Alexander salió al patio y contempló las tres lunas llenas sobre él. Sintió que la bestia se removía en su interior, pero logró controlarla. «Bien», se dijo. La magia del Archimago funcionaba todavía. Rezó a los dioses para que aguantara hasta el amanecer.
Al alzar la mirada vio dos figuras en las almenas. Reconoció a Covan y a Shail. Trepó por la escalera y se reunió con ellos en lo alto de la muralla.
El maestro de armas le dirigió una mirada preocupada, pero Alexander se limitó a preguntar con frialdad:
-¿Cómo están las cosas?
Shail sonrió con cansancio. Aún estaba terminando de recuperarse del hechizo con el que había tratado de encadenar el alma de la bestia que latía en Alexander.
-Harel asegura que el escudo aguantará -dijo-. Pero si no lo hace, si Ashran encuentra la forma de destruirlo... en fin, «que se atrevan esas serpientes a poner un solo pie en Awa, las estaremos esperando». Esas han sido sus palabras textuales.
Alexander sonrió a su vez. La ferocidad de los feéricos defendiendo su territorio era legendaria.
-Bien. Que se ocupen ellos del bosque. Nosotros nos encargaremos de defender la Fortaleza.
Covan movió la cabeza, preocupado.
-Sé que llevamos mucho tiempo preparando las defensas de Nurgon, pero, aun así, no sé si aguantarían el ataque de ese ejército que nos aguarda ahí fuera.
Los tres contemplaron el campamento enemigo asentado más allá de las murallas, más allá del bosque. Cualquiera podía percibir que la actividad que reinaba en él no era propia de una noche como las demás. Las serpientes y sus aliados se preparaban para la batalla.
-Odio tener que esperarlos -gruñó Alexander.
-Pero no tenemos otra opción -replicó el maestro de armas-. Si el escudo deja de funcionar, seguiremos teniendo los muros de Nurgon. Puede que los feéricos peleen bien en el bosque, pero yo prefiero luchar en campo abierto.
Alexander asintió, pensativo, y paseó la mirada por los alrededores de la Fortaleza. Había un trecho en torno a las murallas donde no crecían los árboles, por expreso deseo de los rebeldes, que habían pedido a los feéricos un espacio para Maniobrar. Harel había respetado su demanda, pero Covan se había quejado en más de una ocasión de que aquel espacio le parecía muy reducido.
-Están todos preparados -prosiguió Covan-. Los guerreros, los mercenarios, los pilotos de dragones, los arqueros, el Archimago y sus hechiceros, las ballestas, las catapultas y demás maquinaria y, por supuesto, nosotros, los caballeros de Nurgon. Si e1 escudo cayese, nos volcaríamos todos a defender la Fortaleza. Todos sabemos lo que hay que hacer y, sin embargo...
Alzó la mirada hacia el cielo, surcado por docenas de sheks.
-Han venido más -asintió Shail-. Están preparándose para atacar. No lo harían si no supieran que van a poder traspasar el escudo.
Covan apretó los puños.
-¿Cuánto tiempo podremos resistir? -murmuró.
-Tal vez más del que piensas -dijo de pronto Alexander. Había clavado la vista en el horizonte, más allá del campamento enemigo, y sonreía enigmáticamente. Se volvió hacia sus compañeros.
-Bajad y decid a todos que voy a hacer una incursión en territorio enemigo -anunció-. Será peligrosa, por supuesto, pero mientras el escudo aguante siempre podremos retirarnos si las cosas se ponen mal. Quien quiera unirse a nosotros, que lo haga. Cuantos más seamos, mejor.
Los otros tardaron un poco en asimilar sus palabras.
-¿Te has vuelto loco? -estalló Covan-. ¡Eso es un suicidio!
-Tal vez -sonrió Alexander-. Pero creo que seré de más utilidad ahí fuera que entre los muros de este castillo, y, por otra parte, mucha gente agradecerá perderme de vista esta noche.
Ashran había salido a la gran terraza que se abría a un costado de la Torre de Drackwen, casi en su cúspide. La balaustrada se había derrumbado muchas décadas atrás, pero el Nigromante no se percató de ello. Sólo tenía ojos para las tres lunas que brillaban en el firmamento.
-Resulta irónico -murmuró para sí mismo- que los astros de los que los Seis están tan orgullosos vayan a precipitar su caída. La conjunción me dio poder para destruir a los dragones y los unicornios... y después de quince años, este Triple Plenilunio me otorgará el dominio de todo Idhún. El Triple Plenilunio y...
No terminó la frase, pero acarició los restos de la balaustrada, con suavidad. La piedra respondió a su contacto con una leve vibración.
-El poder del último unicornio -susurró para sí mismo; alzó la cabeza hacia el cielo, y sus iris plateados relucieron de forma extraña bajo la luz de las tres lunas-. Señoras -las saludó con una fría sonrisa-, no podéis ocultaros de mí esta noche. Entregadme vuestro poder, y contemplad la caída de Nurgon, del bosque de Awa y de los últimos rebeldes. Y.. oh, sí -añadió, súbitamente animado-, también seréis testigos del final de vuestra ridícula profecía. Porque ellos... acaban de llegar -concluyó, volviéndose hacia Zeshak, que lo aguardaba a sus espaldas-. Habrá que recibirlos como se merecen, ¿no es cierto?
Jack dio un traspié, mareado, y casi tropezó con Christian.
«¡Ten más cuidado!», susurró éste en su mente, molesto.
«Lo siento», pensó Jack automáticamente. Christian lo miró, alzando una ceja. Se había dado cuenta de que el dragón parecía ya acostumbrado a responder con pensamientos a la conversación de un telépata. Muy pocos humanos, incluso aquellos que convivían con sheks, renunciaban a la voz cuando trataban con ellos, quizá porque escucharse a sí mismos les hacía sentirse más seguros. Jack se encogió de hombros, pero no respondió a la muda pregunta de Christian. Sheziss le había enseñado a ser silencioso, y... ¿quién necesitaba hablar, teniendo al lado a alguien que captaba sus pensamientos, si los formulaba con suficiente intensidad?
Los dos miraron a su alrededor. Estaban en una sala muy parecida a la que acababan de abandonar, pero mucho más maltratada por el tiempo. La habitación estaba silenciosa, oscura, vacía.
«¿Crees que no nos esperaban?», pensó Jack, inquieto.
«No tendremos tanta suerte», replicó el shek. Se volvió sobre sus talones para examinar el hexágono en el que acababan e materializarse. Sus largos dedos recorrieron ágilmente los signos grabados en su contorno, acariciando unos e ignorando otros, mientras susurraba unas palabras en idioma arcano. Algunos de los signos se fueron iluminando, hasta que todo el hexágono emitió un suave resplandor y, finalmente, se apagó.
Jack observó todo el proceso en silencio. Nunca antes había visto a Christian utilizar la magia que sabía que poseía. Se quedó mirándolo, sin una palabra.
«He cerrado el portal -explicó el shek-. Para que Victoria no nos siga.»
-Pero... -se le escapó a Jack; enmudeció inmediatamente.
«Pero la has dejado dormida, ¿no?»
«Despertará al amanecer. Si algo malo nos sucediera, y ella se diera cuenta...»
No terminó la frase, pero Jack comprendió. No dejó de notar, sin embargo, que ahora estaba atrapado en la torre, a merced de Christian, que era el único de los dos que sabía cómo Abrir el portal de nuevo. Respiró hondo y trató de apartar aquellos pensamientos de su mente.
Siguió al shek hasta la puerta. Salieron de la habitación, con precaución, y recorrieron el pasillo en silencio. Christian parecía saber exactamente adónde se dirigía, y Jack fue tras él, con decisión.
La Torre de Drackwen se le antojó muy similar a la de Kazlunn. Sin embargo, se notaba que había permanecido mucho tiempo abandonada. Las grietas empezaban a marcar los muros de piedra, desnudos de los tapices que adornaban las paredes de Kazlunn. Ninguna lámpara iluminaba los pasillos ni las estancias de los niveles superiores de la torre.
Y, no obstante, cada piedra parecía vibrar con una misteriosa y cálida energía. Sin saber muy bien por qué, Jack no pudo evitar acordarse de Victoria.
Y recordó entonces que tendría que haberle dicho algo que no le había dicho. Se le escapó un leve suspiro, que le valió una de las miradas de hielo de Christian.
«Lo siento», se disculpó, por segunda vez. Respiró hondo, varias veces, como Sheziss le había enseñado, para calmarse y concentrarse en la situación. Con todo, no pudo reprimir un último pensamiento para Victoria: «Ojalá pudieras escucharme ahora -le dijo en silencio-. Quería que supieras... que ya he tomado mi decisión. Que quiero seguir contigo, pase lo que pase, con el shek, o sin él. Que el amor que siento por ti es mucho más importante para mí que el odio que él me inspira. Ojalá tenga ocasión de mirarte a los ojos una vez más, y de decirte todo esto...».
Reprimió de golpe aquellos pensamientos, y miró a Christian, inquieto, preguntándose si su mente de shek los había captado. Pero él no dio muestras de haberlo hecho, y ni siquiera se volvió para mirarlo.
Siguieron avanzando hasta alcanzar la escalera de caracol. «Arriba», indicó Christian solamente. Jack respiró hondo y lo siguió.
Se deslizaron escaleras arriba, en silencio, como sombras. Se mantenían en tensión, pero controlando el poder que latía en su interior, y por esta razón, el brillo de Haiass y Domivat era apenas un suave resplandor mortecino en la semioscuridad. Seguían sin topar con nadie.
Christian se detuvo en un recodo de la escalera. De allí partían seis pasillos, cada uno en una dirección distinta. El shek señaló el más amplio con un gesto, y Jack comprendió que la enorme puerta que veía al fondo era la puerta tras la que se ocultaba Ashran.
«No parece vigilada», pensó.
«No lo está -replicó Christian-. Quiere que entremos.»
Cruzaron una mirada. El odio palpitó un instante en sus corazones, y los dos se esforzaron por controlarlo. No era el mejor momento para ponerse a pelear, por mucho que su instinto se lo exigiese a gritos.
«Es una trampa», pensó Jack.
«Sí -asintió el shek-. Pero si de verdad tus dioses tienen interés en derrotar a Ashran, nos echarán una mano, espero. Todo lo que hemos hecho hasta ahora, todo lo que hemos sufrido, incluso nuestra propia existencia... tenía como único objetivo este mismo momento. Naciste para estar aquí ahora, Jack. ¿Lo entiendes? Si esto no sale bien, ya no sé qué más podemos hacer.»
