Alexander se volvió sobre la grupa de su caballo para olisquear el camino que dejaban atrás. Agachó las orejas y gruñó con suavidad.
Amrin lo observaba, intranquilo, pero Allegra actuaba como si no sucediera nada anormal.
-¿Qué es, Alexander? ¿Qué has percibido?
-Nos siguen -gruñó el joven-. Creo que no deberíamos seguir adelante.
-¿No confías en mí, hermano? -preguntó Amrin, muy serio.
Alexander se volvió hacia él y lo miró fijamente. Sus ojos relucían con un brillo amarillento en la semioscuridad.
-¿Y tú? -preguntó a su vez-. ¿Confías en mí... hermano?
El rey no fue capaz de contestar a aquella pregunta. Desvió la mirada, incómodo.
Alexander asintió, como si se hubiera esperado aquella reacción.
-Los rebeldes llevan ya rato observándonos -dijo el rey, encogiéndose de hombros-. Es lógico, estamos en su territorio. Pero no tardarán en mostrarse ante nosotros.
Alexander frunció el ceño, pero no dijo nada. Alzó la cabeza hacia el cielo nocturno, intranquilo. Ayea estaba ya emergiendo por el horizonte. Al verla había recordado de pronto qué día era. Aquella noche, Erea debía salir llena. Todavía no estaba seguro de si su influjo lo llevaría a transformarse, pero ya comenzaba a notar sus efectos. Aunque, si no había calculado mal y aquella noche había un plenilunio, debería haber cambiado ya la noche anterior. En la Tierra, la luna llena lo obligaba a transformarse tres noches seguidas. Con un poco de suerte...
Maldijo en silencio su descuido. Debería haberse quedado aislado hasta la salida de los soles...
Tuvo que reconocer, a regañadientes, que no había tenida otra opción.
Amrin se había ofrecido a ponerlos en contacto con los rebeldes que se ocultaban en las montañas. Con ellos, les dijo, estarían más seguros que en la capital, y además, si unían sus fuerzas podrían obtener mejores resultados. Después de pasar un par de días ocultos en las dependencias secretas del castillo real, el rey les anunció que tenían cita con el líder de los Nuevos Dragones para aquella misma noche. De modo que habían salido del castillo a hurtadillas después del tercer atardecer, y ahora recorrían los fríos senderos de las montañas, montados en unos caballos que parecían cada vez más nerviosos.
Aquello no era una buena señal, pensó Alexander. En Idhún, sólo los humanos de Nandelt domaban caballos; los conocían a la perfección, y él no era una excepción. Los caballos idhunitas eran un poco más pequeños que los de la Tierra, pero mucho más inteligentes. Su nerviosismo no obedecía a un terror ciego, sino a un instinto parecido al de los perros, y alzaban las orejas y volvían sus enormes y sagaces ojos a las sombras, sin hacer el más mínimo ruido que pudiera delatarlos. No se habrían comportado así si sólo fueran humanos los que acechaban en la oscuridad; de hecho, aquella noche ni siquiera se habían sentido inquietos ante la presencia de Alexander, aunque lo habían observado con cautela, y seguramente serían los primeros en salir huyendo si llegara a transformarse por completo. Pero comprendían que de momento el humano no suponía un peligro para ellos, e incluso la yegua que montaba el propio Alexander, un ejemplar de fuertes patas y espeso pelo azulado, había parecido conforme con el jinete que la guiaba, y sólo ahora mostraba signos de preocupación.
Cruzó una mirada con Allegra y leyó la duda en sus grandes ojos negros. Movió la cabeza, sin embargo. A pesar de todos los indicios, le costaba creer que su hermano pudiera haberlos traicionado. La hechicera titubeó, comprendiendo su dilema. Pero Qaydar no fue tan comprensivo.
-Esto no me gusta -declaró-. Debemos volver a la ciudad enseguida. Todo este asunto me huele a emboscada.
-Tal vez deberíamos... -empezó Allegra, pero calló de pronto.
Alexander quiso volverse enseguida hacia ella para ver qué la había interrumpido, pero no fue capaz. Se dio cuenta, entonces, de que algo lo había paralizado.
La yegua relinchó con suavidad, aterrada. La bestia que había en Alexander rugió, furiosa, pero no se manifestó. Su cuerpo estaba completamente inmóvil, y por el rabillo del ojo descubrió que otro tanto sucedía con el Archimago.
En cambio, el rey desmontó sin problemas y se volvió hacia un rincón en sombras. Alexander lo vio inclinar la cabeza en señal de sumisión.
