HIJA DEL DESIERTO

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Al tercer día de caminar por el desierto, Victoria tropezó y cayó.
Y ya no volvió a levantarse.
Jack corrió junto a ella, llamándola por su nombre. La alzó en brazos y trató de hacerla reaccionar.
Kimara, la exploradora semiyan, los observaba con curiosidad.
-No esperaba que aguantara tan poco -comentó.
Jack sacudió la cabeza.
-No, ella es fuerte -explicó-. Es este lugar, le falta... le falta vida, entiendes? Victoria necesita estar en sitios con energía porque... -Se interrumpió al ver que Kimara no lo entendía-. Es parecida a los feéricos en ese aspecto. Las hadas no pueden alejarse de los bosques.
-Ah -dijo entonces Kimara, comprendiendo-. ¿Crees que resistirá un rato más? Hay un oasis no lejos de aquí.
-Eso espero -murmuró Jack, preocupado.
Hacía un par de días que lo veía venir. Al principio, Victoria había aguantado bien. Sin embargo, pronto había empezado a sentirse débil y, a pesar de que se arriesgaba a ser descubierta por sus enemigos, utilizó el báculo para recoger energía del ambiente, aquella energía que ella, como canalizadora, necesitaba para sobrevivir. Pero aquello era un desierto, y la energía solar que el báculo podía captar no la alimentaba de la misma manera que la energía de la vida que flotaba en un ambiente con más vegetación.
Deberían haber previsto que sucedería algo así, se dijo Jack mientras cargaba con ella. Kimara los había guiado hacia el corazón del desierto, evitando los márgenes, que era donde se concentraban más patrullas de szish. No le preocupaba que los sheks pudieran localizarlos si sobrevolaban aquella zona, completamente llana y sin apenas lugares para esconderse, porque llevaba un manto del mismo color que la arena rosácea que pisaban, y había proporcionado a Jack y Victoria prendas semejantes. Cuando se echaban a tierra cubiertos con aquellas ropas, eran casi invisibles desde el aire. Y aunque Jack no lo había comentado con su guía, ellos dos contaban también con las capas, de banalidad que disimulaban su condición a la aguda percepción de los sheks.
Kimara se movía por el desierto como si estuviera en su elemento. Jack se había sorprendido a sí mismo más de una vez observando sus rápidos y ágiles movimientos sobre las dunas, sus ojos rojizos escudriñando el horizonte, abiertos de par en par, sin que la hiriente luz de los soles la molestase lo más mínimo, su cabello blanco y azulado sacudido por el viento del desierto, sus pies descalzos avanzando por la arena sin quemarse, con tanta facilidad como si se tratase de suelo sólido. La encontraba fascinante, y pronto había advertido que el sentimiento era mutuo. Kimara lo miraba a menudo, y en aquellas miradas que ambos cruzaban, Jack descubría que algo se agitaba en su interior, como si los dos compartieran un secreto, una misma esencia.
Y quería librarse de aquella atracción que la semiyan ejercía sobre él, porque deseaba de corazón ser fiel a Victoria, pero por otro lado quería también averiguar qué había en Kimara que lo alteraba tanto.
Victoria era consciente de aquellas miradas, de que la voz de Kimara se suavizaba cuando se dirigía a Jack, de que ella hacía lo posible por caminar cerca de él, y de que el muchacho la aceptaba a su lado de buena gana. Pero no comentó nada al respecto, y Jack no sabía si agradecérselo, o sentirse herido porque a su amiga no pareciera importarle que él se fijara en otra mujer.
Era el desierto, quiso creer Jack. Los hacía a todos comportarse de una manera extraña.
De todas formas, en aquel momento no podía pensar en otra persona que no fuera Victoria. Kimara avanzaba ante ellos, dirigiéndolos hacia el oasis que renovaría la magia de la chica, y salvaría su vida, y Jack tenía la vista fija en su guía, pero por una vez sus pensamientos no podían apartarse de Victoria.
Apenas un rato más tarde, Kimara se detuvo.
-¿Hemos llegado? -preguntó Jack, pero la semiyan le indicó con un gesto que guardara silencio.
-¡Al suelo! -dijo entonces.
Jack obedeció sin rechistar. En aquellos días había aprendido que Kimara nunca pronunciaba aquellas palabras sin una buena razón. Cubrió a Victoria con la capa de banalidad, y por encima le echó el manto color arena que le había dado su guía. Solo entonces se preocupó de ocultar su propio cuerpo.
Con la cara pegada a la arena, y un brazo en torno a Victoria, en un gesto protector, Jack siguió con la mirada la dirección en que se encontraba aquello que había llamado la atención de Kimara.
Y vio a lo lejos una especie de nube rojiza, informe, que se movía hacia ellos flotando sobre las dunas. Kimara se cubrió aún más con el manto. Jack la imitó, teniendo buen cuidado de tapar bien a Victoria.
La nube se acercó más, y Jack descubrió, sorprendido, que eran insectos.
Todo un enjambre de insectos de alas rojas que zumbaban furiosamente y recorrían el desierto... ¿buscando algo? Jack contuvo la respiración, y no se sintió tranquilo hasta que la nube se perdió de vista por el horizonte y Kimara retiró su manto de arena.
-¿Qué era eso? -preguntó Jack, poniéndose en pie.
-Los llamarnos kayasin, «espías» -explicó Kimara-. Por sí solos son inofensivos, puesto que se alimentan de carroña y no matan a las presas vivas. Pero avisan a los swanit de la presencia de viajeros solitarios. Y nada ni nadie puede escapar de un swanit. Son muy voraces... aunque siempre dejan algo para el enjambre de kayasin que lo ha guiado hasta la presa. Por eso su alianza funciona tan bien.
Jack no se atrevió a preguntar qué diablos era un swanit. Intuyó que no le gustaría saberlo. Pero se alegró de que Victoria no estuviera consciente para escuchar aquellas palabras.
Al caer la tarde llegaron al oasis, un grupo de árboles con forma de paraguas que daban una sombra deliciosa. Jack agradeció el cambio. No aguantaba bien el calor; en aquello, pensó, no se parecía a Kimara.