«Lo sé -dijo Jack-. Y estoy preparado. Pero ¿por qué será que siento que nos falta algo?»
Christian lo miró, pero no dijo nada.
«Y a pesar de todo -prosiguió Jack-, no habría querido verla aquí, por nada del mundo.»
El shek no hizo ningún comentario al respecto.
«He visto esa sala -explicó-. Es grande, pero no lo bastante como para que varios sheks puedan luchar con comodidad. Ahí, detrás de esa puerta, está mi padre... y posiblemente también Zeshak y algún que otro szish, pero nadie más. Los szish no son importantes. Olvídate de ellos. En cuanto atravieses el umbral, transfórmate y ve directo a Ashran. Si no está Zeshak, lucharé contigo. Si se halla en la habitación, yo me ocuparé de él.»
Jack lo miró, dudoso.
«Si hay otro shek en la habitación, mi instinto me llevará de cabeza a él.»
«Entonces, procura controlarlo.»
El muchacho asintió, y recordó todo lo que Sheziss le había enseñado. Odiaba a Zeshak por instinto, como habría odiado a cualquier otro shek. Odiaba a Ashran por motivos personales. Se centró en ese pensamiento.
Christian reanudó la marcha. Jack lo siguió. Apenas había dado unos pasos cuando percibió la presencia del shek detrás de la puerta. Cruzó una mirada con Christian, y entendió que él también lo había notado. Zeshak, el rey de los sheks, se hallaba allí también.
Se detuvieron a escasos metros de la puerta.
«Ahora», dijo Christian.
La puerta se abrió de par en par. Los dos jóvenes cruzaron el umbral, a la vez.
Entraron en una amplia sala de paredes redondeadas y altos techos, cuyo fondo se abría a una enorme terraza bañada por la luz de las lunas. Jack percibió la presencia de Zeshak, espiándolos desde un rincón, oyó el siseo de odio que le dedicó el rey de los sheks. Pero en aquellos momentos sólo tenía ojos para el hombre que los aguardaba en mitad de la sala, contemplándolos con una media sonrisa. Era apenas una alta sombra recortada contra la clara luz lunar, pero sus ojos relucían extrañamente en la penumbra, y Jack sintió que un profundo escalofrío de terror recorría todo su ser al sentirse el blanco de aquella mirada.
«Jack!», oyó la llamada de Christian en su mente, apenas unos segundos después de darse cuenta de que su cuerpo no le obedecía, de que, por alguna razón, la llama del dragón parecía haberse apagado en su interior... de que, por más que lo intentara, no lograría transformarse, no en presencia de Ashran. No necesitó mirar a Christian para comprender que a él le sucedía lo mismo. «¿Qué está pasando?», se preguntó, horrorizado.
La mirada plateada de Ashran seguía quemándolo como un hierro al rojo.
-¿Qué es esto? -dijo entonces el Nigromante, con suavidad-. ¿Dónde está el unicornio?
Christian pudo decir, con esfuerzo:
-Lejos de ti, padre.
Ashran rió suavemente.
-Mis pobres niños. Qué equivocados estáis. La habéis traído con vosotros. Porque ella está donde vosotros estéis. ¿O acaso pensabais que podríais romper tan fácilmente el vínculo que os une a los tres?
Jack logró liberarse del embrujo que le producía la mirada de Ashran; alzó a Domivat y corrió hacia él, con un grito. Pero chocó contra algo invisible, y la violencia del golpe lo dejó sin aliento durante un instante. Cayó al suelo y, antes de que pudiera comprender qué estaba pasando, oyó la suave risa de Ashran junto a su oído:
-De modo que tú eres el último dragón. Tenía ganas de conocerte. ¿De verdad creías que podías vencerme sin el unicornio? ¿Vencerme... a mí?
Lo último que vio Jack, antes de perder el conocimiento, fueron unos hipnóticos ojos plateados; y se sintió de pronto tan pequeño y frágil como un gorrión en mitad de un furioso huracán...
«Tú... ¿quién eres tú?»
En sus sueños relucían unos iris plateados, una mirada que ocultaba mucho más de lo que pretendía mostrar, unos ojos que irradiaban un poder oscuro, letal, disimulado bajo un disfraz argénteo...
«Sabes quién soy yo -respondió la voz en sus sueños-. Sabes por qué no puedes enfrentarte a mí.»
Victoria ahogó un grito y despertó de golpe, con el corazón latiéndole con fuerza. Había tenido una pesadilla...
Trató de serenarse, pero no lo consiguió. Le costó un poco poner orden a sus caóticos pensamientos. Respiró hondo y se volvió hacia la ventana. Todavía era de noche, pero había tanta luz que casi parecía de día.
Y lo recordó todo de repente.
Las tres lunas. Triple Plenilunio. Ashran. Jack y Christian se habían ido.
La mirada de los ojos plateados de Ashran.
Se levantó de un salto y se precipitó fuera de la habitación. Halló enseguida la estancia desde donde Jack y Christian se habían marchado. Su instinto le dijo que aquel lugar era el último en el que ellos dos habían estado, y trató de descifrar los símbolos del hexágono. No le costó trabajo; no en vano había aprendido con Shail a leer y escribir idhunaico arcano, y supo enseguida qué debía hacer para abrir el Portal. Sin embargo, no lo consiguió, aunque empleó la magia del Báculo de Ayshel. Respiró hondo y trató de calmarse. Comprendió que el Portal no se abriría para ella; Christian se habría asegurado de que Victoria no fuese tras ellos.
Recorrió la torre de arriba abajo, con el corazón latiéndole con fuerza. Sabía que los dos chicos se habían marchado, sabía también adónde se habían dirigido. Pero la Torre de Drackwen estaba muy lejos, y para cuando ella lograra alcanzarla, ya sería demasiado tarde. Su única esperanza residía en la presencia que palpitaba, silenciosa, en algún lugar de la torre.
Llegó hasta las termas, donde, días atrás, habían luchado contra los szish. Donde, días atrás, había compartido aquellos momentos íntimos y especiales con Christian. Evitó pensar en ello. Debía mantener la cabeza fría.
Pero resultaba difícil cuando eran Jack y Christian quienes estaban en peligro, ellos quienes habían acudido al encuentro de Ashran, sin tener ni idea de lo que iban a encontrar detrás de su mirada de plata.
Victoria lo había descubierto tiempo atrás, en la Torre de Drackwen, al mirarlo a los ojos. O tal vez, simplemente, lo había intuido, sin llegar a tenerlo completamente claro. No obstante, aquella noche había soñado con el poder que se adivinaba tras aquellos iris plateados, y había comprendido su significado.
Todavía temblaba de terror cuando se detuvo al borde de la piscina de agua cálida.
-Por favor, muéstrate -pidió en voz alta.
Esperó, pero sólo obtuvo el silencio por respuesta.
-Te lo ruego -insistió-. Sé que estás aquí, seas quien seas.
Déjate ver.
No sabía qué encontraría allí. Pero sí había sabido todo aquel tiempo que había alguien más en la Torre de Kazlunn, una cuarta persona que había permanecido oculta. Alguien que había venido con Jack, que lo había traído de vuelta del mundo de los muertos.
Percibió entonces un rizo en la superficie del agua. Descubrió el cuerpo sinuoso de un shek, y el corazón le latió un poco más deprisa. Pero enseguida entendió que aquella serpiente no era Christian.
Sin embargo, un ramalazo de nostalgia la invadió cuando ella emergió del agua, con todas las escamas chorreando, y se mostró ante Victoria, inmensa, misteriosa y letal. Había en aquella shek algo que le evocaba a Christian, tal vez su mirada, tal vez su propia esencia... Victoria no fue capaz de sentir miedo. Cuando Sheziss bajó la cabeza hasta ella para contemplarla, con curiosidad, la joven comprendió, de pronto, quién era ella. La observó, maravillada, tratando de asimilar lo que había descubierto, esforzándose por encontrarle un sentido al hecho de que aquella serpiente estuviera allí por Jack, y no por Christian.
Sheziss no dijo nada. Siguió mirándola, desde todos los ángulos. Victoria soportó aquel examen con paciencia. Estaba profundamente preocupada por Jack y por Christian, pero no quería precipitarse.
«Así que eres tú la chica unicornio -dijo Sheziss-. Tenía ganas de verte de cerca.»
Victoria respiró hondo.
-Gracias por ayudar a Jack -le dijo con suavidad-. Fuiste tú quien le salvó la vida, ¿verdad?
«Y todavía me pregunto por qué», respondió ella, con un poco de amargura.
-Gracias de todas formas. Me siento en deuda contigo. Sheziss entornó los ojos, pero no dijo nada.
-No voy a preguntarte por qué lo hiciste -prosiguió Victoria-, por qué extraña razón decidiste ayudar a un dragón. Pero necesito saber si estarías dispuesta a hacerlo nuevamente.
«¿Sabiendo lo que sé ahora?» Sheziss sacudió la cabeza.
-Sabes adónde han ido. Los dejaste marchar.
«No había nada que yo pudiera hacer.»
-Puedes llevarme junto a ellos.
Sheziss no respondió. Victoria avanzó un paso hacia ella.
-¿Le salvaste la vida para dejarlo morir ahora?
«Entonces las cosas eran distintas. Entonces había una oportunidad de derrotar a Ashran. Ahora no la hay.»
-La habrá -replicó Victoria suavemente- si yo voy a su encuentro.
«¿Estás segura de eso?»
Victoria vaciló; recordó lo que había visto en sus sueños, y desvió la mirada, temblando.
-No -admitió en voz baja-. Pero no tengo otra salida. Tengo que ir con ellos, cueste lo que cueste.
«Sabes que es eso lo que quiere Ashran, ¿verdad?»
-Sí, lo sé. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? No puedo darles la espalda. Me necesitan.
«No puedes hacer nada por ellos ahora.»
-Eso no lo sé. Y, de todas formas, ¿qué sentido tendría mi vida si los pierdo?
«Eres el último unicornio del mundo. Tienes mucho por hacer.»
-Precisamente porque soy el último, mi simple existencia no tiene ningún sentido sin ellos. El tiempo de los unicornios ya pasó. Debería haber muerto con todos los otros unicornios, el día de la conjunción astral. Pero sobreviví, y sigo viva ahora que todos los demás han muerto. Lo único que me mantiene con vida es la certeza de que hay alguien más como yo. Otras dos personas que son como yo, aunque sean a la vez tan diferentes de mí.
«Lo sé, chica unicornio. Pero nada de eso me concierne a mí, y menos ahora, que he renunciado a cumplir mi venganza.»