«Buen trabajo, Amrin» , susurró en sus mentes una voz helada. Alexander sintió que se le ponía la piel de gallina.
Un shek. Habían intuido su presencia todo el tiempo, pero aquellas criaturas eran muy astutas, y no era fácil detectarlas si ellas no lo permitían. Alexander supo entonces con certeza que su hermano los había conducido directamente a una trampa, los había entregado a sus enemigos. Llevaba tiempo sospechándolo, pero no había querido creerlo.
Al fin y al cabo, y por mucho que ambos hubieran cambiado, seguían siendo hermanos.
O, al menos, eso había pensado hasta entonces.
El shek se dejó ver, deslizándose desde las sombras, permitiendo que la luz rojiza de Ayea bañara su imponente figura. Ni Alexander ni los magos hicieron el menor movimiento. No podían, y eso no era una buena señal. El joven recordó todo lo que Christian les había contado acerca de los sheks. Podían paralizar a sus víctimas si las miraban a los ojos, pero los sheks más poderosos eran capaces de hacerlo sin necesidad de contacto visual. Reprimió un escalofrío. Estaba claro que aquélla no era una serpiente cualquiera. Debía de ser Eissesh, el gobernador de Vanissar.
En cualquier caso, estaban perdidos.
De las sombras surgieron también cerca de una veintena de szish, los hombres-serpiente, que los rodearon, cortándoles la retirada. Una emboscada en toda regla, pensó Alexander con amargura.
El shek reptó hacia ellos, con movimientos calmosos, estudiados. Los observó con cierta curiosidad.
«¿Qué me has traído, Amrin?», preguntó.
-Los líderes de la Resistencia, señor -respondió el rey-. La maga Aile, el Archimago Qaydar y... un ser que se hace llamar Alexander, y que dice ser mi hermano.
Alexander sintió que la ira lo inundaba por dentro, y logro liberarse del control del shek lo bastante como para poder gritar, furioso:
-¡Soy tu hermano, traidor! ¡No mereces ser el rey de Vanissar, no mereces llamarte hijo de tu padre! Amrin se volvió hacia él.
-Mi hermano murió hace quince años -dijo con frialdad-. No estuvo a nuestro lado cuando peleamos contra los sheks, no vio morir a nuestro padre ni vio agonizar a nuestro pueblo. Se fue a otro mundo en busca de una quimera y jamás regresó. Tú te pareces a él, pero no eres más que un demonio.
«Silencio», intervino Eissesh, aburrido. Se alzó un poco más, ocultando las lunas nacientes tras sus enormes alas. Tanto el rey como los szish retrocedieron un poco, dejándole espacio para examinar a los prisioneros. La serpiente siseó y dejó entrever sus colmillos envenenados. Un breve movimiento y todo habría acabado para ellos.
Pero el shek se detuvo un momento para observar a Alexander.
«¿Qué clase de ser eres tú? -preguntó-. Tienes dos espíritus.»
El joven no respondió. La serpiente entornó los ojos y le dirigió una mirada pensativa.
«Contigo ya son cuatro las criaturas con dos espíritus de las que tengo noticia -prosiguió Eissesh-. Renegados todos ellos. Es evidente que los híbridos no traéis más que problemas. No obstante. .. »
Bajó un poco la cabeza para observarlo con más atención. El cuerpo escamoso de la criatura vibró con una risa baja.
«... no, ya veo. Tu alma humana no comparte el cuerpo con un espíritu superior, sino con la esencia de una bestia. No eres exactamente como los otros tres. ¿Quién haría semejante chapuza contigo?»
Alexander sintió que la conciencia del shek invadía la suya, y se esforzó por pensar en cosas banales. Pero pronto se dio cuenta de que Eissesh parecía más interesado en los recuerdos sobre su origen que en averiguar cosas sobre Jack y Victoria. Se preguntó por qué. Sabía que a los sheks les llamaba la atención todo lo que no conocían o comprendían, pero... ¿era su curiosidad superior al deseo de acabar con aquellos de quienes hablaba la profecía?
Alexander percibió que la conciencia del shek se retiraba de pronto de su mente. La criatura alzó la cabeza hacia las estrellas con un siseo peligroso.
Tras las montañas se elevó la figura de un dragón, que se recortó contra el cielo nocturno y descendió con rapidez hacia ellos. Alexander sintió que el corazón se le aceleraba. No era posible...
Hubo murmullos de desconcierto entre los szish.
