Christian tardó dos días en divisar a lo lejos las altas cumbres del Anillo de Hielo, la gran cadena montañosa que rodeaba Nanhai y lo separaba de Nandelt. Se sentía más seguro volando de noche, y así debía de ser, puesto que no encontró problemas ni contratiempos en el camino. Tan sólo una vez se cruzó con una hembra shek cuando sobrevolaba la populosa ciudad de Puerto Esmeralda. La shek lo detectó antes de que él pudiera percibir su presencia, lo cual era otra prueba más de que estaba perdiendo facultades. Se acercó a él, tal vez con la intención de pedirle noticias. Cuando Christian quiso retroceder ya era demasiado tarde; de modo que la aguardó, para no despertar sospechas.
Era una hembra vieja; quizá por eso no se enfrentó a él cuando lo reconoció como el renegado que los había traicionado. Se limitó a lanzarle un siseo furioso, enseñando sus letales colmillos. Christian le dirigió una larga mirada, pero siguió su camino sin pelear. Sintió sobre él los ojos de la criatura hasta que estuvo bien lejos de ella.
Ahora, los sheks conocían ya su posición. Christian estuvo alerta, esperando que le salieran al encuentro, pero nadie lo interceptó. Sonrió para sí. Cada vez tenía más claro que estaba haciendo lo que Ashran quería que hiciera, y que por eso nadie lo molestaría en su viaje. El porqué el Nigromante deseaba que Christian resucitase su espada, cuando había sido él mismo quien le había arrebatado su poder, resultaba todavía un misterio para el muchacho. No obstante, tenía una sospecha al respecto.
No le gustaba la idea de estar cumpliendo las expectativas (te Ashran, de estar sirviendo a sus propósitos, pero no tenía más remedio. De todas formas, se prometió a sí mismo que haría lo posible por averiguar cuáles eran exactamente las intenciones de su padre... para no hacer nada de lo que luego pudiera arrepentirse.
El Anillo de Hielo estaba siempre envuelto en turbulentas tormentas de nieve. Christian sabía que era una locura tratar de cruzarlo volando, por lo que buscó un paso para atravesarlo por tierra. Aun así, no se transformó en humano, todavía no. Su espíritu shek no habría soportado regresar tan pronto a su prisión. De manera que se aventuró por los estrechos desfiladeros de la cordillera con las alas replegadas y su largo cuerpo ondulante reptando sobre la nieve.
Los sheks aguantaban bien todo tipo de temperaturas extremas. En climas cálidos, los soles calentaban su cuerpo de sangre fría. En lugares más inhóspitos, su dura piel escamosa los aislaba a la perfección del frío y la humedad. Ellos mismos eran capaces de crear hielo a su alrededor, por lo que aquél era un elemento que no podía dañarlos.
Pese a ello, Christian comprendió enseguida por qué los sheks nunca habían estado interesados en conquistar Nanhai. Aquél era un desolado mundo de hielos eternos y escarpadas agujas que hacían las montañas imposibles de escalar. Además era difícil acceder a él, porque sus cielos turbulentos no podíais cruzarse volando, y porque, por tierra, los pasos que se abrían ocasionalmente no tardaban en ser invadidos por los aludes de nieve y los glaciares. Con todo, Christian se dejó llevar por su instinto, y encontró grietas en las paredes de hielo, estrechas gargantas entre montañas y laberínticas cavernas que atravesaban los macizos de parte a parte.
Pronto, sin embargo, comenzó a acuciarle el hambre.
Los sheks eran capaces de pasar varios días sin comer, porque sus movimientos, medidos y calculados a la perfección, sin un solo gesto innecesario, los ayudaban a ahorrar energía, Pero en aquel mundo de hielo no parecía haber nada vivo, y Christian empezó a dudar que pudiera llegar a sobrevivir a aquel viaje.
Cuando ya estaba a punto de perder la esperanza, las montañas se abrieron para dar paso a la alta meseta de Nanhai.
También allí había montañas, pero estaban más separadas unas de otras, y las tormentas de nieve no eran tan frecuentes.
En aquel mismo momento, incluso se adivinaban los tres soles a través de la helada neblina que cubría el cielo. En los valles y en la cara de las montañas donde llegaban los rayos solares con más facilidad se había desarrollado vegetación, y varias especies de animales que se habían adaptado a aquel desolado lugar. Christian respiró profundamente, sabiéndose ya cerca de su objetivo.
Tuvo que hacer un esfuerzo para levantar el vuelo, pero lo hizo, y agradeció poder despegarse del suelo de nuevo.
Tardó un buen rato en divisar a un gigante un poco más allá, al pie de una montaña; y lo descubrió porque se estaba moviendo, de lo contrario le habría pasado desapercibido. Desde la distancia, parecía una roca más de la cordillera.
El gigante no pareció muy sorprendido cuando vio al shek descender ante él. Lo miró impasible y se limitó a esperar a que hablara.
«Busco a Ydeon», dijo Christian solamente.
El gigante asintió, sin una palabra. Entonces alzó el brazo, un brazo enorme como un tronco y áspero y duro como una roca, y señaló un pico lejano.
A Christian le bastó con eso. No dio las gracias por la información; el gigante tampoco las esperaba, de todas formas. Alzó el vuelo y se zambulló de nuevo en el gélido viento de Nanhai.