-Pero yo no te estoy hablando de odio, ni de venganza. Te hablo de amor. Si ayudaste a Jack para vengarte de Ashran, si era el odio lo que te movía, y ahora ese odio ya no tiene sentido... ¿le darías una oportunidad al amor?
«Experimenté amor hace mucho tiempo -respondió Sheziss-. Pero llegó, y se acabó.»
Victoria alzó la cabeza para mirarla a los ojos. Percibía la respiración de la enorme serpiente, la leve vibración de su cuerpo anillado, oía con claridad el siseo de su lengua bífida, pero ni siquiera le tembló la voz cuando dijo:
-Sé quién eres.
La serpiente entornó los ojos. «¿Jack te lo ha contado?»
-No -sonrió Victoria-. Lo sé, simplemente. Quiero tanto a Christian que me duele el corazón sólo de pensar en él. No sé si es instinto... pero tienes algo que me recuerda mucho a él. Te habría reconocido entre todos los sheks de Idhún, estoy segura. Sé que eres su madre.
Sheziss se retiró un poco, molesta.
«Lo que salió de mi huevo no se parecía en nada a esa criatura a la que tú llamas Christian», dijo con cierto desprecio.
Victoria cerró los ojos un momento. .
-Los humanos lo odian y lo temen porque es un asesino -dijo a media voz-. Los sheks lo odian y lo desprecian porque su alma está contaminada de humanidad. Pero yo lo amo por ser como es, por ser lo que es. Y sé que, en el fondo de tu corazón, sabes que sigue siendo tu hijo.
Sheziss no respondió. Empezó a hundirse en el agua, lentamente, dando a entender que la conversación había finalizado.
-Jack y Christian -insistió Victoria-. Tienes que apreciar a Jack aunque sólo sea un poco, por encima del odio y del instinto, porque, de lo contrario, no lo habrías traído hasta aquí, no te habrías quedado para cuidar de mí. Y tienes que apreciar a Christian, aunque sólo sea un poco, simplemente porque sigue siendo tu hijo.
«También es el hijo de Ashran y Zeshak -murmuró ella-. Que cuiden ellos de él. »
-Lo matarán -dijo Victoria-. Sabes que lo harán. Jack y Christian siguen vivos, lo sé. Pero no tienen ninguna oportunidad contra Ashran. La única razón por la cual no los han matado aún es que Ashran me está esperando. Si les doy la espalda, si huyo, los estaré condenando a muerte.
»No te pido que luches a mi lado. Tan sólo ayúdame a llegar hasta ellos. Por favor.
Hubo un breve silencio, un silencio que a Victoria le pareció eterno.
«Te llevaré -dijo entonces Sheziss-. Al fin y al cabo, la profecía ha de cumplirse.»
-Sí -asintió Victoria, con suavidad-. La profecía ha de cumplirse.
Sheziss se hundió de nuevo en las oscuras aguas, creando un remolino en la superficie de la alberca. Victoria esperó a que desapareciera por completo, y entonces dio media vuelta y echó a correr escaleras arriba. Fue hasta su habitación para prepararse. Cogió algo de ropa de abrigo, se ajustó el báculo a la espalda y, como una exhalación, volvió a descender hasta la puerta principal. Cuando franqueó la entrada de la Torre de Kazlunn, vio que Sheziss ya la aguardaba fuera. No se detuvo a pensar en que dejaba sola la torre, ni se planteó qué sucedería si ella no regresaba. Tenía que acudir en busca de Jack y de Christian, tenía que luchar en la Torre de Drackwen, no había otra salida.
Cuando la shek se elevó en el aire, batiendo sus poderosas alas, bajo la luz de las lunas, llevando sobre su lomo al último unicornio del mundo, iban en realidad al encuentro de un destino que, como el mecanismo de un reloj, estaba a punto de cumplirse, lenta pero inexorablemente. La pieza que faltaba sobre el tablero iba a ocupar su lugar.
Ni Sheziss ni Victoria, volando en la noche del Triple Plenilunio en dirección a la Torre de Drackwen, ni tampoco Jack y Christian, atrapados bajo el poder de Ashran el Nigromante, fueron conscientes de ello; pero, en algún lugar, lejos de su comprensión y sus sentidos, siete dioses contenían el aliento.
Alexander detuvo su caballo en las lindes del bosque, ante dos dríades que lo miraban con cara de pocos amigos.
-¿Adónde se supone que vas? -le espetó una de ellas, enseñando sus pequeños dientes con gesto feroz.
-Mis compañeros y yo vamos a atacar el campamento de los sheks.
Las hadas estrecharon los ojos y lo observaron, desconfiadas.
-¿Vosotros y quién más?
-Ya lo veremos -sonrió Alexander.
-No se puede salir del bosque sin permiso de Harel.
-Yo no necesito permiso de nadie. Soy el príncipe Alsan de Vanissar. Harel de Awa es mi aliado, no mi superior.
Una de las dríades rechinó los dientes. La otra murmuró:
-He oído hablar de este humano. Es el hombre bestia. Me han dicho que esta noche es muy peligroso. Dejémoslo marchar, y si ha de causar daños, que sea en la parte de las serpientes. La dríade se apartó, de mala gana.
-Informaremos a Harel de esto -le advirtió.
Alexander se mostró conforme; espoleó su caballo y avanzó hacia la última fila de árboles.
Sus compañeros lo siguieron. Eran apenas treinta y cuatro. En la Fortaleza y sus alrededores se habían establecido cerca de doscientas personas, pero la mayoría de ellas había preferido quedarse allí con Denyal, Tanawe y el Archimago.
Aquellos treinta y cuatro, en cambio, habían optado por seguir a Alexander en su incursión suicida. La mayoría eran jóvenes que, después de varios meses de estar encerrados en la Fortaleza, ansiaban entrar en combate. Pero también estaba Covan, y Shail, y otro caballero de Nurgon que se había unido a última hora. Habían avanzado por el bosque joven, guiados por Alexander, hacia el sur. Y ahora estaban allí, en silencio, aguardando... ¿el qué?
Shail observó a su amigo, inquieto. Lo había seguido hasta allí, a pesar de que todavía se sentía débil, porque confiaba en él, pero estaba empezando a dudar que hubiera sido buena idea. Calmó a su nimen, que empezaba a chasquear las pinzas de la boca, nervioso.
La mayor parte de los voluntarios del grupo montaban en nimens también. Los caballeros de Nurgon, en cambio, seguían montando a caballo; y cuidaban extraordinariamente bien de sus monturas, porque sólo había cuatro caballos en la Fortaleza, y no tenían posibilidad de obtener más, a no ser que los robasen del campamento enemigo. Porque si bien los szish combatían casi siempre a pie, las tropas de Vanissar y Dingra contaban con un buen número de jinetes en sus filas.
Observó con atención el campamento enemigo. Las tropas de los szish ya estaban listas para entrar en combate, y esperaban ante el bosque, en perfecta formación, un poco más hacia el norte, justo en el lugar donde, detrás de los árboles, se alzaba la Fortaleza. Aguardaban con paciencia, sabiendo de antemano que el escudo no tardaría en caer. Y cuando lo hiciera, no tendrían más que avanzar en línea recta hasta los muros de Nurgon. Incluso habían preparado ya los arietes y las escalas.
-Desde luego, no se molestan en ocultar sus intenciones -murmuró alguien.
-Eso es porque ya sabían que nosotros estamos al corriente de su intención de atacar esta noche.
-Pero ¿cómo lo sabían? -se preguntó Shail.
-Tal vez ellos mismos enviaron al semiceleste para advertirnos... o para amedrentarnos -dijo Covan, pero Alexander negó con la cabeza.
-No lo creo. Estoy seguro de que Mah-Kip actuaba de buena fe.
-Pues entonces... ¿cómo lo sabían?
Alexander se encogió de hombros.
-Son sheks -dijo solamente, como si eso lo explicara todo.
No parecía prestar atención al ejército de szish, sin embargo. Su mirada estaba clavada en la retaguardia del campamento, donde los soldados humanos estaban acabando de avituallarse. Por lo visto, y a diferencia de los hombres-serpiente, no confiaban mucho en que el escudo fuera a caer aquella noche. En el sector donde estaba acampado el ejército de Dingra había bastante animación.
-El rey Kevanion todavía está en el campamento -murmuró Alexander-. Seguramente está terminando de armarse.
Covan lo miró. No le gustó el brillo salvaje que alimentaba las pupilas de su antiguo discípulo.
-¿En qué estás pensando?
Alexander sacudió la cabeza.
-Os he traído a este lugar porque, si hemos de atacar el campamento, tiene que ser desde aquí. El grueso del ejército szish se ha reunido en la linde del bosque, más hacia el norte.
Rodearemos el campamento por el sur y atacaremos por detrás.
-¿A las tropas de Dingra?
-No. Al sector de los raheldanos. A las catapultas.
Covan asintió enseguida, con un brillo de entendimiento en los ojos.
-Los raheldanos han movido todos sus carros hacia la primera línea de batalla. Los usarán para abrirse paso por el bosque. Pero han dejado las catapultas en la retaguardia. Las movilizarán cuando hayan abierto espacio suficiente entre los árboles como para que puedan cruzar el bosque con comodidad.
Alexander sonrió como un tiburón.
-Eso si para entonces queda algo que movilizar.
Raheld era un reino de artesanos, y su ejército no valía gran cosa. Pero fabricaban armas de muy buena calidad, y algunas de ellas requerían ser manejadas por técnicos raheldanos. Como los carros de combate acorazados que habían llegado apenas unos días antes, y que ahora aguardaban un poco más lejos, al frente del ejército szish, a que el escudo feérico les dejara vía libre para penetrar, como pudieran, por los estrechos senderos de la espesura.
Y como las catapultas, que esperaban, silenciosas, al fondo del campamento.
-El ejército de Dingra está muy cerca -objetó Covan-. Atraeremos su atención.
Alexander sonrió de nuevo.
-Mejor aún.
Los otros lo miraron, inquietos. Sospechaban que había algo más detrás de aquello, algo más que destruir catapultas. Covan temía que Alexander deseara en realidad encontrar al rey Kevanion y vengar con su muerte la caída de la Orden de Nurgon. Pero parecía tan sereno y tan seguro de sí mismo que no tuvo más remedio que darle un voto de confianza.
Seguían siendo treinta y cuatro personas que iban a hacer una incursión en un campamento de unos cuantos miles de soldados. Pero contaban con el factor sorpresa.
Alexander repartió instrucciones muy precisas. Cuando se hubo asegurado de que todo el mundo había entendido lo que quería hacer, se volvió hacia Shail.
