando. Se había deslizado por entre los árboles como una sombra y no había tardado en alcanzar el límite de la floresta.
Una vez allí, se había transformado en shek.
Sabía que era arriesgado, pues los otros sheks lo descubrirían más fácilmente que si avanzase por tierra, bajo su aspecto humano. Pero sentía la urgente necesidad de transformarse, de volar, de olvidar, por unos instantes, aquella dolorosa humanidad.
Fue como si algo estallara en su interior. La serpiente que había en él chilló de júbilo pero, sobre todo, de alivio. Los últimos días habían estado plagados de emociones, emociones que habían afianzado el dominio de su alma humana, y el shek se había sentido ahogado por ella. Y, batiendo sus poderosas alas, se hundió en el inmenso cielo violáceo, bañado en la luz de las tres lunas, en dirección a Nanhai, la tierra de hielo, el país de los gigantes.
Por si acaso, decidió desviarse hacia el mar, y seguir la línea de la costa. Era un camino un poco más largo, pero sabía que tenía menos posibilidades de encontrarse con otros sheks si sobrevolaba el océano que si atravesaba los cielos del país de los humanos.
Incluso así, transformado en shek, no pudo evitar acordarse de Victoria. Cerró los ojos un momento para percibir las emociones que le transmitía Shiskatchegg, el anillo que brillaba en el dedo de la muchacha. Sintió calma, serenidad, descanso... felicidad.
Christian asintió para sí. Así debía ser. Victoria estaba a salvo con Jack, él cuidaría de ella. Aquel irritante dragón no podía ni imaginar que el único motivo por el cual seguía vivo, la única razón por la que Christian no lo había matado cuando tuvo ocasión, eran aquellos sentimientos que provocaba en Victoria. Jack le daría a la joven compañía, amistad, confianza, seguridad... todo aquello que Christian no podría ofrecerle jamás. «Pero si le pasa algo a Victoria -se prometió a sí mismo, sombrío-, juro que seré yo mismo el encargado de matarte.»


Gaedalu y sus sacerdotisas se pusieron en marcha al anochecer, y Shail se unió a su grupo. Montaban todos a lomos de paskes, enormes animales de pelaje rayado y tres cuernos en la frente, sorprendentemente cómodos y rápidos. Claro que ninguna montura sería lo bastante veloz para ellos si los sheks los descubrían, pero en aquel sentido la presencia de Shail pronto demostró ser útil al grupo; a pesar de que todavía se sentía muy débil, efectuó un hechizo de camuflaje que los hizo mimetizarse contra el suelo sobre el que se movían. De cerca, un observador atento podría ver a la comitiva; pero, desde el cielo y por la noche, podría pasar inadvertida a los ojos irisados de un shek.
Zaisei no dijo nada cuando vio que Shail se unía a ellas. El mago tampoco intentó acercársele. Sabía que estaba molesta con él por haber dejado que Jack y Victoria abandonaran el grupo. Zaisei estaba convencida de que Gaedalu tenía razón, y que el lugar más seguro para ellos era el Oráculo de Gantadd, que se suponía protegido por las tres diosas.
Shail no podía culparla por ello. La fe de Zaisei en los dioses era sincera y profunda, y él no era quien para tratar de arrebatársela. A1 fin y al cabo, pensó con amargura, era mejor creer en algo, en cualquier cosa, que no creer en nada.
Y él ya estaba dejando de creer en la profecía.


Cuando Victoria abrió los ojos aquella mañana, se encontró todavía en brazos de Jack Tardó un momento en recordar dónde estaba y todo lo que había pasado. Se sintió inquieta, pero la presencia de Jack la reconfortó. Alzó la cabeza y vio que él la estaba mirando.
-Buenos días -sonrió el chico.
Victoria parpadeó y se frotó un ojo, sonriendo a su vez.
-Buenos días. ¿Cuánto tiempo llevas despierto? -Un rato. ¿Qué tal has dormido?
Victoria se recostó contra él y respiró profundamente. Parecía mentira. Estaba perdida en un mundo extraño, con un poderoso nigromante y toda una raza de serpientes aladas que riendo matarla y, sin embargo, sentía que aquella mañana era la más feliz de su vida.
-De fábula -dijo ella con sinceridad; tenía la vaga sensación de que había hecho frío, pero la cálida presencia de Jack la había resguardado del relente de la noche-. Ahora sólo necesito... un cuarto de baño -bromeó.
-Ahora mismo voy a buscarte uno -respondió Jack sonriendo.
Se separó de ella para ponerse en pie de un salto, y Victoria lamentó que el momento hubiera acabado. Se obligó a sí misma a recordarse que no estaban de vacaciones, y que tenían un largo viaje por delante.