Erea, la luna blanca, ya asomaba por el horizonte cuando alcanzó el hogar de Ydeon. No le costó localizar la abertura en la roca, una gran caverna orlada de agujas de hielo. Titubeó antes de volver a adoptar forma humana.
Se sintió extraño. Llevaba varios días transformado en shek, y tuvo la sensación de que su cuerpo humano era insoportablemente débil y pequeño. Se controló y estiró los brazos y las piernas para volver a acostumbrarse a su otra forma. Después, se introdujo por el túnel.
No habría sabido decir cuánto rato estuvo descendiendo en la oscuridad. Sus sentidos de shek lo ayudaban a orientarse en las entrañas de aquella montaña pero, aun así, más de una vez estuvo a punto de resbalar en el hielo.
Pronto descubrió que aquello era un laberinto de túneles. La galería que seguía se ramificaba a derecha e izquierda, y algunos de los nuevos conductos tenían un aspecto más cómodo que el del corredor que estaba siguiendo, pero no se desvió de su camino. Percibía algo cálido más allá.
Al cabo de un rato, empezó a escuchar golpes rítmicos que parecían proceder del corazón del mundo. El eco los hacía retumbar por todos los túneles, de modo que no podía detectarse el lugar del que surgían. Pero el shek tenía una idea bastante aproximada. Poco después, el túnel se iluminó con una suave luz rojiza, y Christian supo que estaba ya muy cerca. La temperatura del ambiente fue aumentando y pasó de una agradable calidez a un pesado bochorno. También la luz rojiza se hizo más intensa, y los golpes, más fuertes.
Finalmente, Christian torció por un recodo y llegó hasta una enorme arcada. Los golpes cesaron de súbito. El joven avanzó con precaución y vio que la arcada daba paso a una gran caverna iluminada por un resplandor anaranjado. Se quedó allí, en el umbral, recorriendo la estancia con la mirada.
Era un espectáculo extraño. La caverna entera estaba cubierta de hielo, y montones de nieve se acumulaban contra las paredes. Y era extraño porque más allá resbalaba lentamente un pequeño río de lava, tórrido, burbujeante; era como si ambos elementos, fuego y hielo, no se afectasen el uno al otro, como si algo mantuviera separadas ambas esencias que, como Christian sabía muy bien, tendían a destruirse mutuamente. El calor emergente del río de lava debería haber fundido el hielo tiempo atrás, pero no lo había hecho, y tampoco el intenso frío del glaciar había logrado petrificar aquella lengua de fuego que se deslizaba a través de él.
Christian decidió que ya resolvería aquel misterio más adelante. Porque junto al río de lava se alzaba una enorme roca plana, negra como el azabache.
Y, junto a la roca estaba Ydeon.
Alcanzaría los tres metros de altura; su piel era gris, dura y rugosa como la roca de las montañas; sus ojos, redondos y completamente rojos, parecían brillar con luz propia. Su cabeza, desprovista de cabello, se alzaba sobre un cuello corto pero ancho, asentado entre sus poderosos hombros. Vestía ropas de piel que dejaban al descubierto sus pétreos brazos y sus grandes manazas; con una de ellas sujetaba la empuñadura de una espada cuyo filo, a medio templar, reposaba al rojo vivo sobre la piedra negra. Cristian se preguntó dónde estaba la maza que había estado utilizando el gigante para templar el arma.
-Bienvenido, príncipe Kirtash -dijo Ydeon, el fabricante de espadas; su voz retumbó como un alud de rocas que se precipitara por la ladera de una montaña-. Te esperaba.
Christian no se movió. Sus ojos estudiaron al gigante con calma.
-¿Me conocías? -preguntó después, con suavidad.
-Pocos humanos serían capaces de llegar hasta mí -repuso Ydeon-. Pero tú no eres un humano corriente.
Christian no vio la necesidad de responder. El gigante alzó entonces su manaza con el puño cerrado y lo descargó contra el metal al rojo. Christian lo observó con interés mientras Ydeon daba forma a la espada sin más herramientas que su poderoso puño. Conocía, desde luego, la extraordinaria fuerza de los gigantes, pero dudaba de que muchos fueran capaces de hacer lo que el fabricante de espadas estaba haciendo en aquel momento. Esperó con calma hasta que Ydeon terminó, alzó el arma y la hundió en un montón de nieve para enfriarla. El ambiente se llenó de vapor de agua.
Ydeon se volvió hacia Christian, en un gesto que le indicaba que ya estaba en disposición de atenderle.
-Vengo a causa de Haiass -dijo el muchacho a media voz-. Lo sabías, ¿verdad?
Ydeon asintió sin una palabra. Christian desenvainó su espada y la mostró al gigante.
-Fuiste tú quien le arrebató su poder? -preguntó.
-No puedo arrebatarle un poder que nunca le otorgué -repuso el gigante-. Me limito a forjar espadas... espadas que aúnan la máxima dureza con la máxima sensibilidad, lo cual les permite absorber y asimilar la magia que les da la vida. Pero insuflarles esa magia es labor de los hechiceros... y de criaturas semidivinas, como los dragones, los unicornios o los sheks.
No había amargura en sus palabras cuando mencionó a los dragones y los unicornios, casi extintos a causa de Ashran y las serpientes aladas. Probablemente, Ydeon lamentara más la muerte de Haiass, una espada legendaria, que la de toda una raza de criaturas inteligentes.
-Entonces, ¿no hay manera de repararla? ¿No se la puede despertar de nuevo?