-Quédate en la retaguardia -le dijo-. Cuando veas que todos están ocupados con nosotros, acércate a las catapultas y préndeles fuego. Pero no gastes toda tu energía mágica en hechizos de ataque. Que te quede suficiente para hacer una teletransportación de emergencia.
-No puedo teletransportaros a todos.
-A todos, no. Sólo a aquellos que estén malheridos y no puedan moverse. O en el peor de los casos... a los supervivientes. Shail asintió.
Alexander dio una última mirada circular; después alzó la cabeza hacia las lunas y sonrió. -Es la hora -dijo solamente.
-El unicornio viene hacia aquí -anunció Ashran; volvió la cabeza hacia el exterior, y las tres lunas se reflejaron en sus ojos plateados-. Por desgracia, no viene lo bastante deprisa. -Se volvió hacia Zeshak-. Quizá no ha captado la gravedad de la situación.
La serpiente entornó los ojos. Había aprisionado a Christian entre sus anillos; el joven no podía moverse, y le costaba esfuerzo respirar. A los pies de Ashran, Jack no se encontraba en mejor situación que él. El Nigromante lo había agarrado por la nuca, como si fuera un cachorro extraviado, y las yemas de sus dedos se clavaban en su piel como una garra de hielo. Jack se sentía tan débil que apenas podía moverse. Se había revuelto contra Ashran, furioso, con las escasas fuerzas que le restaban. El Nigromante no sólo no había soltado su presa, sino que le había transmitido algo a través de sus dedos, como una especie de descarga eléctrica que había atravesado la piel del chico y lo había sacudido por dentro, produciéndole un insoportable y agónico dolor. Con un grito, Jack había sentido cómo su cuerpo se retorcía y se arqueaba bajo el oscuro poder del Nigromante; su vista se había nublado, todos sus nervios habían respondido a aquella tortura. Pero el muchacho había luchado, una y otra vez, hasta que, exhausto, se había dejado caer a los pies de su enemigo, demasiado débil como para resistirse. La mano de Ashran seguía sujetando su nuca, como un férreo collar, pero, si Jack no se movía, el dolor no lo atormentaba. Aprendió a quedarse quieto y a esperar.
Respirando con dificultad, se arriesgó a mirar a Christian, atrapado por el pesado cuerpo de serpiente de Zeshak. El joven no había luchado, como Jack. Había comprendido al instante que no valía la pena; que sin Haiass, que había quedado abandonada en un rincón, y sin su capacidad de transformación, que le había sido arrebatada inexplicablemente, no podría liberarse del asfixiante y mortífero abrazo del shek.
Jack aguardó durante un buen rato que su compañero de infortunio estableciera contacto telepático con él. Mantuvo su mente alerta, pero no recibió ningún mensaje de Christian, ni siquiera una señal de que él estaba receptivo y listo para actuar si era necesario. Se preguntó, inquieto, si Zeshak había bloqueado su mente, si tenía poder para aislarlo de aquella manera.
En cualquier caso, las cosas estaban muy mal. Todavía se sentía furioso por la facilidad con que Ashran los había atrapado. «¿Y todo para esto? -se preguntó, con amargura-. Yandrak sobrevivió a la conjunción astral, viajó hasta otro mundo, se reencarnó en un bebé humano... que creció durante trece años, que perdió a sus padres entonces, que comenzó a entrenarse, que luchó, y sufrió, y maduró, y aprendió a ser dragón, y murió para todos, comprendió muchas cosas, y regresó a casa, y llegó a su destino, y todo ello porque supuestamente había una profecía que debía cumplirse... ¿y todo eso para llegar hasta aquí, para caer bajo el poder de Ashran a la primera de cambio? ¿Dónde está la profecía ahora? ¿Qué dicen los Oráculos a esto?»
Todo aquello le parecía una broma de los dioses. Y una broma de muy mal gusto.
Se había preguntado por qué seguían vivos todavía, por qué Ashran no los había matado aún, al menos a él. Entonces fue cuando se dio cuenta de que Ashran y Zeshak parecían estar aguardando algo, y comprendió el qué... o a quién.
Estaban esperando a Victoria. Tenían la total seguridad de que acudiría a la torre, que se las arreglaría para llegar, no importaba cómo, simplemente porque Jack y Christian estaban allí, en peligro, sufriendo.
«Pero no tiene sentido -pensó Jack-. Ashran sabe que la profecía habla de ella también. Sabe que, si ella viene, la profecía puede cumplirse. ¿Por qué no evitarla ahora, que todavía está a tiempo?»
Además, había sentido desde el principio la mirada de hielo de Zeshak clavada en él. El shek deseaba matarlo, lo deseaba con toda su alma, pero Ashran había dicho que esperara... y el poderoso rey de las serpientes luchaba por dominar su instinto, cuya llamada se volvía más y más urgente a cada instante.
-Lo sé, Zeshak -dijo Ashran, respondiendo a un mudo comentario telepático de él-. Pero no todo termina en la profecía, créeme. No nos estamos jugando tanto como piensas. Controla tu odio, al menos un rato más, y después todo habrá acabado. -Se volvió hacia él-. ¿Acaso no confías en mí, que os traje de vuelta a casa, que os he entregado el gobierno de Idhún... que he acabado con la amenaza de los dragones?
Zeshak entornó los ojos.
-Sigue confiando en mí, pues -sonrió Ashran-. No te arrepentirás.
Jack recordó entonces que la profecía no aseguraba que fueran a vencer. Simplemente decía que un dragón y un unicornio se enfrentarían a Ashran, que sólo ellos tendrían alguna posibilidad de derrotarle. Aun así...
«A menos -pensó-, que ya sepa que no vamos a vencer.»
Sheziss le había dicho que la profecía había sido modifica-( da para que Christian pudiera estar incluido en ella. Si esto era así, si el Séptimo estaba detrás de todo aquello, si la profecía acababa por favorecerlo a él, no era de extrañar que aquellos dos esperaran con tanto interés a Victoria. Independientemente de que Ashran tuviera intención de utilizar el poder del último unicornio.
Jack dejó caer la cabeza, mareado y derrotado. «No entiendo nada», pensó.
Y fue entonces cuando Ashran dijo que Victoria estaba en camino, pero que iba demasiado lenta. Jack trató de levantar la cabeza, preguntándose qué significaba aquello. Ellos habían dejado a Victoria en la Torre de Kazlunn. Christian había cerrado el Portal, por lo que la chica no podría seguirlos a través de él. Si tenía que acudir hasta allí caminando, tardaría varios días en llegar. A no ser, claro... que Ashran hubiera reabierto el Portal.
Pero por lo que Jack sabía, Ashran no podía abrir desde allí el Portal de la Torre de Kazlunn. De lo contrario, la habría conquistado mucho tiempo atrás, habría podido atacarlos aquellos días que habían permanecido los tres allí encerrados. Si no había entendido mal, el Portal tenía una doble entrada, una en cada torre. Uno podía abrir y cerrar la entrada de la torre de partida, pero no la de la torre de destino. Christian había podido abrir y cerrar tras de sí el Portal de la Torre de Kazlunn; pero no el de la Torre de Drackwen, que ya estaba abierto... porque Ashran lo había dejado abierto para ellos. De la misma manera, Ashran podía abrir y cerrar el Portal de la Torre de Drackwen, pero no el de Kazlunn.
Christian había sellado el Portal de la Torre de Kazlunn de forma que Victoria no pudiera traspasarlo. Probablemente, Ashran sí podría, pensó Jack... si estuviera en el lugar adecuado. Pero no lo estaba. Así que, aunque quisiera, Ashran no podía franquear a Victoria la entrada a su torre. Christian ya se había encargado de eso.
Entonces, ¿cómo pretendía Ashran que Victoria llegara tan pronto? ¿Y por qué tenía tanta prisa? Tal vez el hechizo que mantenía presos a Jack y a Christian tuviera un tiempo limitado... Se aferró a esa esperanza.
Zeshak habló entonces, pero Jack no captó sus pensamientos, que había enfocado solamente a Ashran. Sabía que había hablado, porque miró fijamente al Nigromante, y éste asintió, conforme.
-El anillo, sí. Lo había olvidado. Vale la pena intentarlo.
Los ojos de Zeshak brillaron malévolos cuando contrajo sus anillos en torno al esbelto cuerpo de Christian. El muchacho abrió los ojos súbitamente, jadeó, y su rostro se crispó en una mueca de dolor. Se oyó un crujido desagradable.
Lejos de allí, Victoria gimió sobre el lomo de Sheziss. Respiró hondo y se llevó a los labios la piedra de Shiskatchegg, que relucía, de nuevo, con un resplandor rojizo.
-Voy, Christian -susurró-. No tardaré. Aguanta.
Apretó los dientes, intentando olvidar la angustia que le producía la certeza de saber que Jack y Christian estaban sufriendo. Momentos antes, también había sentido la agonía de Jack. No tenía nada parecido a un anillo mágico que la uniera a él, pero sentía su sufrimiento muy dentro, en el fondo de su corazón. Tragando saliva, se inclinó sobre el ondulante lomo de Sheziss.
-¿No puedes ir más deprisa? -chilló, para hacerse oír por encima del sonido del viento que silbaba en sus oídos. «Sabes que no», replicó la shek. Victoria respiró hondo.
-Tiene que haber algo que yo pueda hacer -murmuró para sí misma.
Sintió, nuevamente, que Ashran volvía a hacer daño a Jack y a Christian, allá, en la Torre de Drackwen. Dejó escapar un quejido de angustia, pero se sobrepuso. Y cuando alzó la cabeza, el viento despejó el cabello de su cara, y la luz de las tres lunas reflejó la expresión de su rostro. A simple vista, Victoria es taba serena e impasible, pero sus ojos emanaban, de nuevo, aquella terrible oscuridad que delataba la cólera y el dolor del unicornio herido.
-No me importa quién o qué seas, Ashran -susurró a la noche-. Te juro que no volverás a hacerles daño. A ninguno de los dos.
El báculo brilló misteriosamente, captando toda la luz de las tres lunas llenas. Victoria sabía lo que tenía que hacer. Respiró hondo, cerró los ojos y se concentró.
Reinaba una gran agitación en el campamento.
Por fin, después de varios meses acampados en las lindes del bosque de Awa, las tropas iban a entrar en batalla. Y ahora ajustaban sus armaduras, afilaban sus armas y limpiaban sus escudos, de buen humor.