Jack parecía radiante. Sonreía de oreja a oreja mientras sacudía la capa para quitarle los restos de tierra y ramas. Victoria pensó que nunca lo había visto tan feliz.
Lo miró salir del refugio, silbando por lo bajo. Sonrió de nuevo. A pesar de todo lo que había pasado, sentía que no podía parar de sonreír.
Entonces, de pronto, Jack dejó de silbar y lanzó una exclamación de sorpresa. A Victoria se le congeló la sonrisa en los labios. Se levantó de un salto, cogió su báculo y salió corriendo para reunirse con él.
Pero su amigo no estaba en peligro, o al menos no lo parecía. Se había quedado de pie, unos metros más allá, y miraba a su alrededor, atónito. Victoria se reunió con él.
-Jack, ¿qué...?
Las palabras murieron en sus labios.
Estaban rodeados de montañas. Por todas partes. Altos y escarpados picos parecían haberse comido la suave llanura que habían atravesado la tarde anterior. Aquel paisaje no se parecía en nada al que ellos recordaban. Los dos atina volvieron la cabeza para mirar a la roca que les había servido de refugio. Estaba allí, seguía siendo la misma. No, ellos no se habían movido; era la cordillera entera la que había cambiado de sitio durante la noche.
-Ya sabemos por qué la llaman «la Cordillera Cambiante» -pudo decir Victoria.
A Jack le entró la risa floja. Victoria lo miró, desconcertada.
-¿Qué te hace tanta gracia?
El chico intentó serenarse.
-Perdona, es que todo esto es muy raro. Si me lo tomo en serio terminaré por volverme loco.
Victoria acabó por echarse a reír también. Cuando los dos se calmaron, la muchacha trató de pensar con objetividad.
-Pero, si va a seguir cambiando, ¿cómo vamos a orientarnos?
-Por la posición de los soles. Salen por el este, igual que el sol de la Tierra. La buena noticia -añadió, sonriendo de nuevo es que las montañas han traído el cuarto de baño que buscabas. Mira, ese arroyo no estaba allí anoche. Por lo menos podremos lavarnos un poco.
Victoria sonrió. El buen humor de Jack resultaba contagioso. Ni siquiera aquel desconcertante lugar conseguía empañar su felicidad. «Está contento porque estamos los dos juntos, solos», pensó, conmovida. También ella se sentía feliz de estar con él. Pensó entonces en Christian, y se preguntó si estaría bien. Se dio cuenta enseguida de que sí. «Si le pasara algo malo, yo lo sabría inmediatamente», se dijo, acariciando con un dedo el Ojo de la Serpiente. Sintió una oleada de nostalgia, cerró los ojos y evocó la mirada de los ojos azules de Christian. El dolor de su ausencia la atravesó como una afilada daga, pero se esforzó por sobreponerse. «Christian está bien -se recordó a sí misma. Sabe cuidar de sí mismo. Y está conmigo. De alguna manera.» Volvió a besar el anillo, y se sintió un poco mejor.
Sonriendo, siguió a Jack hacia el arroyo.


Al cabo de varios días de viajar a través de la Cordillera Cambiante Jack y Victoria perdieron la noción del tiempo.
A lo largo de los días veían moverse las montañas. O, mejor dicho, no las veían, pero sí percibían los cambios. Un picacho que habían tenido a la derecha toda la mañana de repente aparecía tras ellos; una montaña les cerraba de pronto el paso, obligándolos a desviarse para buscar otro camino; los arroyos se sucedían, y algunos se repetían, y debían cruzarlos varias veces.
Aquí y allá, las montañas se juntaban, cerrando caminos; otros casos, se separaban, abriendo valles y cañadas. Al principio, Victoria no podía evitar preguntar a menudo.
-¿Nos habremos perdido?
Pero Jack negaba con la cabeza.
-No te dejes engañar. Fíjate en los soles.
Pero incluso eso era desconcertante, pensaba Victoria, contemplando cómo los tres astros proyectaban no una, sino tres sombras de todo aquello que bañaban con su luz.
En el fondo, Jack no tenía modo de saber hasta qué punto habían avanzado. En la Cordillera Cambiante, el mapa que llevaban no les servía de mucho. Pero no quería preocupar a Victoria. Las montañas seguían cambiando, moviéndose de sitio, apareciendo y desapareciendo, y él seguía avanzando, infatigable, hacia el sur, guiándose por la situación de los tres soles, a lo largo de unas jornadas que parecían eternas, de días y noches más largos que los de la Tierra.