No había nadie por los alrededores. Jack depositó con cuidado a Victoria al pie de un árbol, en el lugar que más frondoso le pareció, y se quedó _junto a ella. Kimara desapareció entre los árboles y regresó al cabo de un rato con un odre lleno de agua. Jack mojó las sienes de Victoria, derramó un poco de agua sobre sus labios resecos y después bebió de buena gana. Cuando bajó el odre, se encontró con los ojos de fuego de Kimara fijos en él. Sonrió, incómodo, y le tendió el odre, pero ella lo rechazó. Se movió para sentarse junto a él, muy cerca.
-Sé quién eres -dijo entonces la semiyan, con suavidad.
Jack dio un respingo.
-¿Qué quieres decir?
-El fuego arde en tu interior como si tuvieras un sol en el corazón -dijo ella-. Puedo verlo en tus ojos. Aunque no sea una yan completa, el fuego es mi elemento. Sé de qué estoy hablando. Lo reconozco cuando lo tengo ante mí.
»Otros quizá no te reconozcan porque esperaban verte con otra forma, pero a mí no has podido engañarme: eres un dragón.
Jack abrió la boca para desmentirlo, pero se dio cuenta de que era absurdo. No tenía sentido negarlo.
-¿Cuánto hace que lo sabes, Kimara?
-Desde la primera vez que te vi. -Se acercó más a él y volvió a dedicarle una de sus intensas miradas-. Eres medio dragón, medio humano. También yo soy medio humana. Y mi otra parte, mi parte yan, es hija del fuego, como los dragones.
-Tenemos mucho en común, entonces -sonrió Jack, todavía un poco desconcertado, pero comprendiendo por fin por qué se había sentido tan atraído por ella.
-No tanto como piensas. Nunca podré estar a tu altura. Eres un dragón, pero por la forma en que tratas a los humanos, se diría que no entiendes lo que significa eso.
-¿Y qué significa?
-Significa que estás muy por encima de todos nosotros. Los dragones son el escalón intermedio entre las razas mortales y los dioses. Me siento... extraña hablándote de esto precisamente a ti -añadió, ruborizándose un poco.
Jack la miró un momento, intentando entender lo que le estaba diciendo. Bajó entonces la cabeza para mirar a Victoria.
-¿Sabes quién es ella? -preguntó.
Kimara negó con la cabeza.
-No. No encuentro nada especial en ella. No veo fuego en su mirada.
-Pero hay luz -dijo Jack-. Es verdad, entonces, que sólo los feericos, los sheks y los dragones podemos ver la luz de los ojos de una criatura como Victoria.
Kimara esperó que Jack explicara algo más acerca de la muchacha, pero él no lo hizo. La semiyan le dedicó una sonrisa sesgada.
-Lo único que sé de ella es que tú eres suyo -dijo-. ¿Te merece?
Jack la miró, sorprendido por la pregunta. La mirada de fuego de Kimara seguía clavada en él. La joven estaba tan cerca que, Jack pudo sentir su olor, salvaje y almizclado. Se esforzó por concentrarse en la respuesta que debía darle.
-Si no fuera así, no estaría con ella -contestó.
Le parecía una respuesta un poco arrogante, pero tenía la sensación de que era lo que Kimara estaba esperando escuchar y, por otro lado, no quería revelar la identidad de Victoria dan(lo demasiados detalles sobre ella.
La semiyan se apartó un poco de él.
-Claro. Es verdad -dijo.
Se levantó y dio unos pasos en dirección al corazón del oasis. Se volvió un momento hacia él. Pareció que vacilaba, pero su voz no tembló cuando le dijo a Jack, mirándolo a los ojos:
-No aspiro a obtener tu amor porque sé que no soy digna de él. Sólo soy una semiyan, mientras que por tus venas corre el auténtico fuego de los señores de Awinor. Pero si alguna vez deseas una compañía diferente a la de ella... sería para mí un orgullo y un placer pasar la noche contigo.
Jack se quedó sin aliento. Quiso hablar, pero tenía la boca seca. Para cuando recuperó la voz, Kimara ya se alejaba de él, y Victoria gimió débilmente, antes de abrir los ojos, aún algo aturdida.


En el oasis había una pequeña laguna de la que manaba un agua tibia y de un azul intenso, casi violáceo. Jack y Victoria agradecieron poder tomar un baño y quitarse de encima la arena del desierto.
-¿Cómo es posible que haya un manantial aquí? -preguntó
Jack aquella noche, mientras estaban los tres reunidos en torno a la hoguera.
-Es magia, ¿verdad? -dijo Victoria-. Puedo percibirlo. Esta laguna no es natural.
-Es obra de los magos yan -dijo Kimara-. No hay muchos hechiceros entre la gente del desierto, porque a los unicornios no les gustan los desiertos, o al menos eso se dice. -Jack y Victoria desviaron la mirada, pero Kimara seguía hablando deprisa y no lo notó-. Por eso no existen muchos oasis como éste en el desierto. Son muy difíciles de crear y, por otro lado, a los sacerdotes yan no les gusta que alteremos nuestra tierra.
-¿Por qué no? -quiso saber Jack-. Si tenéis el poder de crear oasis, podríais hacer del desierto un lugar mejor para vivir.
Kimara sonrió.
-Nunca le digas eso a un yan de sangre pura -dijo-. Es poco menos que una blasfemia. Va en contra de nuestras creencias.
»Se dice que, cuando los dioses llegaron a Idhún, la diosa Wina se enamoró tanto de este mundo que descendió a él y lo cubrió por completo con un manto de vegetación. Todos los dioses colaboraron con ella: Irial condujo hasta el mundo la luz de las estrellas, Karevan hizo crecer las montañas, Neliam pobló los océanos de criaturas acuáticas y utilizó el poder de las lunas para crear las mareas. Yohavir hizo el aire que respiramos, las nubes, los vientos, los olores y los sonidos hermosos. Aldun alimentó los tres soles, pero no se conformó con ver Idhún desde los cielos, y decidió descender para ver por sí mismo el resultado de la creación.
Kimara hizo una pausa. Sus ojos de rubí recorrieron las silenciosas dunas que se extendían más allá del oasis.
-Fue aquí donde aterrizó. En lo que hoy es el desierto de Kash-Tar.
»Su cuerpo de fuego abrasó una gran extensión de tierra, destruyendo toda la obra de los otros cinco dioses. No lo hizo a propósito, pero Wina nunca se lo perdonó.