«¡Silencio! -ordenó Eissesh-. Sólo es una de las ilusiones creadas por los renegados. Ya las conocéis.»
El dragón siguió descendiendo, y pareció que se detenía a tomar aliento. Alexander supo lo que iba a suceder y gritó:
-¡Cuidado!
Pero los caballos ya habían echado a correr, sin preocuparse por el shek, cuyos ojos irisados reflejaron el chorro de fuego que expulsó la boca del dragón. Los szish retrocedieron, aterrorizados, siseando, y Eissesh pudo alzar el vuelo en el último momento, antes de que el fuego se estrellara en el suelo, muy cerca de él.
Todos sintieron su calor. No era una ilusión, era fuego de verdad.
«Es imposible, no puede ser Jack -pensó Alexander, confuso-. Está muy lejos de aquí.»
Pero por otro lado... no existían más dragones en el mundo. ¿O sí?
En otras circunstancias, Eissesh habría actuado con más frialdad, habría esperado a comprender qué estaba sucediendo antes de alzar el vuelo y arremeter contra el dragón. Pero los sheks se volvían locos de odio cuando se trataba de dragones. Y por lo que Alexander sabía de los dragones, el sentimiento era mutuo.
Con un chillido de ira, la serpiente se elevó en el aire, olvidando a sus prisioneros, y voló directamente hacia el dragón, que lo recibió con un rugido.
-¡Alexander, aquí! -gritó la voz de Allegra.
El joven se volvió y la vio un poco más allá, junto al Archimago, defendiéndose de los szish que los atacaban. El efecto hipnótico del shek se había roto, y ambos eran ya capaces de moverse y de utilizar su poder. Alexander desenvainó su espada e instó a su yegua a reunirse con ellos. Por el camino, la hoja de Sumlaris atravesó los cuerpos de varios hombres-serpiente que le salieron al paso.
Pero entonces el disco plateado de Erea asomó por fin tras las montañas. Alexander notó, de pronto, que algo se revolvía en su interior, despertando de un sueño profundo. Soltó las riendas de su montura para llevarse las manos a la cabeza, gritó...
La yegua se encabritó y lo lanzó al suelo. Alexander rodó por tierra, pero no se hizo el menor daño. Su cuerpo no era del todo humano. Alzó la cabeza, aterrado; la argéntea luz de Erea bañó sus rasgos...
Y la transformación fue rápida y brutal. Erea era casi dos veces más grande que la Luna de la Tierra, y reclamó como suyo el espíritu de la bestia. Antes de que Alexander se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, ya se había metamorfoseado en un enorme y salvaje lobo. Se estremeció un momento y después se alzó sobre sus patas traseras, disfrutando de su nueva fuerza y poder. Aulló a las lunas, ebrio de libertad.
Allegra lo había visto venir a lo largo de toda la tarde, y estaba preparada. Sin embargo, para el Archimago fue una desagradable sorpresa.
-Por todos los dioses... ¿qué es eso?
La criatura lo miró un momento y esbozó una terrorífica sonrisa llena de dientes. En la Tierra, Alexander había sido un lobo corriente; un poco más grande de lo habitual, y muy peligroso, pero no más que un animal, de todas formas.
Allí, en Idhún, donde la magia fluía en el aire, en la tierra, en el agua... el espíritu de la bestia halló más fuerza para ser lo que debería haber sido desde el principio, lo que el mago Elrion había soñado hacer de él, aquello en lo que le había dicho a Alexander que lo convertiría: uno de los hombres más poderosos de ambos mundos.
Porque el ser que se alzaba aquellos momentos bajo las tres lunas tenía rasgos de lobo, pero era incluso más grande que un hombre, más robusto, más fuerte y más letal.
Y estaba henchido de odio.
En el cielo, el shek y el dragón seguían con su batalla y no le prestaron atención. Pero el resto de combatientes, incluidos los szish, se quedaron un momento mirándolo, aterrados y perplejos. El rey avanzó un par de pasos hacia él, incrédulo.
-¿Her... mano? -preguntó, inseguro.
La bestia lo miró con aquel fuego salvaje reluciendo en sus ojos amarillos. Amrin se dio cuenta de que no lo había reconocido. El lobo gruñó, enseñando sus letales colmillos, y saltó sobre él...
El rey gritó y se cubrió con los brazos. Pero algo retuvo a la bestia en el aire y la hizo caer al suelo con estrépito. La criatura se revolvió, aulló, tratando de sacarse de encima el hechizo.