Todos sabían que el escudo feérico seguía ahí, impidiéndoles el paso. Pero los sheks habían dicho que aquella noche, durante el Triple Plenilunio, Ashran lo destruiría por fin, y ellos tendrían vía libre para penetrar en el bosque. Al principio, los soldados humanos habían recibido la noticia con cierto escepticismo. Pero cuando las lunas se alzaron en lo alto, los szish ya aguardaban en los límites de la floresta, con fe inquebrantable, a que su señor hiciera caer el escudo, como había prometido. Los humanos se apresuraron a prepararse también, porque si de verdad podrían atacar Nurgon por fin, habrían quedado como estúpidos ante los szish, que, una vez más, habían sido más rápidos que ellos. En cualquier caso, entrarían en acción, y eso les hacía sentirse optimistas e impacientes a la vez.
Tal vez por eso los guardias no estaban tan atentos como de costumbre. Tal vez fuera ésta la razón de que no vieran a las sombras que se deslizaron por entre las tiendas exteriores hasta que fue demasiado tarde.
Alexander había enviado a dos guerreros por delante, y fueron éstos los que se encargaron de deshacerse de los soldados que vigilaban el campamento. Fueron de uno en uno, rápidos y letales. Uno de los soldados que cayó bajo sus cuchillos era una mujer, pero eso no les detuvo, pues en Idhún muchas mujeres peleaban igual que los hombres, y tener compasión hacia ellas suponía, en muchas ocasiones, firmar la propia sentencia de muerte.
Entonces, cuando ya no quedaba nadie para dar la alarma, Alexander entró al galope en el campamento, seguido de los suyos, con Sumlaris desenvainada, lanzando un escalofriante grito de guerra que sonó como un aullido.
Los soldados de Dingra tardaron un poco en darse cuenta de lo que estaba sucediendo, y para entonces, para algunos de ellos, ya fue demasiado tarde. Como un vendaval, Alexander galopaba entre las tiendas, hundiendo a Sumlaris en todos los cuerpos que encontraba por el camino. Los que sobrevivieron a la batalla contarían más adelante que la furia de su enemigo, sus ojos encendidos con una salvaje luz amarillenta y el brillo sobrenatural de su espada legendaria todavía poblaban sus peores pesadillas.
Tras él, los rebeldes se lanzaron al ataque. Muchos portaban antorchas encendidas, e iban incendiando todas las tiendas a su paso.
Por fin, los soldados reaccionaron. Y pronto, aquel sector del campamento fue un auténtico caos. Gritos, humo, ruido y, sobre todo, la canción del acero, una canción de sangre y de muerte.
Shail lo observaba todo desde la retaguardia, montado en su nimen. Cuando le pareció que los soldados de Dingra estaban ya bastante entretenidos, espoleó a su montura para que se deslizara por los límites del campamento... hacia las catapultas.
Los nimen eran insectos rápidos y muy silenciosos: Shail sabía que no habría pasado desapercibido de acudir hasta allí montado a caballo, pero el nimen lo llevó obedientemente hasta su destino sin que nadie lo advirtiera.
Las catapultas sí estaban vigiladas. Los soldados que las guardaban observaban con preocupación lo que sucedía un poco más allá, en el campamento de sus aliados, pero no abandonaron su puesto. Oculto detrás de un carro, Shail decidió pasar a la acción. Se concentró y lanzó un conjuro de ataque contra la catapulta más cercana. El fuego que generó su magia la hizo estallar en llamas, luego saltó a la catapulta contigua, y de ésta a la de más allá, así hasta incendiar todo aquel sector.
Los guardias saltaron, desconcertados. Primero miraron a todas partes, buscando al autor del desastre, pero enseguida reaccionaron y trataron de apagar el fuego.
Shail sabía que era cuestión de tiempo que alguien escuchara sus gritos de alarma, de forma que se retiró discretamente de allí, en dirección al lugar donde sus compañeros estaban librando una batalla encarnizada.
Se aproximó con cautela, pero no pudo mantenerse al margen. El batallón más rezagado del ejército szish no había tardado en acudir en ayuda de los guardias humanos, y las cosas se habían puesto muy mal para los rebeldes. Mientras estaba todavía preguntándose cómo podría ayudar, alguien lo vio y corrió hacia él con una maza en alto. Shail hizo retroceder a su nimen, tropezó contra una tienda y tuvo el tiempo justo de pronunciar un hechizo básico de ataque que lanzó hacia atrás a su atacante. Cuando quiso darse cuenta, estaba en mitad de la lucha, espadas, mazas, dagas y martillos que bailaban su macabra danza de sangre, cuerpos caídos que entorpecían su paso, cuerpos vivos que chocaban unos con otros, y todo era tan confuso que no sabía quiénes eran sus enemigos y quiénes sus aliados.
-¡Shail! -gritó alguien.
El mago se giró rápidamente y buscó con la mirada a la persona que lo había llamado, pero todo era muy confuso. Vio a Alexander un poco más allá, aún a lomos de su caballo, descargando a Sumlaris a diestro y siniestro, pero pronto lo perdió de vista. Volvió a oír la voz que lo llamaba, pero ésta calló inmediatamente, y el joven no llegó a saber a quién pertenecía.
Oyó un siseo tras él, y se volvió con rapidez, justo a tiempo (le ver a un szish saltando sobre él. No tuvo tiempo de defenderse, pero, por fortuna, no le hizo falta: una pesada maza cayó silbando desde la oscuridad, se oyó un ruido desagradable y el hombre-serpiente se desplomó en el suelo como un fardo.
-¿Estás bien, chico? -le preguntó la voz de Covan.
-Sí -murmuró Shail, haciendo caso omiso de la sangre que había salpicado sus ropas-. Gracias.
-¿Qué ha pasado con las catapultas?
-Las he incendiado todas. ¿Dónde está Alexander?
-No tengo ni idea -gritó el maestro de armas, para hacerse oír en medio del tumulto-. Pero debemos marcharnos ya. Hemos perdido a demasiada gente.
-¡Suml-ar-Nurgon! -se oyó a lo lejos-. ¡Por la Resistencia! Covan y Shail cruzaron una mirada.
-Es él -dijo Covan; espoleó su caballo y echó a correr, al galope.
Shail trató de seguirlo, pero dos soldados de Dingra se cruzaron en su camino. El mago lanzó un silbido por lo bajo, y su nimen arrojó sobre ellos una sustancia pegajosa. Lo hacían siempre que estaban furiosos o asustados, para confundir a los posibles depredadores, pero los nimens medio amaestrados de los feéricos sólo atacaban cuando sus jinetes lo ordenaban.
-¡Aaaaj! -exclamó uno de los soldados, tratando de limpiarse la cara-. ¿Qué diablos...?
Shail ya estaba empleando su magia de nuevo. Utilizó un conjuro de aire para lanzarlos hacia atrás con la fuerza de un torbellino. Junto con ellos, volaron varios más.
Alexander, por su parte, se había ido acercando cada vez más a la tienda del rey Kevanion. Era fácil de distinguir, porque portaba el estandarte de Dingra más alto que ninguna. Vio al rey peleando a pie contra los rebeldes, y una llama de ira se encendió en su corazón.
«Éste es Kevanion -pensó-. El rey de Dingra. El que fue caballero de Nurgon y acabó vendiendo a los líderes de la Orden y entregándolos a los sheks. El que provocó la caída de la Fortaleza y ha ayudado a exterminar a los caballeros de Nurgon, uno por uno.»
Pero entonces oyó la voz de Shail, que lo llamaba. Se esforzó por dominarse y volvió grupas; su venganza contra Kevanion podía esperar.
Regresó en busca de sus amigos. No fue sencillo abrirse paso por el campamento, menos ahora que los szish también peleaban; un hombre-serpiente se interpuso en su camino y le lanzó una estocada que por poco dio en el blanco. Alexander hizo retroceder a su caballo; el filo del arma del szish se hundió en el costado del animal, que relinchó y se encabritó, alzándose de manos. El szish retrocedió, pero cuando el caballo cayó de nuevo sobre sus cuatro patas, con él bajó también el filo de Sumlaris, la Imbatible. El szish apenas tuvo tiempo de emitir un último siseo antes de que la espada legendaria acabara con su vida.
Alexander limpió la espada en el pantalón y dio una mirad<< circular, inquieto.
Para cuando logró localizar a Covan y Shail, éstos tenían ya graves problemas. Ellos dos y un joven cazador shiano, que luchaba valientemente a lomos de un nimen, estaban rodeados por los soldados de Dingra, humanos y szish. Shail conjuró un hechizo de fuego y lo arrojó contra sus enemigos. Tres de ellos, (los humanos y un szish, estallaron en llamas. Alexander trató de hacerse oír por encima de sus gritos de miedo y de dolor.
-¡Shail! ¿Estáis bien?
-¡Bendita sea Irial, muchacho! -gritó Covan-. ¡Vámonos de aquí!
-¡Todavía no! -rugió Alexander-. ¡Esperemos un poco más!
-¿A qué quieres esperar? ¡Si seguimos aquí, pronto se nos echarán todos encima!
Shail hizo girar a su montura en redondo, mientras calculaba la magia que le quedaba, preguntándose si podría crear un globo de protección sobre sus compañeros, y si después de eso sería capaz de teletransportarlos a todos a un lugar seguro.
Alexander lanzó un aullido y descargó a Sumlaris de arriba abajo sobre un soldado szish que se le había acercado demasiado. La hoja legendaria atravesó limpiamente el metal y se hundió en la carne escamosa del hombre-serpiente.
-¡Alsan! -gritó Covan.
Alexander se volvió con violencia y clavó la mirada en el horizonte, como si hubiera escuchado algo que sólo él podía oír. Sonrió.
-Ya vienen -dijo simplemente.
Momentos después, como una tromba de furia desatada, trescientos bárbaros Shur-Ikaili irrumpieron en el campamento, lanzando gritos de guerra y blandiendo sus espadas y sus mazas, ávidos de sangre. Los guiaban los Señores de los Nueve Ganes, al mando de los cuales estaba Hor-Dulkar. Junto a él, a derecha e izquierda, cabalgaban dos mujeres. Una de ellas era Uk-Rhiz, cuyos ojos relucían con fiereza en un rostro embadurnado de pinturas de guerra; la otra era Aile Alhenai, la hechicera feérica, que cabalgaba con el cabello al viento, envuelta en magia protectora que la hacía relucir en la penumbra con un brillo sobrenatural que desafiaba al de las tres lunas.
Alexander se abrió paso a través de las tropas enemigas, con un aullido de júbilo, en dirección a la cabeza del grupo de bárbaros. Por el camino acabó con la vida de varios soldados más.
Sintió que una flecha hendía el aire cerca de él y se echó sobre las crines de su caballo, pero el dardo se hundió profundamente en su hombro. Sin embargo, Alexander no lo notó. La sangre de la bestia comenzaba a aflorar a sus venas, estimulada por el delirio del combate.