Victoria desvió la mirada hacia las estrellas, hacia las lunas. Se dio cuenta de que Erea ya empezaba a menguar. En cambio, según apreció, Ilea pronto estaría llena. Victoria recordó que, según las leyendas, aquélla era la luna favorita de Wina, tal vez por ser tan verde como los bosques que ella protegía. Suspiró. Decían que Wina era una diosa alegre, despreocupada y caprichosa; sin embargo, cuando se trataba de castigar a aquellos que destruían los bosques, su ira no conocía límites.
-Tiempo más tarde -prosiguió Kimara-, cuando los dioses crearon a sus hijos, todos estuvieron de acuerdo en que las tierras que habían ardido por culpa de Aldun serían el hogar de la raza que él había creado: los yan, los hijos del fuego y, desde entonces, hijos del desierto.
»Por eso no se nos permite abandonar el desierto ni convertirlo en algo que no es. Ésta es la tierra que creó Aldun, es el legado que nos dejó. Y hemos hecho de ella nuestro hogar, y hemos aprendido a amarlo.
-Es una historia muy bonita -dijo Victoria.
Jack no dijo nada. Los ojos de Kimara estaban fijos en los suyos, y el muchacho contemplaba, hipnotizado, el reflejo de las llamas en los iris rojizos de la joven. Victoria los miró un momento, pero no hizo ningún comentario.
-Descansad -dijo entonces Kimara-. Mañana nos espera un largo día.


-Esto es lo que quería mostraros, príncipe Alsan -dijo Mah-Kip en voz baja.
Alexander contempló la vista que se dominaba desde lo alto del cerro al que acababan de subir. Junto a él, Denyal se mostraba inquieto y miraba al semiceleste con desconfianza.
Habían cabalgado dos días, siguiendo las estribaciones de las montañas, para llegar hasta allí, y sólo porque, de alguna manera, Mah-Kip, uno de los consejeros del rey Amrin, se las había arreglado para llegar hasta los rebeldes diciendo que tenía algo importante que hablar con Alexander.
Denyal se había dado cuenta de que era una trampa. Tenía que serlo, ya que Mah-Kip era uno de los hombres de confianza del rey, y éste trabajaba para los sheks. Y, sin embargo, Alexander había accedido a entrevistarse con Mah-Kip, había decidido acompañarle para ver lo que él tenía que enseñarle. El líder de los Nuevos Dragones estaba empezando a pensar que el príncipe en el que había depositado sus esperanzas no era gran cosa como estratega ni tenía el mínimo de sensatez que habría sido deseable en alguien que, como él, aspiraba a recuperar algún día el trono de Vanissar. Pero, por si acaso, había decidido acompañarle. Si era una trampa, desde luego no iba a permitir que cayera en ella.
Habían cruzado el río hacía un rato y se habían internado en el reino de Shia. Alexander recordaba Shia, una tierra floreciente cuyos habitantes valoraban la cultura y las artes. El rey de Shia había poseído tina de las bibliotecas mejor surtidas de Idhún, sólo por detrás de las bibliotecas de la Torre de Kazlunn y la Torre de Derbhad, y la de Rhyrr, la Ciudad Celeste.
Pero el paisaje que Mah-Kip le mostraba ahora no se parecía en nada a la Shia que Alexander recordaba. Los verdes pastos y los fértiles campos eran ahora oscuras tierras yermas. Las casas, granjas y chozas que habían salpicado las riberas de los caminos se habían convertido en simples montones de cenizas y tristes ruinas. No se veía nada vivo.
-¿Qué ha pasado aquí? -preguntó Alexander, consternado. Mah-Kip suspiró.
-Sospechaba que no lo sabíais -dijo.
-Shia fue el primer reino en rebelarse contra Ashran y los sheks -explicó Denyal-. Antes de que nosotros pudiéramos reaccionar siquiera, antes de que el rey Brun pudiera organizar su ejército, los shianos ya habían acudido a luchar contra los hombres-serpiente que nos invadían. Por supuesto, fueron los primeros en ser castigados.
-No se rindieron -prosiguió Mah-Kip en voz baja-. Ni siquiera contemplaron la posibilidad de pactar con Ashran. ¿Sabéis por qué? Por la sencilla razón de que el rey de Shia había oído hablar de la profecía. Había rumores que hablaban de un dragón y un unicornio que se salvaron de la destrucción y que regresarían para acabar con el Nigromante, y él los creyó. En el nombre del dragón v el unicornio se enfrentaron a las serpientes, con fe inquebrantable, esperando verlos aparecer en cualquier momento. Pero ellos no llegaron, y los sheks fueron especialmente severos con los shianos. Como veis, ya nada queda de Shia, ni de aquellos que creyeron en la palabra de los Oráculos.
-¡Precisamente por ellos no debemos rendirnos! -exclamó Denyal-. Si lo hiciéramos, el sacrificio de Shia habría sido en vano. Los Nuevos Dragones seguiremos luchando... con o sin el apoyo del rey Amrin.
Mah-Kip suspiró de nuevo y se volvió hacia Alexander.
-El rey no sabe que estoy aquí -dijo-. Tampoco yo sabía que él tenía intención de entregaros a Eissesh. Y no apruebo su manera de actuar... pero la comprendo. Si no se hubiera rendido a los sheks tras la muerte de vuestro padre, si no hubiera aceptado el gobierno de Eissesh... esto es lo que habríais encontrado al regresar a Vanissar -concluyó, señalando el paisaje desolado de Shia con un amplio gesto de su mano.
Hubo un largo, pesado silencio.
-Sé que mi presencia aquí pone en peligro todo lo que mi hermano ha intentado proteger todos estos años -asintió finalmente Alexander-. Pero tampoco yo voy a renunciar a aquello en lo que creo, aquello por lo que llevo luchando tanto tiempo. Si he de enfrentarme a mi hermano... que así sea.
Dio media vuelta para marcharse, y Denyal lo siguió. Mah-Kip se quedó un momento quieto sobre la colina. Después, echó a correr tras Alexander.
-¡Príncipe Alsan! -lo llamó; Alexander se volvió para mirarlo, y Mah-Kip tragó saliva antes de decir-: Yo... necesito saberlo. ¿Es verdad que hay un dragón y un unicornio? ¿Es cierto que han regresado a Idhún?
Alexander sostuvo su mirada un momento. Después se dio la vuelta y siguió caminando hacia su caballo, sin responder a la pregunta.