Amrin alzó la cabeza y miró a su alrededor en busca de su salvador. Descubrió a Allegra, que seguía aún con las manos alzadas, iluminadas levemente en la semioscuridad, concentrándose por mantener activa la magia que retenía a lo que momentos antes había sido Alexander.
Pero no tuvo ocasión de decir nada, porque en aquel instante el Archimago le señaló al hada la cumbre de un monte cercano, donde una figura agitaba una bandera que relucía en la oscuridad.
Una bandera que mostraba el símbolo de ¡in dragón con las alas extendidas.
Todo fue muy rápido. El rey aún pudo ver cómo el dragón que había rescatado a los renegados caía herido sobre las montañas, y pudo escuchar el chillido de triunfo de Eissesh, antes de que el hechizo de teletransportación de los dos magos los llevara a los tres lejos de allí.
Shail despertó de un sueño inquieto y plagado de pesadillas cuando una de las sacerdotisas le sacudió el brazo con suavidad:
-Hechicero, despierta; hemos llegado.
El joven sacudió la cabeza para despejarse y comprendió, sorprendido, que se había quedado dormido encima de su montura. Por fortuna, el arnés lo había mantenido sujeto a la silla, y por otro lado el paske se había limitado a seguir a sus compañeros, sin desviarse de la ruta, a pesar de carecer de guía.
-¿Hemos llegado? -murmuró Shail, aún algo aturdido.
Levantó la cabeza y vio ante él la sombra de las cúpulas del Oráculo, alzándose sobre un alto acantilado contra el que rompían enormes olas coronadas de espuma. La comitiva, sin embargo, se había detenido, con Gaedalu a la cabeza.
Shail buscó con la mirada a Zaisei y la vio junto a él. Pero los ojos de ella estaban vueltos en otra dirección, hacia el Oráculo. Su rostro estaba serio y sus delicados hombros se habían con traído en un gesto tenso.
-¿Qué sucede? -preguntó Shail en un susurro.
-Mira con atención hacia el Oráculo, mago -respondió la otra sacerdotisa.
Shail lo hizo. Y justo entonces descubrió una sombra sinuosa que se deslizaba en torno al edificio, casi envolviéndolo con su largo cuerpo. La luz de las tres lunas arrancaba destellos argentinos de las escamas de la criatura.
-¡Un shek! -murmuró Shail, aterrado-. ¿Han atacado el Oráculo?
Fue Zaisei quien respondió.
-No. Las hermanas sacerdotisas que nos aguardan en el interior siguen ilesas, aunque están muy asustadas. Yo diría que el shek nos aguarda a nosotros.
Una punzada de angustia atravesó el corazón de Shail. «Busca a Jack y Victoria -pensó-. Nos espera porque sospecha que puedan estar con nosotros.»
Lo cual significaba que el viaje de la Madre no había pasado inadvertido a Ashran y sus aliados. La buena noticia era que, por lo visto, no conocían con seguridad el paradero de Jack y Victoria, y por ello se habían visto obligados a apostar vigilantes en los lugares en los que consideraban que era más probable que pudieran ocultarse. Eso quería decir que tal vez hubiera gente de Ashran también en Vanissar, espías que estuvieran al tanto de la desaparición del dragón y el unicornio y los buscaran por allí. Shail deseó que a nadie se le hubiera ocurrido pensar en Awinor... e inmediatamente se dio cuenta de que, si aquel shek lo capturaba, podría obligarle a revelar cuanto sabía sobre Jack y Victoria.
-Tenemos que huir -le dijo a Zaisei en voz baja. La sacerdotisa negó con la cabeza.
-Nos alcanzaría -respondió en el mismo tono-. Ya nos ha visto; lo único que podemos hacer es parlamentar con él. Los sheks nos dejarán pasar si quieren que sigamos manteniendo el Oráculo, y, si no fuera así, lo habrían destruido hace ya tiempo.
Shail sacudió la cabeza.
-No lo entiendes, Zaisei. No debe interrogarnos. Si lo hace...
-Si lo hace, ¿qué? No hay nada de nosotras que los sheks no sepan ya. No tenemos nada que ocultar... -Se interrumpió de pronto y miró al mago, atemorizada al leer la inquietud y la culpabilidad en sus ojos-. ¡Tú lo sabes! -comprendió-. ¡Sabes adónde han ido Yandrak y Lunnaris!
Shail respiró hondo.
-Tengo que irme, Zaisei. Ha sido un error venir con vosotras. Os he puesto en peligro.
La celeste desvió la mirada. No dijo nada cuando el joven tiró de las riendas del paske para obligarlo a retroceder.