Pronto aprendieron a moverse por allí. Ya no rodeaban los obstáculos; cuando una montaña les cerraba el paso, se limitaban a acampar al pie y esperar, simplemente, a que se retirara. Por lo general, cuando se despertaban al día siguiente ya tenían el camino despejado. Y seguían avanzando.
Pero aquel extraño paisaje parecía no terminarse nunca.
Jack enseñó a Victoria a pescar y a cazar; era especialmente diestro en lanzar piedras, y tenía tanta puntería que podía alcanzar a un blanco en movimiento a más de veinte metros de distancia. Detestaba hacerlo, le contó a Victoria; su madre había sido veterinaria y le había enseñado a cuidar de los animales, no a matarlos. Pero a lo largo de su largo viaje por Europa habían atravesado zonas agrestes como aquélla, y había tenido que aprender a sobrevivir, y a cazar y pescar de vez en cuando para poder comer.
Era cierto que los animales de allí eran diferentes a los que conocían. Había, por ejemplo, una clase de mamífero de piel jaspeada, finas patas, cuello largo y morro achatado que saltaba p(n las rocas con la agilidad de una cabra monteas. Pero jamás lograron aproximarse a ninguno de ellos. Aparecían y desaparecían de forma sorprendente, y no importaba cuánto se acercaran los chicos, aquellas criaturas siempre parecían estar un poco más lejos. Había también una raza de animalillos peludos, de enormes ojos redondos y larga cola de león, que eran fáciles de cazar porque no corrían mucho sobre sus cortas patas. Pero eran difíciles de localizar. Su pelo poseía una curiosa capacidad mimética, y cuando se quedaban quietos resultaba muy difícil distinguirlos del fondo en el que se encontraban. Sin embargo, a lo largo de su viaje Jack y Victoria lograron cazar dos o tres. Asados, tenían un sabor parecido al del conejo, con un curioso regusto picante.
En los arroyos encontraron una especie de peces rosáceos, muy sabrosos a la brasa, y otros verdosos llenos de espinas que, como pronto descubrieron, resultaban incomibles.
Al principio, todo les parecía nuevo y extraño. Pero con el tiempo se acostumbraron a ver siempre la misma vegetación, os mismos animales, las mismas montañas. Sólo avanzaban y avanzaban, como en un sueño... hasta que una tarde sucedió algo que los sacó de su sopor.
Fue cuando atravesaban tina estrecha garganta entre dos picos que habían sobrepasado al menos cinco veces cada uno desde el comienzo de su viaje. Jack se detuvo de pronto, con un escalofrío. Victoria se paró junto a él y abrió la boca para preguntar algo, pero percibió el peligro antes de que las palabras salieran de sus labios.
Los dos chicos cruzaron una mirada. Jack estaba sombrío, y sus ojos mostraban un brillo extraño, como si detrás de sus pupilas llamease un furioso fuego. Victoria entendió enseguida lo que estaba pasando y detuvo la mano de Jack sobre la empuñadura de Domivat. Miró a su amigo a los ojos y negó en silencio muy seria. Jack trató de sobreponerse.
Buscaron un refugio en una grieta entre las rocas. Jack entró primero, gateando, para comprobar que era un lugar seguro. Hizo una seña a Victoria, que entró tras él, sin hacer ruido. Una vez dentro, se acurrucaron en el agujero y se cubrieron con las capas de banalidad.
Enseguida lo vieron a través de la grieta, su cuerpo serpenteando sobre las rocas, las alas plegadas, la lengua bífida produciendo un aterrador siseo, sus ojos irisados escrutando las oquedades entre las piedras. Jack miró a Victoria, que espiaba por un resquicio de la grieta. Ella parecía asustada, por lo que el muchacho dedujo que aquel shek no era Christian. A él le parecían todos iguales, pero Victoria habría sido capaz de distinguir a su amigo de entre todos los sheks del mundo.
Jack y Victoria no sabían de dónde había salido aquél; tal vez descansaba en alguna cueva de los alrededores, tal vez había descendido desde las alturas, tal vez había llegado hasta allí buscándolos a ellos. No lo sabían, pero lo que sí parecía claro era que había captado su presencia de alguna manera.
Jack oyó el sonido del cuerpo anillado de la criatura deslizándose entre las rocas, cada vez más cerca; cerró los dedos en torno a la empuñadura de Domivat y la oprimió hasta hacerse daño, esforzándose por reprimir su instinto, que lo empujaba a salir fuera, desprenderse de aquella agobiante capa y pelear a muerte contra aquel shek. Luchó por dominarse, pero la presencia del shek alentaba el fuego que ardía en su interior, y Jack sintió que Yandrak exigía ser liberado.