Cuando se levantaron, al día siguiente, descubrieron que el oasis bullía de actividad. Acababa de llegar una caravana procedente de Kosh, y había gente descansando bajo los árboles y bebiendo y bañándose en la laguna. Jack no vio a Kimara por ninguna parte; estuvo a punto de ir en su busca, citando vio algo que le congeló la sangre en las venas.
Las personas que viajaban en la caravana eran, sobre todo, humanos y yan. Pero había también un grupo de szish, los hombres-serpiente que servían a Ashran, y lo observaban todo con sus sagaces ojos negros. Jack y Victoria se cubrieron con las capas de banalidad y aguardaron a Kimara en el campamento. Los szish pasaron junto a ellos. Victoria sintió cómo el cuerpo de Jack se ponía rígido. «Serpientes», pensó la chica. Jack siempre había tenido una curiosa fobia a las serpientes, pero en aquel momento no era asco ni miedo lo que se leía en su rostro, sino... odio. Victoria se dio cuenta de que la tensión de su amigo no se debía al miedo, sino al hecho de que se estaba conteniendo para no desenvainar su espada y saltar sobre los szish. «Qué raro», pensó Victoria. Lo miró, preocupada. Jack llevaba unos días comportándose de una forma un poco extraña.
Uno de los szish había vuelto hacia ellos su cabeza de ofidio. Victoria pudo oír con toda claridad el siseo que producía su lengua bífida. Jack lo miraba con expresión desafiante.
-Jack, no los mires -susurró Victoria.
El muchacho se esforzó por desviar la mirada. Victoria tiró de la capa de banalidad de él para cubrirlo todavía más.
«No te fijes en nosotros, no te fijes en nosotros... », deseó ella con todas sus fuerzas.
Por fin, los szish se alejaron hacia la laguna. Y casi enseguida regresó Kimara.
-He tenido que regatear un poco -dijo-, pero he conseguido dos torkas que parecen fuertes y sanos.
Jack quiso preguntar qué era un torka, pero supuso que lo descubriría muy pronto y, de hecho, así fue. Se trataba de grandes lagartos rojos, parecidos a las iguanas. Los chicos los miraron con desconfianza cuando Kimara saltó al lomo de uno de ellos, enjaezado con una silla de montar y unas riendas que se ceñían al cuerno que le crecía a la criatura sobre la nariz.
-Subid en el otro, vamos -los apremió la semiyan-. Lo siento, no he podido conseguir una tercera montura, pero esta hembra es fuerte y podrá con los dos.
Jack acarició con cautela la piel del reptil, sintió su pesada respiración debajo de las escamas, de un color rojo desvaído, como polvoriento. El torka se volvió para mirarlo con sus ojos saltones. No pareció encontrarlo interesante, porque cerró los ojos, indolentemente, y bostezó, con un curioso sonido gutural. Jack dejó escapar una carcajada. Oyó la suave risa de Victoria a su lado, y la miró, aún sonriente.
-Qué, ¿te atreves? -lo desafió ella.
Por toda respuesta, Jack subió de un salto, y para su sorpresa, el torka no se movió apenas. Ayudó a Victoria a montar tras él y cogió las riendas.
Pronto descubrieron que era muy sencillo montar en torka, una vez se acostumbraba uno a los movimientos ondulantes de los cuerpos de aquellos curiosos reptiles. Según les explicó Kimara, los torkas eran los animales que mejor resistían el calor del desierto. Además, eran muy fáciles de domar.
-Si no fueran tan perezosos -suspiró la semiyan, impaciente, mientras fustigaba a su montura para que caminara más deprisa.
No tardaron en dejar atrás el oasis, y con él, el peligro inmediato de la patrulla szish.


Ydeon, el fabricante de espadas, estaba dando forma a una poderosa hacha de guerra cuando Ashran el Nigromante se materializó en su cueva.
El gigante percibió su presencia y lo saludó con un gesto, pero no dejó de trabajar. Ashran estaba acostumbrado a que todos se arrojaran al suelo en su presencia, en señal de sumisión, pero no le molestó la indiferencia de Ydeon. Así eran los gigantes. No reconocían señores ni amos, y tampoco comprendían los lazos emocionales que podían unir a las personas. Conceptos como la amistad, el odio, el amor o la lealtad no tenían el mismo sentido para ellos que para el resto de personas, desde el momento en que implicaban estar atado a otros seres. Podían entender la unión que aquellos sentimientos provocaban en gente de otras razas, la conocían, y les inspiraba cierta curiosidad; pero no la comprendían, porque no podían experimentar nada parecido. Sí, tenían emociones y sentimientos, pero no sentían la necesidad de estar unidos a las personas que los inspiraban. No existía gente más independiente y amante de la soledad que los gigantes. Los sheks, al menos, poseían una clara conciencia de raza, y estaban unidos entre sí por fuertes lazos telepáticos. Esa era la razón por la cual disfrutaban tanto de la soledad; no necesitaban estar físicamente juntos para saberse parte de algo.
Esto no ocurría con los gigantes; no tenían espíritu de grupo, y no lo echaban de menos. Por tanto no tenía sentido exigirle a Ydeon que rindiera pleitesía a Ashran y a los sheks. Tomar partido en una guerra implicaba estar unido a un bando, a un grupo, y eso era algo que el gigante no lograría hacer jamás. Simplemente porque no entraba en su naturaleza.
-He venido a ver a mi hijo -dijo Ashran.
Ydeon señaló un túnel lateral que se hundía en la oscuridad. El Nigromante asintió en silencio y se internó por él.
Ydeon siguió trabajando, impasible. En ningún momento se le ocurrió pensar que tal vez Christian no tuviera ganas de encontrarse con su padre. Y aunque se le hubiera ocurrido, no era asunto suyo.
Ashran llegó a la cámara del gólem y se encontró con una escena curiosa.
Christian estaba enzarzado en una pelea a muerte contra un magnífico dragón dorado. No se había transformado en shek, pero daba la sensación de que no lo necesitaba. El filo de Haiass centelleaba en la penumbra buscando la carne del dragón, abriendo heridas en su piel escamosa, haciéndolo sangrar una y otra vez. El joven se movía con rapidez y agilidad, pero golpeaba con contundencia y lanzaba salvajes gritos de furia, y sus ojos estaban llenos de helado odio. Ashran contempló con interés cómo el dragón dorado, herido de muerte, se transformaba en el muchacho llamado Jack. Vio a Christian lanzar un grito de triunfo cuando, asestando un último mandoble, cortó limpiamente la cabeza de su contrincante.