La roja mirada de Ydeon se encontró con los fríos ojos azules de Christian.
-Eso deberías decírmelo tú. Al fin y al cabo, eres un shek.
Así que lo sabes... Pensaba que a Nanhai apenas llegaban noticias del resto del mundo.
-Yo lo supe desde el principio. Hace poco más de quince años, Ashran y Zeshak acudieron a verme para pedirme que forjara una espada que pudiera contener todo el poder de los sheks. -Los ojos de Ydeon seguían clavados en él-. La espada era para ti, muchacho. Y ningún humano habría podido blandir un arma como ésa. Tenías que ser uno de ellos, a la fuerza.
»Siempre he sentido curiosidad por ti. No porque seas el hijo de Ashran. No porque estuvieras destinado a gobernar Idhún. Simplemente, porque una de mis más poderosas espadas te pertenecía, te había aceptado como dueño.
»Hace unos días dejé de oír la canción de hielo de Haiass en mi alma. Supe que había muerto. También supe que no tardarías en aparecer por aquí, y que podría conocerte en persona. Debo decir que no me pareces tan impresionante como había imaginado.
Christian sonrió, sin sentirse ofendido en absoluto.
-He perdido gran parte de mi poder -reconoció-. Tal vez eso esté relacionado con la muerte de mi espada. No estoy seguro.
Ydeon extendió la mano hacia él, y el muchacho supo enseguida qué era lo que le pedía. Titubeó apenas un segundo antes de tenderle a Haiass.
El gigante alzó la espada con tanta facilidad como si fuera una pluma y examinó su filo a la luz anaranjada del río de lava.
-No esperaba que regresara tan pronto a mí -murmuró-. No hace ni un mes que la reparé. -Se volvió hacia Christian, con un extraño fuego llameando en sus ojos-. Necesito saberlo: ¿qué fue lo que la rompió entonces?
-¿Mi padre no te lo dijo?
Enseguida se dio cuenta de lo absurdo de su pregunta. Por supuesto que Ashran se habría guardado muy bien de comentar con nadie que existía alguien capaz de derrotar a su hijo.
-Pocas cosas podrían quebrar a Haiass -dijo el fabricante de espadas-. Imagino que pocas personas serían capaces de vencerte a ti.
Los ojos rojos del gigante seguían fijos en él, expectantes. Christian pronunció la palabra que Ydeon estaba deseando escuchar.
-Domivat -dijo a media voz.
El enorme cuerpo de piedra del gigante se estremeció.
-Domivat, la espada de fuego -repitió-. Hace varios días noté su presencia en algún lugar de Idhún. Llevaba siglos sin saber nada de ella. Pensé que mi percepción me estaba engañando, pero... ahora comprendo que no fue así. Alguien la ha encontrado y la ha traído de vuelta. Y puede empuñarla... sin abrasarse.
-También forjaste a Domivat? -preguntó Christian, aunque hacía tiempo que lo sospechaba.
-Hace más de trescientos años -asintió Ydeon-. Tu espada es muy joven comparada con ésa. Y sin embargo... Haiass tiene más experiencia. Le has hecho probar la sangre de mucha gente. En cambio desde aquí puedo percibir que Domivat apenas ha sido utilizada en todo este tiempo.
-Tu percepción es correcta, fabricante de espadas.
-¿Quién es él, Kirtash? ¿Quién ha domado a la espada de fuego?
Christian reprimió un suspiro de cansancio. Se sentó sobre una roca y apoyó la espalda en la helada pared de la caverna.
«Es un hombre muerto», le había dicho a su padre no mucho tiempo atrás.
Ahora, en cambio, lo veía desde una perspectiva diferente.
-Es el hombre que algún día me matará -murmuró.
Cuánto podían cambiar las cosas en poco tiempo. Recordó de nuevo los luminosos ojos de Victoria, y se preguntó hasta qué punto era ella consciente de lo antinatural que resultaba intentar que un shek y un dragón fueran amigos.
«No más que luchar por mantener vivo un sentimiento que jamás debería haber nacido en mí», pensó de pronto.
Ydeon lo miraba con gravedad.
-Eres un shek extraño.
Christian no respondió. « No te imaginas hasta qué punto», pensó.
Ydeon movió la cabeza, pesaroso.
-No tengo poder para resucitar tu espada. Pero tal vez haya un modo de conseguirlo. ¿Estás dispuesto a averiguarlo?
Christian alzó la cabeza y le dirigió una mirada indescifrable.
-Estoy aquí, ¿no?
-Has llegado hasta aquí -asintió Ydeon-, pero no basta con eso. No basta con llegar; tienes que quedarte. -¿Por cuánto tiempo?
-Hasta que descubramos la manera de revivir a Haiass.
Vanissar prosperaba.
Alexander lo advirtió de inmediato. Mientras atravesaban el reino que antaño había sido su hogar, el joven descubrió aquí y allá restos de los estragos que la guerra contra los sheks había causado en el pasado: casas destruidas, algún bosque muerto bajo la escarcha... pero aquellos tiempos parecían ya olvidados. Los cultivos crecían altos y vigorosos, y la gente, a pesar de sus semblantes graves, tenía aspecto de vivir razonablemente bien.
Los sheks son criaturas inteligentes -murmuró Allegra ante la muda pregunta de Alexander-. Saben que no tiene sentido conquistar un mundo para luego dejarlo morir.