Victoria se dio cuenta entonces de lo que estaba pasando y lo miró, preocupada. Jack había estado reprimiendo su instinto durante demasiado tiempo. Ahora que Christian ya no estaba cerca, ahora que tenía a otro shek en las inmediaciones, un shek contra el que podía luchar, el muchacho parecía desear que el dragón que dormía en él tomase las riendas. Victoria dudó. Eso era lo que todos querían, que Jack aprendiese a transformarse en dragón; y, a juzgar por el fuego que ardía en su mirada, y por la temperatura de su refugio, que subía alarmantemente, lo estaba consiguiendo. Pero la muchacha no estaba segura de que aquél fuera el momento oportuno. El shek los descubriría y, aunque era posible que entre los dos lograran derrotarlo, eso alertaría a Ashran acerca de su posición, ya que todos los sheks estaban unidos entre sí por fuertes vínculos telepáticos. No, si Jack se transformaba, debía ser lejos de cualquier shek, al menos hasta que estuvieran preparados para enfrentarse al Nigromante.
Victoria oyó el siseo de la lengua bífida de la serpiente muy cerca de ellos. El poder de Jack se estaba desbocando, y la capa de banalidad ya no era capaz de contenerlo. El shek ya no tai daría en percibir su presencia.
El rostro de Jack se había contraído en una mueca de odio y sus ojos verdes ardían de furia. Victoria supo que tenía que hacer algo, y pronto.
Justo cuando Jack estaba a punto de retirar la capa para lanzarse fuera del refugio, Victoria detuvo su mano y se echó sobre él Jack intentó apartarla, todavía con la sangre hirviendo de ira, pero entonces la muchacha le cogió el rostro con las manos y lo besó con pasión. Jack ahogó un jadeo, sorprendido. De pronto, se olvidó del shek, se olvidó de su furia, del dragón que latía en su interior. Cerró los ojos, abrazó a Victoria y correspondió a su beso, y para él ya no existió nada más que la presencia de la chica a la que amaba. Victoria se pegó más a él y cubrió las cabezas de ambos con las capas de banalidad, de manera que ninguna parte de su cuerpo quedaba fuera de la tela. Jack ni siquiera se dio cuenta del gesto. Volvió a besar a Victoria casi con desesperación, la atrajo más hacia sí, enredó los dedos en su cabello oscuro. Cuando se separaron, jadeantes y con las mejillas encendidas, el shek se había marchado.


No comentaron el episodio en todo el día, pero por la noche, cuando se detuvieron a descansar al abrigo de una loma, los labios de Jack volvieron a buscar los de Victoria, y ella se abrazó a él de buena gana.
En todos aquellos días, Jack había sido muy respetuoso con Victoria. Sabía que estaban solos, sabía que su presencia lo alteraba muchísimo, y no quería perder el control y hacer algo de lo que luego pudiera arrepentirse. Pero el beso de aquella tarde había estimulado todos sus sentidos, y el muchacho se dio cuenta de que quería más. Muchos más.
También Victoria. Cada día que pasaba estaba más enamorada de Jack, se sentía cada vez más a gusto en su presencia y notaba que necesitaba tenerlo cerca de ella, cuanto más cerca, mejor. También para ella aquel beso había sido una especie de liberación.
De modo que los dos siguieron besándose y acariciándose un rato a la luz de las tres lunas, bebiendo del amor que sentían, disfrutando de la presencia del otro, y cuando Victoria, alarmada, trató de encontrar la manera de parar aquello, fue el propio Jack quien se apartó de ella, jadeante, con el pelo revuelto.
-Espera, espera -dijo con esfuerzo- ¿Tú estás segura de que quieres seguir?
Victoria lo miró, agradecida. También ella respiraba entrecortadamente, y le latía el corazón a mil por hora.
-En realidad... creo que todavía no... -Enrojeció; no hacía mucho que había vivido con Christian una escena similar, y trató de recordar qué palabras había utilizado entonces-. No sé si estoy preparada.
Jack asintió. Se separó un poco de ella, cerró los ojos y res piró hondo.
Hubo un silencio, que los (los aprovecharon para calmarse Entonces, Victoria preguntó:
-¿No te importa?
Jack negó con la cabeza.
-Eres mi primera chica -le dijo, sonriendo-. Quiero hacer las cosas bien.
Victoria sonrió y se acercó de nuevo a él para apoyar la cabeza en su hombro. Jack la rodeó con el brazo, y los dos contemplaron durante unos momentos el hermoso cielo idhunita. Aquella noche, Ayea estaba llena, y su luz rojiza bañaba la cordillera con su suave resplandor. Hiela, la luna mediana, era apenas una fina sonrisa verde suspendida sobre el disco argénteo de la luna mayor, Brea, que estaba creciente; Victoria se preguntó cuántas noches tardarían en verla llena.