Shail lo vio marchar y quiso seguirlo, pero se dio cuenta enseguida de que él, Covan y el shiano estaban rodeados por todas partes. Trató de calmar al nimen, que chasqueaba sus apéndices bucales, nervioso, y hacía vibrar las antenas, orientadas e» dirección al bosque al que ansiaba volver.
El mago comprendió que no tenía otra opción: Alexander estaba ahora lejos de su alcance y no podría incluirlo en el hechizo de teletransportación. Creó una campana de protección en torno a él y sus compañeros.
-¡Bien hecho! -dijo Covan.
Shail miró a su alrededor, en busca de más aliados que pudieran ampararse en su magia. Por alguna razón, levantó la vista al cielo... y no le gustó lo que vio.
La mayoría de las serpientes que sobrevolaban la zona habían hecho caso omiso a la escaramuza que se producía en tierra. No se trataba sólo de que confiaran a los szish la resolución del problema, sino que, además, estaban ocupadas en otros asuntos.
Habían formado un inmenso círculo en el aire, y sus cuerpos ondulantes emitían una especie de resplandor intermitente, de color blanco-azulado, frío, como una luz vista desde el otro lado de una pared de hielo. Estaban preparando algo importante, y Shail sospechó que no le gustarían los resultados de aquel extraño ritual.
Pero había tres sheks que no formaban parte del círculo, que se ocupaban de vigilar que todo marchara bien... y que, obviamente, habían visto a la columna de bárbaros irrumpir en el campamento. Shail oyó sus chillidos de ira cuando se lanzaron en picado sobre ellos...
Y en aquel mismo momento, un poderoso bramido desafió a la voz de las serpientes. Y dos grandes dragones se elevaron en el cielo desde las entrañas del bosque de Awa. A la clara luz de las lunas, todos pudieron ver que uno de ellos era rojo... y el otro, dorado.
Fagnor y el falso Yandrak.
Se oyeron gritos de júbilo y murmullos inquietos. Los que daban vítores eran los rebeldes, porque Yandrak, el dragón dorado, el dragón de la profecía, había regresado para ayudarles. Y eran sus enemigos, especialmente los soldados humanos de Dingra y Vanissar, los que se sentían preocupados... ya que, según sus informes, el último dragón estaba muerto.
Los dos dragones se precipitaron contra el círculo de sheks, rompiéndolo, y generando en ellos silbidos de ira y de intenso odio. Pero no se quedaron a luchar. Descendieron en picado, perfectamente sincronizados, hacia los tres sheks que amenazaban a los bárbaros.
-¡Están locas! -casi gritó Shail-. ¡Las van a matar!
Un poco más lejos, Alexander también las había visto. Había logrado llegar hasta los líderes de los bárbaros, y Hor-Dulkar, ya cubierto de sangre enemiga, lo había saludado con un gruñido, sin dejar de descargar su enorme hacha de guerra contra todo lo que siseara.
-¡Tenemos que ir hacia el bosque! -le había gritado, para hacerse oír por encima del caos-. ¡Hacia el bosque!
Después, había espoleado su caballo para abrir camino en aquella dirección. Una mujer bárbara había sido la primera en seguirlo, dejando escapar un grito de guerra que fue coreado por un sector de los Shur-Ikaili. Casi inmediatamente, Alexander había oído en alguna parte la voz de Allegra pronunciando las palabras de un conjuro...
... y, de pronto, un viento huracanado había barrido la tierra ante ellos. Muchas de las tiendas habían salido volando. Algunas seguían en llamas y se habían precipitado sobre los soldados enemigos, envolviéndolos en un abrazo ardiente y letal. Los que habían resistido el envite no habían podido, sin embargo, mantener el equilibro y habían caído al suelo, a pesar de las armaduras. El polvo arrastrado por el vendaval había cegado a la mayoría.
-¡A1 bosque! ¡Al bosque! -seguía gritando Alexander.
Un caballero le había salido al paso.
-¡No pasarás por aquí, renegado!
Cubría su rostro con un yelmo, pero la armadura era muy cara, y llevaba en la pechera el escudo de la casa real de Dingra.
-¡Rey Kevanion, traidor! -gruñó Alexander, enarbolando a Sumlaris con siniestra determinación.
Apenas habían llegado a chocar las espadas, cuando oyeron un silbido sobre sus cabezas. Vieron entonces a los sheks que se abalanzaban sobre ellos, y a los dos dragones que los seguían; y fueron testigos de cómo las serpientes, enloquecidas por el odio, se olvidaban de los insignificantes humanos que atravesaban el campamento, y se volvían hacia los dragones, enseñando los colmillos, con los ojos relucientes de ira.
El rey de Dingra se había quedado paralizado de estupor, con la vista clavada en el dragón dorado que surcaba el cielo. Alexander aprovechó aquel momento de distracción para descargar su espada contra él, pero alguien lanzó un grito de alarma, y el rey reaccionó con suficiente rapidez para interponer su arma entre él y Alexander, en el último momento. Lo rechazó, no sin esfuerzo, y lo hizo retroceder.
En ese instante, Hor-Dulkar y sus bárbaros dieron alcance a Alexander. Alguien que huía de ellos chocó contra el caballo del joven, haciéndolo tropezar. Para cuando Alexander consiguió recuperar el equilibrio, Kevanion ya se había marchado. Oyó su voz un poco más lejos, lo vio combatiendo contra un grupo de bárbaros que lo había cercado.
-Si sales de ésta, seré yo quien acabe contigo, Kevanion de Dingra -prometió.
Alzó la mirada y vio cómo Fagnor y el falso Yandrak daban media vuelta y emprendían la huida hacia el bosque. El dragón rojo ejecutó la maniobra a la perfección, pero el dorado fue un poco más lento. Con un silbido de triunfo, uno de los sheks lo atrapó entre sus anillos.
Fagnor llegó al rescate, exhalando una llamarada contra la cara de la serpiente, que chilló, aterrada, y soltó a su presa.
Alexander se deshizo de otros dos soldados que trataron de derribarlo, y alzó de nuevo la cabeza. Contempló a los dos dragones huir hacia el bosque, con todo un ejército de sheks persiguiéndolos. Respiró, aliviado, cuando los vio atravesar el escudo justo encima de la Fortaleza de Nurgon. La primera serpiente logró cruzar tras ellos, antes de que la cúpula protectora se cerrase de nuevo, pero fue recibida por una lluvia de proyectiles de fuego lanzados desde el interior del castillo.
Alexander no se quedó a ver el final de la serpiente. Oyó la voz de Shail, que lo llamaba, y espoleó su caballo en esa dirección.
Alguien había abatido a su nimen, y Shail no se encontraba en situación de echar a correr, precisamente. Trató de ponerse en pie, pero apenas lo consiguió, cuando oyó un golpe y un grito tras él, y luego el sonido sordo de una caída. Al volverse vio a uno de los soldados szish yaciendo en el suelo, cubierto de san1gre, y al guerrero bárbaro que lo había abatido como de pasada, y que se alejaba cabalgando a toda velocidad. No tuvo tiempo de reaccionar, porque el siguiente bárbaro que pasó al galope junto a él lo cogió del brazo y tiró de él hacia arriba. Shail sintió que se le desencajaba el hombro y lanzó un grito de dolor; pero al instante siguiente se vio sobre la grupa del caballo del bárbaro, a salvo.
-¿Estás bien? -dijo una voz conocida cerca de él.
Se dio la vuelta, sin dejar de sujetarse a la cintura del bárbaro, y vio que junto a él cabalgaba Allegra. Asintió, sonriendo, contento de volver a verla.
Alexander llegó al galope desde la vanguardia. Asintió al ver que Shail estaba a salvo, y volvió a gritar:
-¡Al bosque! ¡Al bosque!
Pronto, lo que quedaba del grupo de incursores y el grueso del ejército Shur-Ikaili penetraron en la espesura, atravesando el escudo por el hueco que las dríades guardianas, que los esperaban en la última fila de árboles, habían abierto para ellos.
-Ya basta, Zeshak -dijo Ashran-. No lo mates antes de tiempo. El shek aflojó su letal abrazo. Jack no tenía fuerzas para moverse, pero desde donde estaba podía ver claramente a Christian, atrapado entre los anillos de la serpiente. Estaba convencido de que ya le había roto un par de costillas. Con esfuerzo, Jack recordó que aquél era Zeshak, el rey de los sheks. El que, según Sheziss, era el padre de Christian... o del shek que habitaba en Christian. Se le hizo extraño pensar que él lo sabía, pero Christian no. ¿Querría saberlo? ¿Le interesaría enterarse de que aquella serpiente que lo estaba maltratando era su «otro» padre? Cerró los ojos, agotado.
-Ya está -dijo entonces el Nigromante-. El unicornio no tardará en llegar.
El shek se volvió hacia él, y debió de preguntarle algo, por que Ashran respondió:
-No, tengo tiempo suficiente para hacerlo mientras tanto Sujeta tú al dragón -añadió, y alzó a Jack por el cuello de la camisa como si fuera una marioneta.
Zeshak lanzó la cabeza hacia él, mostrándole los colmillos con un siseo amenazante.
-Controla tu odio, Zeshak -dijo Ashran con frialdad-. El dragón no debe morir... todavía.
Tiró a Jack contra el shek, que lo atrapó limpiamente con un pliegue de su cola. Jack jadeó, horrorizado, y trató de librarse, pero no tenía fuerzas. Se sentía un muñeco de goma a merced de la enorme serpiente. Era como si sus más horribles pesadillas se hubieran hecho realidad.
Porque el dragón estaba encadenado en su interior; Jack lo sentía rugir y luchar por liberarse, sin resultado. Y lo único con lo que podía contar en aquel momento eran su alma y su cuerpo humanos, un cuerpo débil y un alma que se estremecía de terror ante el poder del rey de las serpientes. Sintió los letales anillos de Zeshak aprisionando su cuerpo.
-No lo mates -le recordó Ashran, sombrío-. Todavía lo necesitamos.
Después les dio la espalda y salió a la terraza, y su alta figura quedó bañada por la clara luz de las tres lunas. Cuando alzó los brazos hacia el Triple Plenilunio y todo su cuerpo empezó a irradiar un extraño resplandor sobrenatural, Jack entendió de golpe lo que estaba haciendo.
Todavía tenía intención de utilizar el poder de las lunas para deshacer la cúpula feérica que protegía el bosque de Awa y la Fortaleza de Nurgon. Y cuando eso sucediera, los rebeldes, con Alexander a la cabeza, quedarían a merced de las tropas de los sheks.