El Nigromante entornó los ojos, interesado. Nunca había visto a Christian cortar cabezas. Era una forma de matar demasiado tosca, demasiado cruenta y desagradable para él. El muchacho solía ser mucho más discreto y elegante a la hora de segar vidas. Se preguntó qué podía significar aquello. Era evidente que su odio hacia Jack se había intensificado hasta aquel punto, y eso era bueno. Pero también podía suponer que se había vuelto lo bastante humano como para dejarse llevar por la ira, y eso no era bueno.
El cuerpo decapitado de Jack cayó al suelo, y se transformó en un enorme ser de piedra. El brillo del filo de Haiass titiló un momento, y después se debilitó visiblemente, como si la espada se sintiera agotada después del combate y, sobre todo, decepcionada porque el adversario no había sido un auténtico dragón.
Christian respiró hondo y se irguió, tratando de recuperar la calma. Fue entonces cuando percibió tras él la presencia de Ashran.
-¿Disfrutas destrozando esa cosa? -preguntó él con suavidad.
El joven se volvió sobre sus talones con agilidad felina. No dijo nada. Se limitó a observar a su padre con desconfianza.
-Puedes guardar esa espada -dijo Ashran-. Si hubiera querido matarte, lo habría hecho hace ya mucho tiempo. Y si hubiera cambiado de idea al respecto, de todas formas no podrías hacer nada para evitarlo.
Christian no se movió, ni apartó la mirada de él. Tampoco envainó la espada.
-¿Qué es lo que quieres?
Ashran señaló el gólem.
-Que hagas exactamente lo que estabas haciendo hace un momento. Pero con un dragón de verdad.
Christian se relajó sólo un poco. Hacía tiempo que imaginaba que le propondría algo así. Ya había ensayado la respuesta que iba a darle.
-No voy a servir a tus intereses. Creía que estaba claro, ¿no?
-Sí, eso pensaba yo -sonrió Ashran-. Pero da la casualidad de que mis intereses son también los tuyos. De lo contrario, no pasarías el tiempo asesinando una y otra vez al hombre al que quiero que mates. ¿Qué problema hay en hacer lo mismo con el auténtico? Lo estás deseando. Lo sabes.
Christian respiró hondo, envainó la espada y se sentó sobre el suelo de piedra. Apoyó la espalda en la pared y cerró los ojos, tratando de calmarse, intentando mitigar el odio que seguía latiendo en su interior y que podía llevarlo a aceptar la propuesta de Ashran. El hechicero se dio cuenta de ello.
-¿Sigues reprimiendo tu instinto? Eso acabará por matarte, hijo. ¿Por qué no quieres asumir que eres un shek? ¿Por qué no actúas en consecuencia?
Christian tampoco respondió esta vez, ni abrió los ojos. Hacía ya días que sabía cuál era el juego de Ashran, y comprendía que, a la larga, no tendría más remedio que hacer lo que él esperaba que hiciera.
Había perdido la cuenta de las veces que había «asesinado» al gólem bajo la forma de Jack, o del dragón, daba igual. Cuantas más veces lo hacía, más intenso latía el odio en su interior. Pero cada vez que luchaba se sentía mucho mejor, más libre, más poderoso, más seguro de sí mismo, y por eso no dejaba de hacerlo.
Además, era lo único que podía hacer allí.
Ydeon y él no pasaban mucho tiempo juntos. Cada uno hacía su vida, sin dar explicaciones al otro, sin avisar de si iba a salir, adónde iba ni cuándo volvería. Ahora que habían resuelto el misterio de la espada, sus conversaciones se habían hecho cada vez más breves y escasas. Y Christian sabía que si Ydeon lo toleraba en su casa era porque el shek no lo estorbaba. Ambos eran seres solitarios e independientes; se respetaban el uno al otro y no se molestaban.
También Christian agradecía aquella actitud. A veces salía a explorar el helado mundo de Nanhai y no regresaba en uno o dos días. Al volver se encontraba con que Ydeon no lo había echado de menos; probablemente ni siquiera había advertido su ausencia. De hecho, el joven estaba convencido de que, si abandonaba Nanhai sin decírselo para no volver jamás, el gigante no se sorprendería por su ausencia. Se limitaría a preguntarse adónde se habría llevado Christian su preciada Haiass, y si volvería a ver aquella prodigiosa espada alguna vez.
Su parte shek lo prefería así. Libertad, soledad, independencia.
Pero a veces su parte humana echaba de menos a alguien con quien hablar. Nada lo retenía ya en Nanhai, y en el fondo deseaba abandonar aquel lugar para ir al encuentro de Victoria, ayudarla en su empresa, estar a su lado para protegerla.
Pero con Victoria estaba Jack, y Christian sabía muy bien qué podía suceder si ambos volvían a encontrarse. Especialmente si, como sospechaba, su esencia de dragón ya había salido a la luz.
Por eso se obligaba a sí mismo a permanecer en aquella especie de retiro voluntario. Y mientras tanto descargaba su cólera y su frustración contra el gólem, para mantener despierta su parte shek y la frágil vida de su espada, que seguía herida y enferma, hambrienta de víctimas de verdad.
-Quiero mantenerme al margen -dijo con calma-. Eso es todo.
-Puedo entender que sigas queriendo proteger a la chica -dijo Ashran-. Fue un error por mi parte tratar de forzarte a traicionarla. Pero nada te impide matar al dragón, no es cierto?
Christian no respondió.
-Si muere el dragón, impediremos que se cumpla la profecía de todas formas. Sin necesidad de hacer daño a la chica.
-Ya lo sé -repuso Christian-. Es lo que quise proponerte desde el principio.
-Entonces no quise correr riesgos. Ese fue mi error, tal vez. Subestimé hasta dónde podían llegar tus sentimientos por ella, pero estoy dispuesto a concederte otra oportunidad. Si matas al Último dragón, Kirtash, volverás a ser uno de los nuestros. Incluso los sheks perdonarán tu traición. Y te garantizo que la muchacha saldrá ilesa. Daré orden de que nadie le haga daño. Además, ¿quién sabe?, tal vez no sea mala idea conservar con vida al Último unicornio del inundo.
En los ojos de Christian se encendió un brillo de nostalgia.