-A veces pienso -dijo Jack, rompiendo el silencio- que me gustaría hacer lo que hacen todas las parejas en la Tierra. Llevarte al cine, invitarte a cenar en un restaurante bonito, regalarte rosas el día de los enamorados. Cosas tan simples, tan tontas... que no hemos hecho nunca, y, probablemente, no haremos jamás.
-Empiezas a aceptarlo -dijo Victoria a media voz.
-¿Que nunca volveremos a la Tierra, que nunca llevaremos una vida normal? ¿Te refieres a eso? -Victoria asintió; Jack sacudió la cabeza-. Este es un mundo increíble, lleno de cosas nuevas, y me encantaría explorarlo a fondo. Pero para mí sigue siendo un mundo hostil. Un mundo que no me permite llevar a mi chica a cenar a la luz de las velas. Un mundo en el que todo lo que puedo ofrecerle es un viaje incómodo y muy peligroso hasta una tierra muerta.
Habló con amargura, y Victoria lo abrazó con fuerza, con el corazón encogido. Jack parecía mucho más maduro, más adulto, que hacía apenas unos días, cuando cruzaron la Puerta interdimensional, camino de Idhún.
-Me llevas a explorar un mundo mágico lleno de sorpresas y aventuras emocionantes -susurró con cariño-. ¿Qué otro chico podría haberme ofrecido eso?
Jack sonrió y la abrazó con fuerza.
-Se me ocurre un nombre -comentó-, pero me temo que se encontraría con los mismos problemas que yo si quisiera llevarte al cine.
Por un momento, ambos imaginaron a Christian en el cine, rodeado de humanos terráqueos que comían palomitas, y compartieron una alegre carcajada. En el corazón de Victoria, sin embargo, latía aún el dolor por la ausencia de Christian, a quien seguía echando mucho de menos. Pero se esforzaba por disimularlo, porque a la vez se sentía feliz de estar con Jack, y no quería estropearlo. Se acurrucó junto a él con un suspiro. Sospechaba que, si fuera al contrario, si fuera Christian quien estuviera a su lado aquella noche, ella echaría de menos a Jack. Sonrió de nuevo. Sabía exactamente qué era lo que sentía, estaba aprendiendo a asimilarlo, y sabía que Christian lo tenía asumido también; eso la tranquilizaba un poco. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse si Jack lo entendería de la misma manera.
No tardaron en dormirse, aún con la sonrisa en los labios. Pero no habían olvidado al shek con el que se habían topado por la tarde, de manera que, por primera vez, aquella noche durmieron acurrucados bajo sus capas de banalidad.
Ninguno de los dos durmió bien.


Alexander y sus compañeros sabían que la mejor manera de no llamar la atención de los sheks era no hacer ningún despliegue de magia, por lo que habían decidido viajar a caballo, provistos también de capas de banalidad. Los tres eran personajes importantes en aquel mundo, y Ashran había puesto un precio muy alto a sus cabezas.
Llevaban varios días viajando a través de Nandelt, en dirección a Vanissar, y hasta aquel momento no habían tenido ningún problema.
Aquella noche, sin embargo, Alexander tuvo que enfrentarse a una situación imprevista.
Ayea, la más pequeña de las lunas, estaba llena.
En principio, aquello no tenía por qué haberle afectado, ya que sus cambios estaban sujetos al satélite de la Tierra. Pero aquella luna se encontraba demasiado lejos, y Alexander sintió que la esencia del lobo que latía en su interior se dejaba llevar por el influjo del astro idhunita.
Por fortuna, Ayea era demasiado pequeña, y la transformación no llegó a consumarse, Pero Alexander tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad y autocontrol para impedir que el lobo despertase en su interior.
Durante toda la noche estuvo de mal humor, sus ojos brillaron de una forma extraña y su voz sonó más ronca de lo habitual. También sus sentidos se habían alterado. Alexander se vio a sí mismo reprimiendo el instinto que le llevaba a aullar a la', tres lunas, y al volver la mirada hacia Allegra descubrió que los sabios ojos del hada estaban clavados en él. «Se ha dado cuenta», pensó. Le habría gustado compartir con ella sus dudas y temores, pero el Archimago lo había mirado con desconfianza desde el principio, y no quería que supiera lo que le estaba pasando y darle más motivos para dudar de él.
Sin embargo, había otros problemas que lo preocupaban más que caerle bien a Qaydar, y uno de ellos era el nuevo ciclo de sus transformaciones. Si el plenilunio de Ayea lo había afectado, ¿qué sucedería cuando Erea estuviese llena? La luna plateada entraba en fase de plenilunio una vez cada setenta y siete (lías. Era un ciclo más largo que el de la luna de la Tierra, pero su influjo era mucho más poderoso. Si Ayea había estado a punto de despertar al lobo, Erea lo haría sin duda. Quedaba por ver si Ilea, la luna mediana, la luna verde, tenía tanta fuerza como para obligarlo a transformarse.