Jack cerró los ojos, maldiciéndose en silencio por haber creído en la profecía. Estaba claro que todo aquello no había servido de nada. Ashran seguía siendo demasiado poderoso como para enfrentarse a él... y ahora Victoria caería también en sus manos.
Se revolvió, furioso. Las escamas de Zeshak se clavaron dolorosamente en su piel, pero no le importó.
-¡Christian! -lo llamó con voz ronca-. ¡Despierta! ¡Tenemos que hacer algo!
No pudo seguir hablando, porque el rey de los sheks lo aprisionó todavía más en su abrazo, y Jack dejó escapar un grito de dolor.
Entonces le llegó, por fin, muy débil, el mensaje telepático de Christian:
«No hay nada que nosotros podamos hacer. Victoria ya sabe lo que está pasando y viene hacia aquí. Lleva puesto a Shiskatrheg.»
Jack movió la cabeza lo justo como para observar a Christian, que se había dejado caer, derrotado; el cabello castaño claro le cubría los ojos, pero Jack no recordaba haberlo visto nunca tan hundido y destrozado.
«Si viene -pensó-, caerá directamente en las garras de Ashran. Él la está esperando.»
«Ya lo sabe -replicó Christian-. Pero ¿de verdad piensas que eso la detendrá?»
«Es una locura... todo esto es una locura...»
Percibió que Christian lo miraba de reojo, por debajo del cabello que le caía sobre la cara. Sus ojos azules brillaron un instante, con un último destello de rabia.
«No deberíamos haber partido sin ella. Si hubiésemos peleado los tres juntos, tal vez...»
-Tal vez qué? -gritó Jack, con amargura-. ¡Nos habrían matado a los tres de golpe! ¿Qué sentido tiene todo esto, eh? Si Victoria...
No pudo terminar la frase, porque algo se introdujo en su mente, algo hiriente que atravesó su cerebro como millones de agujas de hielo. Jack gritó y, cuando el dolor cesó, se desplomó sobre el cuerpo de Zeshak. Había perdido el conocimiento.
Christian lo contempló, sin una palabra.
«Podrías haber matado al dragón, engendro -susurró Zeshak en su mente-. Has tenido tantas oportunidades y, sin embargo, le has perdonado la vida, una y otra vez. ¿Es que acaso no sientes el odio?»
-También tú podrías matar al dragón ahora -replicó Christian y, sin embargo, lo mantienes con vida, a pesar de que deseas aplastarlo, lo deseas con toda tu alma. Pero Ashran te ha ordenado que lo mantengas con vida, y eso estás haciendo. Obedeces la orden de un humano. Yo, en cambio, escuché la petición de un unicornio.
Zeshak entornó los ojos. No respondió enseguida, pero, cuando lo hizo, su voz telepática resonó en la mente de Christian teñida de tristeza y resignación.
«No sabes nada, Kirtash. Nada. No hables de cosas que no comprendes.»
Christian no respondió. En otras circunstancias tal vez habría tratado de interpretar el significado de aquellas palabras, pero en aquel momento se sentía demasiado exhausto y desalentado. A1 cabo de unos instantes, Zeshak habló de nuevo en su mente, con suavidad:
«Ni siquiera los unicornios lograron eliminar el odio que corría por nuestras venas, ese odio que debería ser en ti más intenso que cualquier clase de amor. Dime, ¿qué clase de shek eres tú?»
-También a mí me gustaría saberlo -murmuró Christian, alzando la cabeza para mirarlo directamente a los ojos.
«Viajar con la luz», pensó Victoria.
Nunca lo había hecho a tanta distancia, y tampoco estaba segura de que la luz de las lunas bastara para lo que ella pretendía. Pero las lunas estaban llenas, y su claridad iluminaba el mundo casi tanto como si fuese de día, y el Báculo de Ayshel seguía transmitiéndole un aporte extra de energía que la recorría por dentro como un torrente de aguas desbordadas. Volvió a recordar la sonrisa de Jack, la mirada de Christian, y decidió arriesgarse, porque no tenía otra alternativa. Necesitaba llegar hasta ellos de inmediato... y sólo la luz corría tan deprisa como los hechizos de teletransportación de los magos.
Puso en juego todo su poder de unicornio, y, simplemente, se desplazó...
La Torre de Drackwen apareció súbitamente ante ellas. Sheziss dejó escapar un siseo sorprendido. Victoria respiró hondo. Había salido bien y, por si fuera poco, había arrastrado a Sheziss con ella. Todavía le costaba creerlo.
Sólo había un par de sheks guardando la torre, y Victoria se preguntó por qué. No sabía que, en aquellos mismos momentos, la mayor parte de las serpientes aladas de Idhún sobrevolaban los cielos de Nurgon, aguardando el instante en que el escudo feérico caería, y la Resistencia quedaría a su merced.
Sintió que el cuerpo de Sheziss se ponía en tensión.
-Nos dejarán pasar -murmuró-. Ashran me está esperando.
«A ti, sí -respondió la shek-. Pero no a mí.»
Victoria comprendió.
-Déjame todo lo cerca que puedas y luego márchate.
Sheziss hizo un giro brusco y planeó hacia la torre. Cruzó como una flecha entre los dos sheks que, suspendidos en el aire, las observaban con recelo. Las dejaron pasar: sin duda sabían ya que la muchacha que acudía con tantas prisas a la torre, montada sobre el lomo de una shek renegada, era el unicornio que Ashran estaba esperando. Pero Victoria fue consciente de las miradas de odio que dirigieron a Sheziss, y supo que, en cuanto ella desmontara, su compañera estaría en grave peligro.
-Sheziss, no te acerques tanto...
«Tranquila, chica unicornio. No son más que dos jovenzuelos. Podré con ellos.»
-¿Y qué harás después?
Los ojos de Sheziss brillaron malévolamente bajo la luz de las lunas.
«Ya que estoy tan cerca -dijo-, puede que haga cumplir mi venganza.»
-Hay algo que has de saber con respecto a Ashran, Sheziss -dijo entonces Victoria, con suavidad-. No debes enfrentarte a él. No puedes vencerle.
Sheziss leyó la verdad en la mente de Victoria, y calló, sorprendida, tratando de asimilar aquella información.
Pero su destino estaba ya muy cerca, y debían tomar una decisión.
-Christian y Jack están aquí -añadió Victoria, y el corazón le latió un poco más deprisa-. Déjame donde puedas, Sheziss. Sabré cómo llegar hasta ellos.
Sobrevolaron el mirador, pero la shek no trató de aterrizar allí. Una extraña luz sobrenatural cubría el lugar; desde las tres ¡tinas parecía descender una especie de triple rayo luminoso que confluía en una alta y solitaria figura, de pie junto a lo que quedaba de la balaustrada. Victoria percibió que Sheziss vacilaba, tal vez porque había captado que aquella luz era energía pura que las desintegraría si se atrevían a rozarla, o tal vez por lo que ella le había transmitido acerca del Nigromante.
-¿Qué está haciendo? -se preguntó Victoria.
Sheziss lo sabía, pero no respondió. Batió las alas con más fuerza y se impulsó hacia arriba, en busca de un lugar donde dejar a Victoria. La joven notó que los dos sheks las seguían.
Sheziss se detuvo junto a un pequeño balcón, y giro su largo cuerpo ondulante para dejar a Victoria cerca de la baranda. La muchacha se apresuró a descender de un salto, y miró a la shek, inquieta.
«No te preocupes por mí -dijo la serpiente-. Preocúpate más bien por ti misma. Si te he traído hasta aquí, y Ashran quería que acudieses a él, tal vez yo sea también una pieza más en este juego de guerra. Sus planes se están cumpliendo... y sus planes te conciernen a ti, y no a mí. Ve, y haz lo que tengas que hacer.»
Victoria asintió. Miró de nuevo a la shek.
-Gracias por todo, Sheziss -murmuró.
«Tu dragón me dijo lo mismo, hace tiempo. Pero no he hecho nada por vosotros. Actúo por mí misma... para vengar a mis hijos. »
Y, con un chillido de ira, se volvió hacia los dos sheks, que ya se abalanzaban sobre ella, las fauces abiertas, los colmillos destilando veneno.
Victoria no se quedó a ver la batalla. Porque, en algún lugar de aquella torre, Jack y Christian permanecían prisioneros, estaban sufriendo, y la joven sufría con ellos. Dio media vuelta y, con el báculo palpitando siniestramente sobre ella, se internó en la Torre de Drackwen, en busca de Ashran el Nigromante y los dos chicos a los que amaba.
Alexander atravesó al galope la explanada que separaba la Fortaleza del bosque que la rodeaba. Se detuvo junto al cadáver del shek que sus compañeros acababan de abatir desde el castillo.
Denyal y el Archimago lo estaban esperando allí.
-¿Te has vuelto loco? -le gritó Denyal-. ¿Qué pretendías con esa acción suicida?
-Desde luego, no precisamente suicidarme -replicó Alexander con frialdad-. Lamento no haberte dado esa satisfacción, porque, como ves, he regresado vivo... y con refuerzos.
Denyal dirigió una mirada al ejército Shur-Ikaili que se amontonaba en la explanada.
-¿Cuánta gente te llevaste?
-Treinta y cuatro voluntarios.
-Pues entre toda esta gente sólo cuento a quince de los nuestros, príncipe Alsan -replicó Denyal, conteniendo la ira, y por primera vez desde que lo conocía, pronunció la palabra «príncipe» con un matiz de desprecio-. Te has dejado a diecinueve en el camino.
-Sé contar -fue la respuesta de Alexander-. Esos diecinueve eran voluntarios y salieron a pelear porque así lo quisieron, Denyal. Y no han caído en vano. Mi acción suicida, como tú la llamas, tenía por objetivo abrir paso a nuestros aliados, los Nueve Clanes de Shur-Ikail. Cerca de trescientos de los mejores guerreros de Idhún.
Denyal lo miró fijamente, pero no dijo nada. Alexander sostuvo su mirada.
En aquel momento llegaron dos jinetes al trote. El Archimago frunció levemente el ceño al reconocer a Allegra.
Aile -dijo, sin embargo-. Llegas justo a tiempo.
Pero desvió su atención hacia el otro jinete. Se trataba de Hor-Dulkar, el Señor de los Nueve Clanes.
Alexander hizo las presentaciones. Dejó a los cuatro poniéndose al día y, todavía sin descabalgar, entró al paso en el patio de la Fortaleza.
Como había supuesto, encontró allí a Kestra y Kimara, junto a Fagnor, que yacía en el suelo. Del dragón dorado no había ni rastro, pero aquello no era de extrañar. Para mucha gente seguía siendo un secreto que aquel Yandrak era falso, por lo que los constructores de dragones lo mantenían oculto en el rincón del bosque, no lejos de la Fortaleza, en donde Kimara lo había hecho aterrizar.