Habían pasado cinco años para el joven, pero habían sido quince para el pueblo de Vanissar. Se preguntó si lo reconocerían. Apenas había envejecido, aunque su cabello se hubiera vuelto gris. Por si acaso, tanto él como sus compañeros evitaban las poblaciones y avanzaban con el rostro oculto bajo la capucha de la capa.
Un par de días después llegaron a Vanis, la capital del reino. Alexander sonrió, emocionado al volver a ver los edificios de ladrillos bicolores típicos de Vanissar, las cúpulas rojas del palacio real, los arcos que conducían a la plaza del mercado, los balcones adornados con las flores violetas que tanto gustaban a las mujeres de la ciudad. Se dejó arrastrar por la multitud, por sus sonidos, por sus olores, encantado de estar de nuevo en casa, aunque una parte de él se sintiera un extraño.
El dominio shek era allí más evidente que en las zonas rurales. Soldados szish controlaban las calles y la plaza del mercado, observándolo todo con sus ojos negros y redondos como botones. Alexander se dio cuenta de que la gente parecía haberse acostumbrado a su presencia, y vio que algunos incluso aclamaron a un par de hombres-serpiente que atraparon a un ladrón.
Alexander movió la cabeza, asombrado.
-A las serpientes les interesa que todo funcione bien -susurró Qaydar-. Dejan en paz a la gente honrada que se ocupa de sus asuntos y trabaja para que el reino prospere. Incluso los favorecen y les ponen las cosas fáciles. Por el contrario, el trato que dispensan a los criminales y a los rebeldes es duro y despiadado.
-¿Cómo vamos a llegar al castillo? -preguntó Allegra en voz baja.
Qaydar respondió algo, pero Alexander no lo escuchó.
Se había quedado mirando a una anciana que trenzaba canastas en un puesto del mercado. Le llamó la atención porque las canastas estaban hechas de una clase de junco de tono azulado, muy resistente, que sólo crecía en los márgenes del río Raisar, que separaba los reinos de Vanissar y Raheld. Hacía mucho tiempo que no veía objetos fabricados con aquel material, y un sentimiento de nostalgia inundó su corazón.
Entonces la anciana tejedora alzó la cabeza hacia él y sonrió. Su piel arrugada mostraba listas de color pardo, señal de que la mujer procedía de Shur-Ikail, donde habitaba una raza de bárbaros humanos de piel listada.
-¿Deseáis comprar un canasto, señor? No los encontraréis mejores en ninguno de los cinco reinos...
Alexander sonrió; iba a declinar la oferta cuando la mujer se fijó en su rostro y palideció como si acabara de ver un fantasma.
-¡Alteza! -exclamó.
Alexander retrocedió, moviendo la cabeza.
-Te has equivocado de persona.
-¡Príncipe Alsan! -insistió la mujer; cayó de rodillas ante él y trató de besarle las manos, pero Alexander no se lo permitió-. ¡Habéis regresado!
-Te repito que me confundes con otro.
El comportamiento de la tejedora atrajo la atención de algunos curiosos, entre ellos un niño de mirada pensativa, que estudió a Alexander de arriba abajo, asintió para sí mismo y después se perdió entre la multitud. Allegra tiró de su amigo y se lo llevó lejos de allí. Alexander pudo ver cómo dos szish se llevaban a rastras a la anciana, que lloraba de alegría mientras seguía pronunciando el nombre del príncipe Alsan. Y supo que nadie más volvería a verla con vida.
Allegra y Alexander se reunieron con Qaydar, cuyos ojos relampagueaban de ira.
-¿Es que quieres que nos maten? -siseó, furioso.
Los ojos de Alexander relucieron con un salvaje brillo amarillo.
-No me hables en ese tono, Archimago -le advirtió-. Te encuentras en Vanissar, el reino que me pertenece por derecho. Aquí, más que en ningún otro lugar, exigiré que me trates con el respeto que se le debe al heredero al trono.
-Basta -dijo Allegra con suavidad-. Seamos prácticos: han reconocido a Alexander; no tardarán en venir a buscarnos.
Buscaron refugio en un callejón, desde donde escudriñaron la calle principal. Pero no descubrieron una actividad anormal en los guardias szish.
-Parece que no la han creído -murmuró Allegra, exhalando un suspiro de alivio.
Pero Qaydar negó con la cabeza.
-Esas criaturas no dejan nada al azar. Si alguien cree haber visto al príncipe, lo investigarán, no te quepa duda. Pero no lo harán abiertamente, sino bajo mano, sin que nadie se entere. No permitirán que la gente crea que han dado crédito a algo así. Si actúan como si no tuviera importancia, todos se convencerán de que no la tiene, de que sólo ha sido el desvarío de una vieja loca. -Movió la cabeza, irritado-. Llevo tiempo estudiando a los szish. Son tan taimados como los monstruos a los que sirven.
-¿Qué sugieres que hagamos, pues?
-Acompañarnos al castillo, si os place, señora -dijo de pronto una voz a sus espaldas, sobresaltándolos-. El rey Amrin os está esperando.
Junto a ellos había un hombre de unos treinta y cinco años. Su piel presentaba un ligero tinte azulado, su cabello crecía muy fino y escaso, y era tan rubio que parecía casi blanco. Sonreía, y su rostro era agradable y, jovial.
«Un semiceleste», pensó Alexander. Inmediatamente se acordó de Shail y Zaisei, y se preguntó si el grupo de la Venerable Gaedalu habría llegado ya al Oráculo.