-Hace tiempo soñé que era posible -murmuró-. Imaginé un mundo gobernado por nosotros. Sin dragones, sin profecías que amenazaran nuestro futuro. Jack muerto, y Victoria a mi lado. Para siempre.
«... a mi lado, serás mi emperatriz -le había dicho dos años atrás a una niña aterrada que no sospechaba todavía el increíble poder que atesoraba en su interior-. Juntos gobernaremos Idhún.»
Evocó el momento en que ella había cogido su mano. Habría dado lo que fuera por volver a aquel instante, luchar porque nadie lo estropeara, llevarse a Victoria consigo antes de que los interrumpieran...
Pero el momento había pasado, y Victoria había soltado su mano. En aquel instante, Christian debería haber sabido que no volvería a cogerla nunca más, que el lazo que la unía a Jack era demasiado fuerte como para que él pudiera romperlo. Por muy intensos que fueran los sentimientos de Victoria hacia el hijo del Nigromante.
-¿Qué te hace pensar que no es posible? -preguntó Ashran con suavidad.
Christian sonrió.
-Lo sé. La muerte de Jack no arreglaría las cosas, padre. Victoria no me lo perdonaría jamás. Además, yo... -vaciló.
-...no quieres hacerla sufrir. Kirtash, Kirtash, a veces me sorprende lo ingenuo que puedes llegar a ser. Cuando el dragón muera, el shek revivirá con más fuerza en tu interior. Entonces no te importará que ella sufra. Además, se le pasará, acabará por volver contigo.
Christian esbozó una sonrisa escéptica.
-¿No me crees? -sonrió Ashran-. Piensa en quién es ella. Imagínala sin el dragón a su lado. Su vida ya no tendrá ningún sentido. Terminará por acudir a ti, porque eres el único que puede comprenderla, el único a quien puede entregar su amor.
Porque los unicornios necesitan amar, hijo. Y no existe nadie que pueda compararse a ella, nadie excepto vosotros dos. Sepárala para siempre de ese dragón, y será tuya. Por mucho que te odie entonces, serás su única opción, y lo sabe. Y tú también.
-No sería su única opción. No conoces a Victoria.
-Tú crees que la conoces, pero olvidas que es un unicornio. El último unicornio. Jamás se dejaría morir voluntariamente. Tampoco soportaría la idea de estar sola el resto de su vida.
Christian respiró hondo.
-¿Y por qué no esperar a que sea otro quien mate a Jack? -preguntó-. ¿Por qué voy a volver a implicarme en una guerra que ya no me interesa?
-Podría enviar a otro a acabar con su vida -admitió Ashran-. Pero sé que tú tienes más posibilidades, porque ellos confían en ti. Tus sentimientos por esa chica son tu mejor arma para acercarte a la Resistencia, porque son sinceros, y ellos lo saben.
Christian no dijo nada. Le dio la espalda, dando a entender que no tenía ganas de seguir con aquella conversación.
-Piénsalo, Kirtash -concluyó Ashran-. Mira en lo que te has convertido, mira todo lo que has perdido. Y piensa en todo lo que puedes ganar si acabas con el último dragón. Recuperarías tu lugar entre nosotros y garantizarías la seguridad de esa muchacha que tanto te importa.
-No quiero volver a ser una marioneta a tus órdenes, padre -dijo Christian con suavidad-. No lamentaré la muerte del último dragón, pero no seré yo quien acabe con su vida. Estoy cansado de ser sólo un peón en tu juego de poder.
-¿Eso crees? Ahora mismo eres una amenaza, Kirtash, y, como a tal, debería matarte sin dudarlo. Tengo otros servidores más fieles que no me dan tantos problemas corno tú. Y sin embargo aquí estoy, ofreciéndote otra oportunidad. ¿Quieres saber por qué? Porque sé que te estás muriendo, hijo. Por eso quiero que seas tú quien acabe con ese dragón. Sabes... igual que yo... que eso te salvará la vida.
»Y a pesar de lo mucho que me has decepcionado, a pesar de esos sentimientos humanos que te hacen tan débil, y que tanto me disgustan... en el fondo no has dejado de ser mi hijo.
Christian se incorporó, sorprendido, y alzó la mirada hacia el Nigromante.
Pero Ashran había desaparecido.
Aun viajaron dos días más a través del desierto. Victoria aguantó bastante bien, en parte debido a que montar en torka la agotaba menos que caminar sobre las dunas. Pero no hablaba mucho, y Jack no sabía cómo interpretar su extraño silencio.
Kimara no había vuelto a insinuársele. Había sido muy clara y sincera en el oasis, cosa que Jack agradecía, pero sospechaba que no volvería a insistir en el tema para no incomodarlo. También él trató de olvidar lo que habían hablado. Pero seguía sintiendo una fuerte atracción por aquella fascinante joven, y no sabía muy bien cómo actuar.
Además, estaba seguro de que Victoria lo había notado. Tal vez por eso estaba tan fría y callada con él. Pero, si eso la molestaba, ¿por qué no le había dicho nada al respecto? ¿Por qué no intentaba impedir que se acercara a Kimara, por qué se mostraba tan indiferente, corno si no le importara lo que pudiera pasar entre ellos? A veces, Jack no podía evitar sentirse dolido por su actitud. Otras veces se reprochaba a sí mismo el sentirse culpable por pensar en Kimara. ¿Acaso no mantenía Victoria una relación con un shek? Victoria, que se suponía que estaba con él, con Jack? ¿Por qué razón debía él rechazar a Kimara, entonces?
Jack atravesaba un estado de gran confusión, y no ayudaba en nada el hecho de que llevaba unos días notando que algo extraño le pasaba por dentro. Algo que no tenía nada que ver con mujeres.
Se encontraba más fuerte, más resistente, más seguro de sí mismo. Se sorprendía mirando a menudo al cielo e imaginando que desplegaba las alas y echaba a volar, en un gesto que, de pronto, le parecía extrañamente familiar. Y sobre todo... había desaparecido su miedo a las serpientes. Ahora las odiaba, sin más.
Al atardecer del segundo día desde que abandonaron el oasis llegaron a un campamento van. Kimara condujo a su torka hacia allí, y la montura de Jack y Victoria la siguió sin vacilar.
Sin embargo, ellos no se sentían cómodos. El único yan al que habían conocido, un tal Kopt, que vivía exiliado en la Tierra, había resultado ser un traidor. No estaban seguros de querer conocer a más.