Tanawe, Rown y dos operarios más estaban poniendo a Fagnor a punto de nuevo. Tanawe gruñía en voz baja, malhumorada, mientras trataba de encajar de nuevo una de las alas del dragón artificial.
Alexander se reunió con ellas.
-¡Habéis sacado los dragones antes de tiempo! -les recriminó, con ferocidad-. ¿En qué estabais pensando? ¿Qué pretendíais con eso?
Kestra clavó en él una mirada incendiaria.
-Salvarte el cuello, príncipe de Vanissar. De no ser por nosotras, serías ahora una papilla de carne y veneno de shek.
-Pediste voluntarios, ¿no? -respondió Kimara, sombría-. Nosotras somos voluntarias. Yo, al menos, ya me he cansado de estar encerrada aquí cuando hay ahí fuera tantas serpientes que matar.
Alexander la miró, un poco sorprendido. Sabía que Kimara tenía un espíritu indomable, pero siempre se había sentido fuera de lugar en la Fortaleza, estudiando magia, y se había encerrado en sí misma. Además, la muerte de Jack la había afectado mucho. Por lo visto, ya había asimilado todo aquello, porque ahora latía en sus ojos rojizos una nueva emoción, un odio profundo que se reavivaba cada vez que veía a una serpiente alada cruzando los cielos sobre Nurgon.
Movió la cabeza, preocupado.
-Tenemos pocos dragones -replicó, con más suavidad-. Tanawe os habrá dicho lo mismo que yo. Los dragones son muy valiosos. No podéis ponerlos en peligro sin más. El enemigo...
-¡No me hables del enemigo, bestia inmunda! -estalló de pronto Kestra-. ¡Tú eres el enemigo! ¡Eres uno de ellos! Te volverás contra nosotros aunque no lo quieras, sí, porque he visto lo que sois capaces de hacer las criaturas como tú. ¡Mira las lunas y júrame por lo que sea más sagrado para ti que no sientes nada cuando las ves!
Su voz quedó ahogada en un sollozo. Alexander no fue capaz de contestar. No por el súbito arrebato de Kestra, sino porque había alzado la cabeza para contemplar las lunas y había visto algo aterrador.
Siguiendo la dirección de su mirada, todos los presentes levantaron la cabeza.
Y se quedaron sin aliento.
Los sheks habían vuelto a formar un enorme círculo sobre ellos, y los sobrevolaban como aves carroñeras. Sus cuerpos, fluidos, sinuosos, emitían un suave brillo gélido.
Pero no fue eso lo que más preocupó a los rebeldes.
Porque, en el centro del círculo de sheks, las tres lunas relucían en la noche, y una extraña espiral de tinieblas giraba en cada una de ellas.
-¿Qué diablos...? -empezó Alexander, pero no pudo seguir.
Shail llegó jadeante, apoyándose en su bastón.
-¿Has visto eso? -exclamó, con urgencia, señalando al cielo-. ¡Tenemos que detenerlo!
-¿Por qué?
-¡El escudo, Alexander, el escudo!
Los dos amigos cruzaron una mirada. Entonces Alexander dio media vuelta, bruscamente, y vociferó:
-¡A las armas! ¡A las armas! ¡Arqueros, arponeros y ballesteros, a las almenas! ¡Preparad las catapultas! ¡Todos a la Fortaleza!
Siguió gritando instrucciones, y pronto todo Nurgon bullía de actividad. Pero Shail no podía dejar de mirar al cielo. Sentía que la luz que emitían las lunas había dejado de ser dulce y hermosa para convertirse en algo frío y oscuro.
En todos los rincones del bosque, las flores lelebin se estremecieron y empezaron a languidecer.
Primero se arrugaron las puntas de los pétalos, luego los estambres se marchitaron y se deshicieron, cubiertos de una extraña escarcha. Algunas de las flores se cerraron sobre sí mismas, pero ya era demasiado tarde.
Mientras las lunas seguían arrojando sobre el bosque aquella espiral de tinieblas, las lelebin se secaron, una tras otra, y murieron.
El escudo empezó a fallar en distintos puntos del bosque.
Y cuando la última flor lelebin hubo caído sobre su tallo, las serpientes atacaron.
Ashran bajó los brazos y rió suavemente.
-La cúpula feérica ya no protege el bosque de Awa -anunció, entrando de nuevo en la sala; su cuerpo todavía despedía un suave halo luminoso-. Nurgon no tardará en caer bajo el poder de los sheks.
Zeshak entornó los ojos.
«Ya era hora», comentó, y todos pudieron captar aquel pensamiento.
Jack cerró los ojos, aún aturdido. Podía imaginar a Shail, Alexander y los demás luchando inútilmente contra el ejército de Ashran, el bosque de Awa incendiado, los rebeldes huyendo para salvar sus vidas... pero ya no había ningún lugar donde pudieran guarecerse. Sería una masacre.
«Hemos fracasado -pensó Jack, anonadado-. Y de qué manera.»
-Tengo otra buena noticia -dijo Ashran-. El unicornio ya está aquí.
No había terminado de hablar cuando la puerta estalló en pedazos, con violencia. Jack trató de levantar la cabeza, pero no fue capaz porque la mano de Ashran había vuelto a sujetarlo férreamente por la nuca. Zeshak lo soltó de golpe, y Jack pudo respirar por fin... pero el alivio no duró mucho. Ashran tiró de él como si fuera una marioneta, y el muchacho no encontró fuerzas para moverse. Por otro lado, acababa de entrar alguien en la sala, una figura que se movía con seguridad y energía y que parecía muy, muy enfadada. A Jack se le había nublado la vista, pero, a pesar de todo, reconoció a Victoria. La habría reconocido en cualquier parte.
Se preguntó, confuso, cómo diablos había llegado ella allí en tan poco tiempo. ¿Se las habría arreglado para abrir el Portal entre las torres, aquel portal que, según Christian, estaba cerrado?
La muchacha se había detenido a escasos metros de Ashran y Zeshak, pero todavía parecía amenazadora, con el extremo del báculo palpitando como una pequeña supernova. Sin embargo, por muy furiosa que estuviese, había visto enseguida que Christian estaba a merced de Zeshak, que podía aplastarlo en cualquier momento, y que Jack temblaba a los pies de Ashran, cuyos dedos todavía rodeaban su cuello. Un movimiento en falso, y todo habría acabado para cualquiera de los dos... o para ambos.
-Volvemos a encontrarnos -dijo Ashran con suavidad-. La tercera vez en poco tiempo, mi admirada joven. No importa lo que pueda llegar a hacerte; no importa que te extraiga hasta la última gota de energía o que arrebate la vida de tu dragón, tú siempre vuelves una y otra vez, a presentar batalla... como ahora, ¿no es cierto?
Victoria enarboló el báculo y se lanzó contra él con un grito, con la muerte brillando en sus grandes ojos oscuros. Pero se detuvo en seco. El extremo de su báculo lanzó un último destello, como un breve latido, y luego se estabilizó.
Ashran había arrastrado a Jack hasta colocarlo frente a sí. Su mano se había cerrado en torno a la nuca del muchacho, y tiraba de él hacia atrás, obligándolo a alzar la cabeza y a mirar a Victoria a los ojos.
-¿A qué... esperas? -jadeó Jack.
Pero ella permaneció inmóvil, como petrificada, observándolo fijamente.
-Un dilema interesante -sonrió Ashran-. ¿Me atacarás, Victoria? Leo el odio y la furia en tu mirada. Eres más poderosa que nunca, y yo tengo en mis manos a dos seres que te importan mucho. Me odias con todo tu ser, y aunque una parte de ti me teme, no la estás escuchando ahora. Si me atacaras en este momento, con toda tu rabia y desesperación, con ese báculo rebosante de magia, podrías llegar a hacerme daño. Pero... ¿te llevarás al dragón por delante?
Victoria no respondió. Seguía con los ojos fijos en Jack, con el rostro impenetrable. Sin embargo, el brillo de su mirada delataba la angustia que sentía.
-Vamos... Victoria -pudo decir Jack-. Atácale...
Su última palabra terminó en un grito de agonía. Ashran había clavado los dedos en su carne, transmitiéndole una magia brutal que, de nuevo, pareció quemarlo por dentro.
-No recuerdo haber pedido tu opinión -dijo el Nigromante con indiferencia.
Tiró de él y lo levantó como si fuera tan ligero como una pluma. Las palabras salieron de los labios de Victoria sin que ella pudiera detenerlas:
-No le hagas daño.
Ashran se volvió para mirarla.
-Si intentas algo, mataré a tu dragón antes de que logres toarme. Y aun en el caso de que lo consiguieras... Zeshak aplastaría a Kirtash como a un insecto antes de que tuvierais tiempo de reaccionar.
Victoria se volvió lentamente hacia la enorme serpiente, que aún aprisionaba a Christian entre sus anillos. Como respondiendo a una orden silenciosa, Zeshak oprimió a Christian un poco más. El joven apretó los dientes, esforzándose por no gritar de dolor. Pero Victoria vio su gesto crispado, el sufrimiento que brillaba en sus ojos de hielo.
-No le hagas daño -dijo, y era una petición, pero también una amenaza.
Cerró los ojos un instante y respiró hondo.
-¿Qué quieres que haga? Si me rindo y dejo el báculo en el suelo los matarás igualmente, ¿verdad?
-Tal vez sí, o tal vez no. Los Seis os protegen, Victoria, y eso, aunque vosotros no lo sepáis, os convierte en tres elementos muy difíciles de matar. Podría acabar con la vida de este dragón y de este shek con suma facilidad. Pero... ¿qué harías tú entonces? No descansarías hasta acabar conmigo, y terminarías por conseguirlo. No, Victoria. He aprendido que, si es cierto que vosotros tenéis poder para destruirme, sólo en vosotros mismos está la clave para vuestra propia destrucción. Al principio pensé que vuestro punto débil era el odio que los dos chicos sentían el uno por el otro. Y me aproveché de ello... pero cuando el dragón regresó, me di cuenta de que había en vosotros algo aún más poderoso que el odio... Y ese punto fuerte era también vuestro punto débil.
»¿Sabes para qué has venido aquí esta noche, Victoria? Has venido para tomar una decisión. Has venido para elegir.
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Triada
AventuraLa resistencia ha logrado su objetivo y an llegado a su destino, Idhun. Ahora tendrán que enfrentarse a su enemigo, Ashran. Como recibirán los rebeldes de la resistencia el amor entre Kirtash y Victoria?