-Me llamo Mah-Kip, y trabajo para su majestad -se presentó-. Los szish os están buscando. Me han enviado para guiaros hasta el castillo sanos y salvos.
Los tres cruzaron una mirada. Mah-Kip era un semiceleste, su mirada era limpia y pura como la de todos los hijos de Yohavir; no los engañaría ni traicionaría.
Lo siguieron a través de un laberinto de calles, hasta una vieja posada que parecía abandonada. Mah-Kip los hizo descender al sótano, y allí descubrió un túnel que se abría tras una pesada alacena que tuvieron que apartar entre todos.
-Este túnel es completamente seguro -dijo Mah-Kip-, y lleva hasta el palacio. Lo descubrí hace unos meses y se lo comuniqué a su majestad, pero él no quiso que le revelara el lugar exacto de su ubicación. Así se aseguraba de que ni Eissesh ni los szish averigüen su paradero.
-¿Eissesh? -repitió Alexander en voz baja.
-El gobernador de Vanissar -gruñó Qaydar-. El shek que dirige el reino en nombre de Ashran y el señor de las serpientes. En realidad, Amrin es rey sólo de nombre. Es Eissesh quien mueve los hilos aquí.
-Su majestad hace lo que puede -suspiró Mah-Kip-. Si organizase una rebelión, Eissesh lo sabría inmediatamente. No tiene más que leer sus pensamientos, como sólo saben hacer los sheks. Ésa es la razón por la cual los rebeldes actúan a espaldas de nuestro soberano. El no quiere saber nada del asunto, para no comprometerlos.
-Entonces, ¿mi hermano apoya la rebelión? -preguntó Alexander.
Mah-Kip sonrió.
-¿Acaso no está protegiendo a tres renegados buscados por todo Nandelt? -preguntó con suavidad.
Alexander sonrió también, atisbando, por fin, un rayo de esperanza en la oscuridad. Pero Allegra se mordió el labio inferior, pensativa.
Por fin llegaron al término del túnel. Subieron por unas escaleras talladas en la roca y aparecieron tras un enorme tapiz que cubría toda una pared. Alexander miró a su alrededor, bebiendo con los ojos todos los detalles del lugar donde se había criado. Había añorado mucho Vanissar y se sentía feliz de estar en casa de nuevo, y, sin embargo, una parte de él seguía sin encontrarse cómoda.
Mah-Kip los guió hasta un enorme salón donde los aguardaba una figura que se hallaba de pie junto a la ventana. Alexander reprimió tina exclamación de sorpresa.
Era su hermano, pero no el muchacho que él recordaba.
Sólo se llevaban dos años de diferencia; Amrin era un chico no mucho mayor que Jack cuando Alexander lo había visto por última vez. Pero ahora era un hombre que rondaba los treinta, no muy alto, de cabello castaño ensortijado y los mismos ojos oscuros de Alexander. Para el rey de Vanissar habían pasado quince largos años, mientras que el desajuste temporal del viaje a través de la Puerta había congelado a Alexander durante diez años, de manera que todo aquel tiempo sólo había sido un lustro para él. Antes era el príncipe Alsan, el heredero del trono. Ahora era Alexander, tenía veintitrés años y, sorprendentemente, era más joven que su hermano menor.
-Me alegro de volver a verte, Alsan -dijo el rey-. Por una parte has cambiado, pero por otra el tiempo parece no haber pasado por ti. Una extraña forma de conservarse.
Alexander se encogió de hombros.
-Los viajes interdimensionales pueden jugarte malas pasadas a veces.
Los dos hermanos se estudiaron un momento, con cautela y cierta desconfianza. Alexander sabía que, a pesar de la nueva diferencia de edad, él había nacido antes que Amrin. El trono de Vanissar le pertenecía por derecho.
Y Amrin lo sabía también. Ahora que llevaba tantos años siendo rey de Vanissar, ¿cómo reaccionaría ante el regreso del legítimo heredero del rey Brun?
Sin embargo, al cabo de unos instantes Amrin sonrió ampliamente.
-Bienvenido a casa, hermano -dijo.
Jack se recostó sobre la hierba, junto al arroyo. Estaba en apariencia tranquilo, pero sus ojos verdes recorrían el paisaje, alerta.
A lo largo de su viaje a través de la Cordillera Cambiante había aprendido a estar siempre vigilante. Eran demasiadas las cosas que no conocía o no comprendía de aquel lugar.
Victoria se había quedado un poco más lejos, río arriba. Había encontrado una pequeña cascada que caía sobre un remanso tranquilo, y estaba aprovechando para bañarse. Jack se había retirado un poco para dejarle intimidad... y, de paso, vigilar que no la sorprendiera ningún visitante indeseado.
Contempló cómo se movían las montañas, sin mucho interés. Era un fenómeno que ya le parecía perfectamente normal.
Sin embargo, algo le llamó la atención y le hizo enderezarse, sorprendido.
Una de las montañas desaparecía poco a poco. Y tras ella... no había más montañas, sino una amplia extensión de bosque. Se puso en pie de un salto para estudiar la posición de los soles. Estaban justo encima de aquel bosque. Por el este.
Respiró hondo. Aquello sólo podía ser Derbhad. Qué mala suerte. Para una vez que las montañas se abrían lo bastante como para dejar ver lo que había más allá, era por el lado contrario por el que querían salir. En cualquier caso, pensó, tal vez había llegado la hora de abandonar la cordillera y seguir avanzando por un lugar menos desconcertante.