Los plenilunios de Ayea marcaban el final de cada uno de los once meses del calendario idhunita. Aquél era el plenilunio del séptimo mes. Alexander calculó en silencio los días que faltaban para el siguiente plenilunio, y maldijo en silencio cuando comprobó que en apenas seis días Erea estaría llena. Y cuatro meses después, Idhún asistiría al Triple Plenilunio que, como cada doscientos treinta y un (lías, señalaría el final de un año v el comienzo del siguiente. ¿Qué sucedería esa noche con su alma de lobo?


Lejos de allí, en las almenas de un imponente castillo, un rey contemplaba también el brillo de las tres lunas. Cada una de ellas se asociaba, según la tradición, a una de las tres diosas.
Erea, la mayor, era la luna de Irial, la diosa de la luz, la divinidad de los humanos que, como él, contemplaban las estrellas y alzaban la mirada hacia lo alto, siempre queriendo llegar más lejos, siempre huyendo de la oscuridad. Ilea, la luna mediana, tenía tintes verdosos, y era la luna favorita de Wina, la diosa de la tierra, a la que rendían culto los feéricos, cuyos grandes ojos rasgados siempre miraban en torno a sí, a sus árboles y a sus bosques, cuidando del suelo que pisaban, sin preocuparse por el cielo que se alzaba sobre ellos.
Y, por último, en el vértice inferior del triángulo, estaba Ayea, la luna más pequeña, o, como la llamaban, la «Luna de las Lágrimas». Era la luna que representaba a Neliam, soberana de las profundidades oceánicas, diosa madre de los varu.
También había tres soles, uno por cada uno de los dioses. El rey no pudo evitar preguntarse si existiría también un séptimo astro dedicado a aquel dios de nombre desconocido que era origen de todo lo malvado y de la forma más oscura de la magia. Se preguntó también si, a aquellas alturas, él mismo había comenzado a servir a los propósitos del Séptimo, y, en caso de que así fuera, cuándo había cruzado la línea que separaba ambos lados de la realidad.
-Majestad -dijo una fría voz a sus espaldas.
El rey se estremeció. No lo había oído llegar y, sin embargo, tenía la sensación de que debería haberlo percibido, porque parecía que la temperatura del ambiente había descendido de pronto.
Se dio la vuelta. Ante él había un hombre, aparentemente uno de los caballeros de su guardia, pero sólo en apariencia.
Sus ojos eran una pared de hielo. Su gesto, severo y frío como el de una estatua de alabastro. Y había algo en él que inspiraba terror. El rey se esforzó por dejar de temblar, por reprimir el impulso que le llevaba a dar la vuelta y salir corriendo, precipitándose al vacío desde las almenas, si era necesario, con tal de escapar de allí.
Lo único que aquella criatura tenía de humano era el aspecto.
-Eissesh -dijo el rey con la boca seca, pronunciando el nombre del shek.
Inclinó la cabeza ante él, en señal de sumisión. Eissesh era el lugarteniente de Ashran en su reino, el que le informaba de los posibles focos de rebelión y se aseguraba de que allí se gobernaba conforme a los dictados de los sheks. Eissesh y su ejército de hombres-serpiente llevaban años instalados en el reino, en general no cometían injusticias y, aunque eran muy severos con los renegados, solían dejar en paz a la gente que simplemente se ocupaba de sus asuntos. Pero el monarca no terminaba de acostumbrarse a ellos.
La presencia de Eissesh aquella noche en las almenas le dio mala espina. No porque él hubiera acudido a verle por sorpresa, sino porque se hubiera disfrazado con aquella apariencia humana. En todos los años que hacía que lo conocía, el rey sólo le había visto recurrir a aquella ilusión un par de veces. Eissesh detestaba rebajarse a mostrarse como humano.
Pero estaba claro que aquella noche quería ser discreto.
-Tenemos instrucciones para ti -dijo, con una voz helada, carente de emoción.
Eissesh jamás había empleado el tratamiento mayestático a la hora de hablar con el rey, ni había seguido ningún tipo de protocolo. Para el shek, aquél no era más que un humano, por muy soberano que se considerase.
-Vuestros deseos son órdenes para mí -murmuró el rey, recordándose a sí mismo, una vez más, que gracias a aquella humillación todavía seguían vivos y disfrutando de una relativa paz.
-Recibirás visita -prosiguió Eissesh-. Un grupo de renegados muy peligrosos. Debes acogerlos en tu reino y fingir que les apoyas. Estaremos observando, y cuando llegue el momento te diremos lo que has de hacer.