El shek había avanzado hasta la comitiva y ahora se alzaba ante Gaedalu, haciendo vibrar ligeramente su cuerpo de serpiente. Sus ojos estaban fijos en el rostro de la Madre, y ella también lo miraba a él. Parecía como si ambos estuvieran manteniendo una conversación telepática que nadie más podía oír. Gaedalu se alzaba sobre su montura, serena y majestuosa como tina reina, en apariencia muy segura de sí misma. Pero el shek había entornado los ojos y la miraba como si estuviera decidiendo si iba a matarla o no.
Sin embargo, la maniobra de Shail no le pasó inadvertida. Alzó la cabeza con brusquedad y, con un movimiento de sus inmensas alas, se elevó por encima del grupo para ir a posarse un poco más lejos, cortándole la retirada a Shail.
El mago tiró de las riendas y trató de tranquilizar a su montura. Buscó con la mirada una vía de escape, pero no la encontró. Se preguntó si debía teletransportarse lejos de allí, y enseguida comprendió que no se atrevería a hacerlo, que no dejaría atrás a Zaisei y las demás sacerdotisas a merced de un shek que podría castigarlas a ellas si Shail osaba huir.
«Te conozco -dijo entonces el shek en su mente-. Eres el mago de la Resistencia, el que vino del otro mundo.»
Si Shail tenía alguna esperanza de pasar inadvertido, aquella afirmación le hizo ver la dura realidad. El shek movió su cola como si fuera un látigo y lo tiró de su montura, que bramó, aterrada, y salió huyendo. Shail cayó al suelo con estrépito.
-¡Shail! -gritó Zaisei; se cubrió la boca con las manos, consciente de pronto de haber cometido un error.
Pero ya era demasiado tarde. El shek la observó de soslayo, sonriendo levemente mientras apuntaba en su memoria aquel nuevo dato.
Shail no la miró, y tampoco trató de levantarse. Sabía que no lo conseguiría sin la magia, y quería reservar su poder para cosas más útiles, por si acaso se le ocurría algún descabellado plan para escapar de aquella situación.
«Has quedado lisiado -observó el shek-. No serás muy útil a los renegados a partir de ahora, así que no te servirá de nada hacerte el héroe. ¿Dónde están el dragón y el unicornio?»
-No pienso decírtelo -murmuró Shail.
«Lo sabré de todos modos -dijo el shek-. Mírame a los ojos. »
El mago se sentía paralizado por la letal presencia de la criatura, pero sacó fuerzas para volver la cabeza con brusquedad y mirar hacia otro lacio.
Entonces la cola del shek reptó hacia las sacerdotisas, que trataron de huir, aterradas, y se enroscó en torno a la esbelta cintura de Zaisei. La joven gritó y pataleó, pero la serpiente la arrastró lejos de su montura y la alzó en el aire, ante Shail.
«Ella te importa, ¿no es cierto? -dijo el shek-. ¿Te importa más que Lunnaris? ¿Traicionarías al unicornio para salvarle la vida? Levanta la cabeza y deja que explore tu mente, mago. Deja que tus recuerdos me hablen del dragón y el unicornio. Hazlo, y la sacerdotisa vivirá. De lo contrario...»
Sus anillos apretaron con más fuerza el talle de Zaisei, que gritó de dolor. Shail apretó los dientes.
Entonces, de pronto, el shek alzó la cabeza como si estuviera escuchando alguna lejana llamada. Sus ojos relucieron en la oscuridad y arrojó al suelo a Zaisei, como si de repente hubiera perdido todo su valor. Ni siquiera prestó atención a Shail cuando trató de arrastrarse hacia ella.
Con un chillido de triunfo, la criatura alzó el vuelo, sin volver a preocuparse por el mago y las sacerdotisas, y se alejó en la noche, hacia el oeste.
Zaisei logró ponerse en pie y llegar hasta Shail. Los dos se fundieron en un abrazo, y por un momento todas las barreras que los habían separado desaparecieron por completo.
-Lo siento, Zaisei -le dijo él al oído-. No quería...
-Lo sé -susurró ella-. Sé lo importante que es Lunnaris para todos. También para ti.
-No de la misma manera que tú -respondió Shail con calor-. Zaisei, yo...
La voz de la Madre inundando sus mentes lo interrumpió: «Se ha marchado. ¿Qué es lo que ha llamado su atención?» Shail se incorporó, apoyado en Zaisei.