Dio media vuelta y se dirigió a la cascada para contárselo a Victoria.
Los dos se pusieron en marcha enseguida. Cuando el bosque fue claramente visible en el horizonte, ambos apretaron el paso. Tenían que alcanzarlo antes de que desapareciera de su vista, antes de que las montañas volvieran a cerrarse ante ellos.
Por suerte, no lo hicieron. Llegaron a la sombra fresca de la floresta un poco antes del mediodía, y se dejaron caer bajo los árboles, cansados y hambrientos. Contemplaron la amenazadora silueta de aquella extraña Cordillera Cambiante de la que habían escapado. Jack no pudo evitar preguntarse cuánto habían avanzado en todo aquel tiempo que llevaban de marcha.
-Tenemos que decidir qué hacer ahora -dijo-. Podemos seguir por Derbhad hacia el sur, o tratar de cruzar la cordillera para llegar hasta el desierto.
-No sé si quiero volver ahí -dijo Victoria-. A veces tengo la sensación de que es como un laberinto del que no podremos escapar.
-Y tal vez sea así -dijo de pronto una voz sobre ellos, sobresaltándolos-. Los bosques cambian, pero las montañas no deberían cambiar. No es natural.
Los dos chicos descubrieron entonces a un silfo observándolos desde una rama.
Los silfos eran el equivalente masculino de las hadas. La mayoría de ellos tenían alas y solían encontrarse en las copas de los árboles. A pesar de servir a Wina, la diosa de la tierra, también se sentían, en parte, criaturas del aire.
Aquél en concreto tenía la piel aceitunada y el cabello parecido a un manto de hojas secas. Sus ojos negros, enormes ~ rasgados, los contemplaban con curiosidad.
-Hace mucho tiempo, cuando el mundo era aún muy joven -dijo el silfo, antes de que los chicos pudieran hablar-, los primeros magos vinieron a estas tierras. Hablaron a todo el mundo con entusiasmo acerca de su nuevo don, el que otorgaba el unicornio, una criatura de la que nadie antes había oído hablan. Los sacerdotes los escucharon con desconfianza. No había más poder que el de los dioses, dijeron. Otros pidieron a aquellos primeros magos que les mostraran hasta dónde podía llegar aquel nuevo invento llamado magia. Ellos dijeron que podrían mover las montañas de sitio.
El silfo calló. Su mirada había quedado prendida en el horizonte, donde se veían las altas paredes de la Cordillera Cambiante. Tanto Jack como Victoria intuían cuál había sido el final de la historia.
-Entonces la magia también era joven -prosiguió el silfo- Los magos cambiaron las montañas de lugar, pero no calcularon el alcance de su poder. Hoy día, las montañas siguen cambiando. Por eso los magos dicen a menudo que «la magia mueve montañas».
-No conocía esta historia -dijo Victoria, fascinada-. Gracias por contárnosla.
El silfo respondió con una inclinación de cabeza. Victoria se puso en pie.
-Hemos pasado muchos días en la Cordillera Cambiante, y me temo que estamos perdidos. ¿Podrías indicarnos el camino?
-Eso depende de adónde queráis ir.
-Vamos hacia el sur -intervino Jack-. Hace tiempo que partimos del bosque de Awa, pero no sabemos si lo hemos dejado atrás.
-Muy atrás -confirmó el silfo-. Si seguís hacia el sur, pronto llegaréis a Gantadd.
Jack sonrió. Eso eran buenas noticias, significaba que sí habían avanzado mucho a pesar de todo.
-¿Hay alguna manera de cruzar las montañas? -preguntó- No nos gustaría tener que atravesar el bosque de los trasgos. El silfo rió suavemente.
-Oh, sí, la hay. Los magos crearon un paso seguro a través de la cordillera. Una senda que nunca cambia. Las montañas se mueven a su alrededor, pero no la bloquean nunca, ni pueden cambiarla de lugar.
Los Ojos de Neliam era el nombre del conjunto de lagos cristalinos que formaban los afluentes del río Mailin en pleno corazón de Derbhad. Aquellos lagos eran el hogar de náyades, ondinas, silfos acuáticos y demás hadas de los ríos y los manantiales. Pero en los más grandes también habitaban algunas tribus de varu que siglos atrás se habían adaptado al agua dulce, y ellos habían llamado «los Ojos de Neliam» a aquel lugar en honor a su diosa.
Era una tierra agradable, fácil de recorrer, porque la vegetación era fresca sin ser tupida, y el terreno era blando sin ser fangoso. Además, Gaedalu necesitaba entrar en el agua regularmente, por lo que agradecía la presencia de los lagos y los arroyos.
La Madre y su escolta no encontraron grandes problemas a lo largo de su viaje. En cierta ocasión estuvieron a punto de ser descubiertos por un shek que se bañaba en uno de los lagos, pero las náyades los ayudaron guiándolos a un sector de la orilla donde la vegetación era lo bastante espesa como para poder ocultarlos.
Shail todavía no había hablado con Zaisei. Los primeros días estuvo más preocupado por mantener activo el hechizo que los mimetizaba con el suelo que pisaban, y también por guardar el equilibrio sobre su paske. Aunque las hadas habían improvisado un arnés que lo mantenía sujeto a la silla, resultaba difícil montar con una pierna menos.