El rey tembló ante las palabras del shek. Con todo, no le pareció nada tan complicado. Había traicionado a muchos renegados. Sus soldados estaban a la avanzadilla de la búsqueda ~ captura de los Nuevos Dragones, el grupo rebelde de Nandelt que más quebraderos de cabeza había dado a Ashran y los sheks.
Pero, a cambio, sus gentes vivían en paz. Tenía que seguir recordándolo.
-¿Cómo los reconoceré?
-Los reconocerás. Ahora tienes la oportunidad de demostrar hasta qué punto nos eres fiel. No nos falles... Te estaremos obser...
«... van do... »
La última palabra no sonó en sus oídos, sino en su mente. El rey alzó la cabeza y se dio cuenta de que la figura humana ya no estaba allí. En su lugar, algo semejante a un relámpago plateado cruzaba el cielo, envuelto en la luz sangrienta de Ayea, en dirección a las montañas.


Gerde pasó un dedo por la mesa presidencial, con suavidad. Se sentó en el asiento que había pertenecido a Zimanen, el Archimago que había gobernado aquel lugar y que había muerto apenas dos semanas antes, en el asedio de los sheks.
-Señora de la Torre de Kazlunn -ronroneó, entornando sus enormes ojos negros-. Qué bien suena eso.
Miró a su alrededor con un suspiro de satisfacción. Aquél era el salón de reuniones de la Torre de Kazlunn, el lugar donde los magos de mayor categoría solían discutir asuntos de diversa índole concernientes a la Orden Mágica. Gerde era aún joven, pero había llegado muy lejos en su carrera como maga, y no había tardado en asegurarse un asiento en aquella mesa. Una mesa siempre presidida por Zimanen, Señor de la Torre de Kazlunn.
Gerde recordaba bien la reunión que había tenido lugar en aquella misma sala el día de la conjunción astral. Los magos habían decidido salvar a un dragón y a un unicornio, pero el hada tenía la sensación de que todo era inútil, de que estaban en el' bando de los perdedores. Se retiró a un segundo plano y se limitó a observar los esfuerzos de los hechiceros. Fue testigo del viaje de Yandrak y Lunnaris a otro mundo. También sabía que, inmediatamente después, antes incluso de que los magos enviaran tras ellos a Alsan y Shail, la hechicera Aile Alhenai, Señora de la Torre de Derbhad, conocida más tarde por el nombre terráqueo de Allegra d'Ascoli, había cruzado la Puerta en secreto, en nombre de los feéricos de la Orden Mágica. Gerde no se había ofrecido voluntaria. ¿Para qué?. Dudaba mucho de que aquella alocada empresa fuera a tener éxito, aunque lo sentía especialmente por el unicornio, la pequeña Lunnaris. Le recordaba al unicornio que le había entregado la magia cuando era niña.
Había sentido lástima por Lunnaris, sí. Pero entonces no conocía a Kirtash. Entonces, Lunnaris no tenía un cuerpo humano ni un alma que pudiera atraer al hijo del Nigromante.
Frunció el ceño. A pesar de todo, le costaba creer que aquella irritante Victoria fuera el mismo unicornio al que los mago, habían salvado tiempo atrás.
La Torre de Kazlunn había resistido a Ashran quince años después de aquello. Pero el resto del continente, a excepción del bosque de Awa, había caído bajo el poder de los sheks.
Y Zimanen seguía esperando a Yandrak y Lunnaris, con fe inquebrantable. Pero hacía tiempo que Gerde se había cansado de esperar. La torre caería, y con ella, el resto de Idhún.
Decidió unirse a los vencedores. Abandonó la torre y acudió a hablar con Ashran.
Entonces no había imaginado que él la recompensaría de aquella manera por su fidelidad. Su propio hijo lo había abandonado ahora, pero Gerde seguía allí, a su lado. Zimanen estaba muerto y la Torre de Kazlunn había caído. Ashran podía haberla destruido, como ya hiciera con la Torre de Awinor y la Torre de Derbhad; no obstante, había preferido entregarla a Gerde intacta y crear así un nuevo cuartel para su imperio.