Kimara desmontó y se echó en brazos del yan que salió a recibirle. Hablaron muy deprisa, y ni Jack ni Victoria consiguieron entender lo que decían. Pero cuando Kimara se acercó a ellos, seguida por el yan, Victoria intuyó que estaban en un lugar seguro.
-Os presento a mi padre, Kust -dijo ella, con una sonrisa.
El yan los miró con detenimiento. Se había retirado de la cara el velo que solían llevar todos los yan, y que ocultaba sus rasgos a excepción de los ojos rojizos de los de su raza. Y Jack y Victoria vieron por primera vez el rostro de un yan.
Tenía un aspecto aún más humano de lo que ambos habían imaginado. Su piel era áspera y rugosa, de color pardo-rojizo, y su nariz achatada parecía aún más pequeña bajo los enormes ojos redondos y ardientes como brasas que presidían sus facciones. Llevaba el cabello gris peinado en multitud de pequeñas trenzas que le caían sobre los hombros.
A Victoria le recordó vagamente a una especie de duende. Tal vez también tenía que ver con eso el hecho de que los yan en general eran gente de baja estatura.
De todas formas, no tuvieron mucho tiempo para observarle, porque Kust no paraba de moverse, y pronto se cansó de esperar a que hablaran los extranjeros.
-BienvenidosaHadikah -dijo, con una extraña sonrisa-, queennuestroidiomasignifica« Refugio».


Hadikah no era un lugar, o, al menos, no un lugar estable. Hadikah estaba allá donde la tribu instalase el campamento y plantase sus tiendas, en cualquier lugar del desierto porque, como les contó Kimara, todo Kash-Tar era el hogar de los yan.
Aquella noche bailaron unas danzas salvajes en torno al fuego, en honor de los invitados. Los yan eran gente extraña y misteriosa, pero hospitalaria cuando querían. Victoria no pudo evitar preguntarse, sin embargo, si los habrían acogido de la misma manera de no haberse presentado allí con Kimara.
La joven no quiso bailar, al principio, aunque las mujeres yan le insistieron, dando a entender que, a pesar de su sangre mestiza, Kimara sabía bailar aquellas danzas tan bien como cualquier muchacha yan. Pero la exploradora se limitó a contemplar los bailes junto a la hoguera, sola y en silencio.
De vez en cuando, sin embargo, ella y Jack cruzaban miradas llenas de significado.
Al cabo de un rato se inició una nueva danza. Sólo habían quedado dos mujeres, y llamaron por gestos a Kimara. Por fin, ella accedió a levantarse. Se despojó de la camisa, quedando vestida como las otras bailarinas: con sus holgados pantalones y una especie de sostén que se anudaba a la espalda mediante una serie de finas tiras de tela, dejando al descubierto su vientre y sus hombros. Y con un salvaje grito de alegría se unió a la (lanza.
Las tres empezaron a girar sobre sí mismas al compás de la música de los tambores, en torno al fuego, como planetas que rotaran alrededor de un sol, con los brazos extendidos a los la(los y las trenzas flotando en el aire, con los pies descalzos golpeando la arena rítmicamente.
Entonces se acercó un varón yan, bailando al ritmo de los tambores, haciendo malabarismos con seis antorchas encendidas. Pasó junto a las mujeres, que seguían girando, y fue entregándoles las antorchas. Cuando cada una de ellas sostenía ya una en cada mano, empezaron a moverse todavía más deprisa, agitando las antorchas en torno a sus cuerpos, el fuego casi rozándoles la piel. Y siguieron girando y girando, casi envueltas en llamas.
Jack observó a Kimara, embelesado. Parecían brotar chispas de sus pies. Toda ella parecía una centella bailando en torno a la hoguera.
Alguien lo empujó de pronto y lo obligó a ponerse en pie. Cuando quiso darse cuenta, estaba en mitad del baile de las antorchas, junto a Kimara y las otras dos mujeres, y dos varones yan que se habían unido también. Se quedó parado, sin saber qué hacer. Pero enseguida vio a Kimara frente a él, haciendo vibrar las antorchas en torno a su cuerpo, trazando arcos de fuego en el aire, sobre los dos. Jack sonrió y se dejó llevar. Sabía que se movía con torpeza, pero aun así trató de seguir los pasos del baile, imitando a los otros dos hombres.
Y bailaron alrededor de la hoguera, al compás de los tambores, una vuelta, y otra más, cada vez más deprisa, mientras el fuego de las antorchas enlazaba figuras sorprendentes en torno a ellos, como relámpagos entrecruzándose en el cielo. Jack siguió los movimientos del cuerpo de arena de Kimara, atreviéndose, con ella, a moverse entre los arcos de fuego, cada vez más rápido, cada vez más cerca, sintiendo que los ojos de la semiyan quemaban igual que el fuego de la hoguera, hundiéndose en ellos sin temor a verse consumido por las llamas.
Cuando por fin, mareado, tropezó con sus propios pies, se apartó de la hoguera, riendo a carcajadas. Kimara le dirigió una mirada burlona y siguió bailando, sola. Jack ladeó la cabeza y se quedó mirándola. El estaba ya agotado, pero daba la sensación de que la vitalidad de la semiyan no conocía límites.
Sintió la presencia de Victoria junto a él.
-Tengo sueño -dijo ella suavemente-. Me parece que me voy a dormir.
Jack volvió a la realidad. La miró y se sintió muy culpable de pronto.
-Voy contigo -dijo, pero ella sonrió con dulzura.
-No hace falta, sé que lo estás pasando bien. No pareces tener sueño.
Jack se quedó perplejo. «No puede ser que no nos haya visto -se dijo-. No es posible que no se dé cuenta de nada. Entonces, ¿es que no le importa?»
Se sintió dolido y furioso de pronto. Se merecía lo que pudiera suceder, pensó con rencor.
-Bueno, pues que descanses -dijo con cierta frialdad-. Buenas noches.
Victoria lo miró un momento, y un destello de tristeza brilló en sus ojos oscuros. Pero él tenía la vista fija en la hoguera y no se dio cuenta, así que la muchacha se puso en pie y se alejó en dirección a la tienda que les habían asignado a ella y a Jack.
El chico respiró hondo, sintiéndose cada vez más confuso.
La danza terminó, con un último retumbar de tambores. Las tres yan arrojaron las antorchas a la hoguera, cuyas llamas se alzaron aún más alto.