Tampoco Gaedalu le daba conversación. Sólo hablaba con él cuando era estrictamente necesario, y el resto del tiempo lo ignoraba, como si no estuviera allí.
Por esta razón, el joven mago se mostró sorprendido cuando, una noche, la Madre hizo retroceder a su montura hasta situarla junto a la de él.
-Venerable Gaedalu -murmuró Shail.
La varu respondió al saludo con una inclinación de cabeza. Por un momento no dijo nada. Ambos siguieron cabalgando bajo la clara luz de las tres lunas.
«Tú has estado al otro lado», dijo entonces Gaedalu.
Shail tardó un poco en comprender a qué se refería. -¿En la Tierra?
Gaedalu asintió.
«Muchos magos viajaron a la Tierra antes que vosotros. Ninguno ha regresado.»
Shail se mordió el labio inferior, preguntándose adónde quería ir a parar.
-Idhún no era un lugar seguro para ellos -dijo-. Muchos se integraron en la vida de la Tierra, se hicieron pasar por humanos terrestres. Resultaba muy difícil localizarlos, incluso para nosotros, que contábamos con la ayuda del Alma de Nimbad.
«¿Pero encontrasteis a algunos de ellos?»
-A algunos de ellos, sí. Desgraciadamente... -se interrumpió.
«Desgraciadamente, Kirtash los encontró primero -concluyó la Madre con frialdad-. ¿Era eso lo que ibas a decir?»
-Sí -murmuró Shail.
Los ojos de la Madre se estrecharon en un gesto de ira.
«Mi hija es una hechicera de alto rango -dijo-. Vivía en la Torre de Derbhad y huyó a la Tierra antes de que los sheks la destruyeran, hace quince años. No he vuelto a saber de ella.»
Shail no encontró palabras para responderle.
«Tal vez mi hija esté ahora muerta -prosiguió Gaedalu-, asesinada por esa criatura a la que vosotros, la Resistencia, protegéis.»
-O tal vez esté segura al otro lado -objetó Shail-. La Tierra posee inmensos océanos, mayor superficie de agua que de suelo firme. De todos los idhunitas exiliados, los varu eran los que más posibilidades tenían de pasar inadvertidos.
Gaedalu guardó silencio durante unos instantes. Después dijo:
«Si es cierto que ese shek protege a Lunnaris, puedo entender que hayáis pactado una alianza temporal con él. Pero ¿qué sucederá cuando se cumpla la profecía? ¿Seguiréis apoyándole? ¿O permitiréis que pague por los crímenes que ha cometido?»
Shail desvió la mirada, incómodo.
«Me encargaré de que sea juzgado entonces -dijo Gaedalu-. Y si mi hija Deeva halló la muerte a sus manos... te aseguro que ni siquiera Lunnaris podrá salvarlo.»
Tampoco respondió Shail en esta ocasión. Una parte de él le daba la razón a la Madre.
Aún tardaron un día más en recorrer la garganta.
Con las indicaciones del silfo la habían encontrado fácilmente: un estrecho desfiladero que se abría como una brecha entre las montañas, que se agolpaban a ambos lados como si quisieran invadir aquel espacio.
Jack se dio cuenta enseguida de que era un camino peligroso. Si las montañas se movían, podrían aplastarlos, porque no tendrían ningún lugar donde refugiarse. Pero si el silfo había dicho la verdad, las montañas no traspasarían los límites del camino.
Decidieron arriesgarse.
Fue agradable poder seguir un camino que permaneciera estable, y quizás eso los animó a continuar con ganas, a pesar de que en todo aquel día no encontraron una gota de agua, y la que llevaban en los odres pronto se acabó. Por suerte, cuando por fin el desfiladero se abrió un poco más, descubrieron un pequeño arroyo que resbalaba sobre las piedras. Se pararon a descansar, agotados, pero triunfantes. Más allá había una pequeña arboleda, y tras ella, tina tierra amplia y yerma. Sin montañas.
-¿Eso es Kash-Tarr -preguntó Victoria después de saciar su sed.
-Debe de serlo -respondió Jack, enjuagándose la cara-. ¿Quieres que nos acerquemos a ver?
Por toda respuesta, Victoria avanzó hacia los árboles.
Serían cerca de una docena. Sus troncos eran de color claro, casi blancos, y sus ramas flotaban en torno a ellos mecidas por la brisa. Victoria se internó por la arboleda y notó enseguida cómo las ramas le acariciaban la cabeza y los hombros. Soltó una risita y las apartó.
Pero una de las ramas se enredó en su muñeca. Victoria retiró la mano y dio un salto atrás, con el corazón latiéndole con fuerza. Las ramas se movieron hacia ella, buscándola.
No las movía la brisa. Se movían solas.
-Jack.. .
-Lo he visto -dijo él-. Vámonos de aquí.
Victoria sintió otra rama acariciándole la mejilla. Retrocedió... pero las ramas de otro árbol la envolvieron en su abrazo. Victoria gritó.
Jack corrió hacia ella, dispuesto a ayudarla. Pero se detuvo, perplejo.
Las ramas no hacían daño a Victoria. La palpaban, la acariciaban con curiosidad, como queriendo averiguar qué clase de extraño ser era ella. La chica acabó por sonreír.
-Parece que sólo quieren jugar -comentó.
Jack sintió que las ramas de otro árbol lo tanteaban a él también. Alzó un brazo. Una de las ramas se enrolló en torno a el para comprobar su forma y textura. Luego lo soltó y jugueteó con sus dedos. Jack reprimió una carcajada.