Gerde no se hacía ilusiones. Sabía que a Ashran le convenía tenerla allí. Ambos estaban al tanto de la obsesión de Qaydar, el último Archimago, por recuperar la Torre de Kazlunn. Mientras lo que quedaba de la Orden Mágica se centrase en aquella empresa, olvidarían por un tiempo la Torre de Drackwen, verdadero foco de poder del imperio de los sheks. Por otro lado, Kazlunn estaba cerca de Nandelt, donde se habían originado varios episodios de rebelión a lo largo de aquellos años; aquella torre era el lugar ideal para establecer la base desde la cual se coordinaría la lucha contra todos los grupos rebeldes, desde la Resistencia hasta los Nuevos Dragones. Pero, entretanto, ella era ama y señora de aquel lugar. Se arrellanó en el asiento, sonriendo. Nunca le había caído bien Zimanen. No lamentaba su muerte, y tampoco la masacre de la Torre de Kazlunn. Se lo tenían merecido por no haberla escuchado, por no haberla creído cuando les advirtió de que no se podía luchar contra los sheks. Ahora, Zimanen estaba muerto, y ella ocupaba su puesto.
Entonces un soplo helado sacudió la habitación y Gerde vio, de pronto, una imagen en sombras de Ashran, su señor, flotando junto a la ventana.
-¿Estás cómoda? -sonrió el Nigromante al verla en aquella silla.
Gerde se levantó de un salto para inclinarse ante él.
-Los sheks han detectado algo extraño en la Cordillera Cambiante -dijo Ashran sin rodeos-. Uno de los rastreadores que envió Zeshak dice haber percibido una presencia que le resultó muy desagradable... algo que, según sus propias palabras, «apestaba a dragón». Pero fue sólo un instante, y enseguida le perdió la pista. Si se trataba del dragón que estamos buscando, es extraño que lograra ocultarse a su percepción.
-Esa bruja de Aile los protege -murmuró Gerde, recordando su encuentro con Allegra en el bosque de Awa-. Los feéricos podemos esconder lo extraordinario a la sensibilidad de cualquier criatura, incluidos los sheks. Y Aile es poderosa. Estoy segura de que podría ocultar también algo así.
-Es lo que pensaba -asintió el Nigromante-. Si los informes son ciertos, entonces el dragón y el unicornio se dirigen hacia el sur.
-Hacia el Oráculo de Gantadd -comprendió Gerde.
-O hacia Awinor -señaló el Nigromante-. Y si ésa es la ruta que van a seguir, quiero que hagas algo al respecto.
Ella se estremeció.
-No puedo seguirlos hasta allí, a través del desierto... -protestó; las hadas no sobrevivían mucho tiempo lejos de sus amados bosques.
-No será necesario. Es muy posible que crucen Trask-Ban para llegar a su objetivo.
Gerde asintió, pensativa. Trask-Ban era el bosque de los trasgos, la rama más desagradable de la familia feérica, y la mayor parte de aquellas traicioneras criaturas servían a la nueva Señora de la Torre de Kazlunn.
-Los hechiceros de la Torre de Derbhad abrieron hace tiempo un paso seguro a través de la Cordillera Cambiante -dijo sin embargo-. ¿Qué sucederá si el dragón y el unicornio encuentran ese paso?
-Eso depende de ti, Gerde -dijo el Nigromante con suavidad.
El hada comprendió. Sus ojos negros relucieron con un brillo sombrío.
-El Paso es un lugar perfecto para una emboscada. Si cruzan Trask-Ban, mis trasgos los detendrán. Y si atraviesan la cordillera a través del Paso, encontrarán una desagradable sorpresa al otro lado. Pero... ¿qué ocurrirá si su destino es el Oráculo?
-Los sheks se ocuparán de esa parte.
Gerde inclinó la cabeza.
-Se hará como deseas, mi señor.
Ashran asintió, y su imagen se desvaneció en el aire.


Los trasgos llegaron al sitio indicado cuando el último de los soles se ponía ya por el horizonte. Examinaron el lugar: había mi estrecho sendero que atravesaba las montañas y desembocaba en un pequeño valle. Más allá, las tierras empezaban a ser secas v yermas los límites del desierto de Awinor.
Los trasgos se situaron a la entrada del valle, y entonces uno de ellos extrajo un objeto de su bolsa andrajosa. Parecía una pelota blanda y mohosa, que temblaba en la mano del trasgo como si tuviera vida propia. Otro de los trasgos escarbó en la tierra hasta abrir un agujero de tamaño considerable. Entonces el primer trasgo dejó caer la extraña semilla en su interior.
Volvieron a tapar el hoyo, mientras entonaban con sus voces susurrantes el canto que guiaría su magia telúrica, aquella que todos los feéricos, incluso ellos, poseían de manera innata, hasta la semilla y la haría germinar.
Contemplaron cómo la planta crecía trémula bajo la luz del crepúsculo. Cuando dejaron de cantar, la semilla se había convertido en un árbol joven cuyas ramas blancas flotaban en torno a él como si fueran los tentáculos de una medusa.
Uno de los trasgos soltó una carcajada burlona. Los otros lo imitaron.

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