Entonces, Kimara se volvió hacia Jack.
No le dijo nada. Simplemente lo miró una vez más con sus ojos de fuego, y Jack entendió sin necesidad de palabras. Cuando Kimara desapareció en el interior de su tienda, Jack se levantó de un salto para seguirla.


Victoria se había acurrucado en un rincón de su tienda. Sabía perfectamente que iba a dormir sola aquella noche, se había hecho a la idea y lo comprendía, pero no podía evitar sentirse celosa y muy triste.
«No seas estúpida -se dijo a sí misma-. Sabes de sobra que Jack tiene todo el derecho del mundo a fijarse en otra chica. Se gustan, quieren estar juntos y tú no eres quién para estorbarlos.»
Recordó lo que Christian le había contado en el bosque de Awa acerca de las «necesidades físicas». El ya le había dejado claro lo que pensaba con respecto a la fidelidad en las relaciones. Si ella era capaz de aceptar aquello en el caso de Christian, debía poder tratar a Jack de la misma manera. Además... qué diablos..., ¿no había aceptado Jack su relación con el shek?
Al pensar en Christian, la nostalgia la invadió de nuevo, y su corazón se estremeció, echándolo de menos, como tantas otras veces. Se preguntó si él dormiría solo aquella noche. Por alguna razón, eso le dio fuerzas. Tal vez Christian estaba en aquellos momentos junto a otra mujer, aunque su corazón perteneciera sólo a Victoria. Y ella entendía y aceptaba esto, porque Christian entendía y aceptaba que la joven amara a dos personas a la vez. De modo que no era tan extraño ni tan terrible que Jack hiciera lo mismo.
Y si Christian no tenía compañía... Victoria sonrió con suavidad. No dudaba de que él la quería con locura. Y, sin embargo, había tenido que pasar solo muchas noches, noches en las que ella había dormido junto a Jack. «Ahora me toca a mí estar sola, como haces tú, Christian -pensó-. Me has enseñado muchas cosas, y una de ellas es que el amor no implica posesión. No te pertenezco, me dijiste tina vez. Sólo te pertenece lo que siento por ti... que no es poco. Y cuánta razón tenías. Tampoco Jack y tú me pertenecéis. Sólo es mío lo que los dos sentís hacia mí.»
De modo que... si Jack sentía algo hacia Kimara... ¿no era también un poco de ella?
«Se lo debo -pensó-. Se lo debo por todas las veces que me ha visto marcharme con Christian, por todo lo que ha tenido que sufrir por mi causa.»
Dolía mucho, era cierto. Pero estaba decidida a no interponerse entre Jack y Kimara. Si Jack sentía algo por la semiyan, si la necesitaba a su lado, Victoria estaba dispuesta a aceptarlo.
«Es una buena chica -se repitió a sí misma por enésima vez-. No es como Gerde. De verdad siente algo por Jack, es guapa, lista, valiente v...
»... y es mayor que yo -pensó-. Más... mujer.»
No sabía qué edad tenía Kimara, pero aparentaba cerca de veinte.
«Todo está bien -se dijo-. Es lo justo. Es lo justo.»
Sintió que se le humedecían los ojos, y los cerró, mordiéndose el labio inferior. Pasara lo que pasase, no debía llorar. A través de la lona de la tienda cualquiera podría oírla, y ese cualquiera podría ser Jack. Y Victoria tenía que ser invisible aquella noche. Porque Jack necesitaba olvidarse de ella.
Entonces alguien abrió la tienda con violencia y se quedó plantado un momento en la entrada. Victoria dio un respingo y se incorporó. La sombra recortada contra la luz de fuera era la de Jack.
-Jack! -exclamó ella, secándose los ojos con precipitación-. ¿Qué...?
El se dejó caer junto a ella, temblando. La atrajo hacia sí y le cogió el rostro con las manos. La miró en la penumbra. Victoria rogó porque no notara que tenía los ojos húmedos. Pero él estaba demasiado alterado como para darse cuenta. Sus ojos relucían de manera extraña en la oscuridad, como alimentados por un poderoso fuego interior.
-Jack, ¿qué te pasa? -susurró ella, un poco asustada.
El muchacho no dijo nada, pero la besó de pronto, intensamente. Victoria se quedó sin aliento. Había algo en su actitud que le daba miedo.
Jack la abrazó con fuerza y enredó sus dedos en el cabello castaño de su amiga.
-No puedo, Victoria -le dijo al oído con voz ronca-. No la quiero a ella, ¿entiendes? Es a ti a quien quiero. Sólo a ti.
Victoria jadeó, emocionada, sintiendo cómo el amor que sentía por él estallaba en su interior inundando todo su ser. Quiso pronunciar su nombre, pero no le salieron las palabras.
Jack la besó de nuevo, con urgencia, con pasión. Victoria cerró los ojos y se dejó llevar, comprendiendo que aquella noche y en aquel momento sería capaz de rendirse a él. Porque daba la sensación de (tic era eso lo que él quería. De modo que dejó que la besara, que bebiera de ella; se estremeció cuando el chico la tumbó sobre las mantas y se echó sobre ella, pero no lo alejó de sí.
Sin embargo, Jack se limitó a apoyar la cabeza en su pecho y a rodearle la cintura con los brazos, temblando. Y se quedó así, en esa posición, como si hubiese encontrado un lugar para el reposo después de un día agotador.
-Te quiero -susurró.
Victoria respiró hondo y cerró los ojos, intentando controlar los sentimientos que amenazaban con desbordarse en su pecho. Fue entonces más consciente que nunca de que ella también lo quería con locura. Le acarició el pelo con cariño, y entonces se dio cuenta de que la piel de él estaba muy caliente. Mucho más caliente de lo habitual.
-Jack, estás ardiendo -dijo, preocupada-. ¿Estás bien?
El muchacho no respondió. Se había quedado dormido.
Victoria suspiró y lo abrazó, acercándolo más a ella. Le pareció notar que algo latía en el interior de Jack, algo caliente, pulsante, que amenazaba con estallar en cualquier momento.
«No es el mismo -pensó, inquieta-. Le está pasando algo raro.»
Cerró los ojos y se acurrucó junto a él. Su calor la agobiaba, pero no le importó.
-Pase lo que pase -le susurró-, ya no voy a abandonarte. No quiero separarme de ti nunca más, Jack. Nunca más.


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