-No sabía que los árboles pudieran ser tan curiosos mentó.
Siguieron avanzando, dejándose inspeccionar por los árboles. Parecía incluso que se quedaban tristes cuando ellos se alejaban, dejando caer las ramas con aspecto abatido.
-Son como niños -comentó Victoria, sorprendida.
Por fin llegaron al final de la arboleda. Ante ellos se abría una amplia tierra plana y despoblada. La contemplaron duran te unos instantes.
-No tenemos que seguir ahora mismo -dijo entonces Jack, sentándose en una roca blanca-. Podemos descansar aquí esta noche y prepararnos para el viaje.
-No estoy segura de que vaya a dormir tranquila con esos árboles ahí -opinó Victoria.
-¿Por qué no? Como tú misma has dicho, son como niños que sólo quieren...
Calló de pronto. Habría jurado que la roca sobre la que se apoyaba se había estremecido. Se preguntó si habría sido algún tipo de movimiento sísmico.
-Jack! -gritó entonces Victoria, mirando hacia arriba.
Jack siguió la dirección de su mirada y lo vio.
La roca blanca no era una roca, sino parte de la raíz de un enorme árbol que se alzaba sobre ellos. Era igual que los arbolillos curiosos que acababan de conocer... pero mucho, mucho más grande.
-Debe de ser la madre -susurró Victoria-. Jack.., aparta de ahí.
Jack se movió con lentitud, alejándose del árbol, deseando no haber atraído su atención. Había algo en él que no le inspiraba confianza. Sus ramas flotaban como las serpientes de la cabeza de la Gorgona, como los tentáculos de una medusa.
Victoria chilló de pronto. Jack vio cómo una de las ramas, que se le había acercado por detrás, la agarraba de la cintura y la alzaba en el aire.
-¡Victoria! -gritó, desenvainando a Domivat.
Pareció que las ramas se apartaban un poco al percibir el fuego de la espada. Victoria pataleaba, tratando de soltarse.
-¡Jack, me aprieta, me aprieta, me va a partir en dos...!
Se quedó sin aliento y no pudo seguir hablando. Jack miró a su alrededor, buscando una manera de sacarla de ahí. Vio entonces algo en lo que no había reparado antes: en torno a las raíces del árbol había varios cadáveres de animales, y todos ellos aparecían quebrados y, en ocasiones, partidos en trozos. Se estremeció. ¿Y si aquellos árboles habían optado por «alimentarse» por sí solos? ;Y si aquel gigantesco árbol, que tenía toda una docena de arbolitos para alimentar, había decidido que Victoria enriquecería la tierra de todos ellos?
Con un grito de furia, Jack se abalanzó sobre el árbol e hincó su espada en el tronco. Las ramas temblaron, pero no liberaron a Victoria. Jack arremetió de nuevo contra el tronco, tratando de partirlo en dos. Abrió un profundo tajo en la madera, que empezó a arder.
Las ramas soltaron a Victoria por fin. La muchacha cayó sobre Jack, jadeando y tosiendo, y tanteó a su alrededor en busca de su báculo. Un poco más lejos, los árboles pequeños agitaban las ramas, asustados.
Jack se incorporó e intentó arrastrar a Victoria lejos de allí. Pero las ramas se abatieron otra vez sobre ellos.
El árbol estaba ardiendo y pronto moriría. Se sentía furioso, furioso con aquellas criaturas que tanto daño le habían hecho, e intentó capturarlas para arrojarlas al mismo fuego que lo devoraba.
Jack y Victoria sintieron que las ramas los apresaban de nuevo. Jack, desesperado, lanzó un golpe con la espada, intentando cortarlas. Algunas se desprendieron, pero otras no.
Victoria, por su parte, había cogido el báculo y trataba de disparar un rayo mágico al tronco. Ambos sentían que las ramas los asfixiaban, o tal vez no fuera eso, sino las llamas a las que los estaba arrastrando el árbol.
Jack pensó que aquello era absurdo. No era posible que lo hubiera vencido un árbol.
Vio a Victoria junto a él, debatiéndose, desesperada, la estrella de su frente brillando intensamente. No podía dejarla morir ahora, no de aquella manera.
Algo estalló en su interior. Y después...
Todo fue muy confuso. Se vio de pronto elevándose en el cielo, arrastrando a Victoria consigo, lejos del árbol. Se vio cayendo en picado para aterrizar con estrépito sobre el suelo polvoriento. Se vio a sí mismo alargando una garra... no, una mano hacia Victoria, para ver si estaba bien. Pero la muchacha tendida de bruces sobre el suelo, aún aferrada a su báculo, había perdido el sentido.
A lo lejos, una columna de humo señalaba el lugar donde la madre árbol ardía hasta sus raíces.
Jack se desmayó.
Zeshak se estremeció y abrió los ojos.
«¿Lo has sentido?», preguntó.
Ashran asintió.
-El Último dragón ha despertado -dijo solamente.
«Eso nos traerá problemas», opinó el shek.
-O tal vez no -sonrió el Nigromante-. También implica que a Kirtash le será más sencillo matarlo.
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Triada
PertualanganLa resistencia ha logrado su objetivo y an llegado a su destino, Idhun. Ahora tendrán que enfrentarse a su enemigo, Ashran. Como recibirán los rebeldes de la resistencia el amor entre Kirtash y Victoria?