-Ese shek sabía que yo podía revelarle dónde se ocultan Jack y Victoria -dijo-. Sólo se me ocurre un motivo por el que haya decidido abandonar el interrogatorio con tantas prisas. Zaisei se estremeció, pero fue Gaedalu quien habló. «¿Insinúas que, de alguna manera, le han comunicado dónde están?»
-Eso me temo -murmuró Shail-. Y espero estar equivocado, por el bien de todos. No pueden haberlos descubierto ya... es demasiado pronto.
Alexander despertó cuando el primero de los soles ya emergía por el horizonte. No lo vio, puesto que se hallaba encerrado en una especie de cámara subterránea, encadenado a la pared. Pero supo que el día había llegado, porque volvía a ser él.
Se miró a sí mismo y descubrió que tenía las ropas hechas jirones. Cerró los ojos un momento, agotado. Otra vez se había transformado.
-¿Por qué no quisiste hablar conmigo? -le reprochó una voz desde las sombras.
Alexander alzó la cabeza y vio a Allegra, que lo contemplaba con seriedad. Desvió la mirada.
-No lo sé -murmuró-. Supongo que pensaba que podría arreglármelas. O tal vez no quería involucrar a nadie más.
Allegra suspiró. Hizo un gesto, y las cadenas que retenían al joven se desvanecieron en el aire. Alexander dejó caer los hombros, derrotado.
-No has llegado a hacer daño a nadie -le informó el hada con suavidad-. Y el próximo plenilunio de Erea no es hasta dentro de cuatro meses y medio. En todo ese tiempo pueden pasar muchas cosas.
-Supongo que sí -suspiró Alexander-. Pero...
No terminó la frase. Recordaba vagamente que el Archimago y su hermano Amrin estaban presentes en el momento de su transformación. Poco le importaba lo que Qaydar pensara él, él, pero Amrin...
Amrin los había traicionado a los sheks.
Alexander se incorporó, rememorando lo que había sucedido con Eissesh.
-¡Había un dragón! -exclamó de pronto-. ¿Cómo es posible?
-Denyal contestará a todas tus preguntas -respondió Allegra-. Pero ahora vístete. Te esperamos fuera -añadió, saliendo de la habitación y cerrando la puerta tras de sí.
Alexander descubrió que habían dejado prendas para él, y se apresuró a quitarse los jirones de sus ropas y a vestirse con las nuevas. Cuando salió de la estancia, fue a parar a un pasillo donde lo esperaban Qaydar y Allegra.
El Archimago le dirigió una mirada de profunda repugnancia.
-Aile me ha contado ya qué clase de criatura eres tú -le dijo.
-Entonces sabrás también que fueron los esbirros de Ashran quienes hicieron de mí lo que soy ahora -replicó él con frialdad-. Y entenderás por qué ansío vengarme. A pesar de lo que hayas visto esta noche, o justamente por eso, soy más fiel a la Resistencia de lo que lo he sido jamás.
El odio también llameaba en los ojos de Qaydar. Sin embargo, el mago se permitió reprocharle:
-Por eso has aceptado a Kirtash entre los tuyos. Porque es como tú.
Sus palabras dejaron sin habla a Alexander, y reflexionó sobre ellas. Nunca antes se lo había planteado.
Recordó la mirada pensativa que le había dirigido el joven shek poco antes de que Elrion comenzara a experimentar con él. «No me gustaría estar en tu pellejo», había comentado. Y poco antes le había dicho a Elrion: «Nunca sale bien». Sabía que Ashran había hecho con Christian algo parecido a lo que él mismo había sufrido a manos de Elrion.
Pensó también en Jack y Victoria. Ellos eran híbridos por naturaleza, habían nacido así. Sus cuerpos habían aceptado un segundo espíritu cuando aún estaban en el vientre materno. No obstante, tanto Alexander como Kirtash habían sido «fabricados» con magia negra... de forma artificial.
¿Realmente eran tan diferentes?
-No -dijo al fin-. No, no es como yo. Él está orgulloso de ser lo que es. Yo, no. Y no he perdido la esperanza de librarme algún día del alma de la bestia que late en mi interior.
Qaydar no hizo ningún comentario. Alexander prosiguió:
-Acepté a Kirtash entre nosotros porque era un aliado valioso. Nada más.
-Y porque yo se lo pedí -añadió Allegra con una enigmática sonrisa-. Sabrás, Qaydar, que he cuidado de Lunnaris desde que era niña. Kirtash no lucha por la Resistencia. Lucha por ella. Por salvarla. Para mí, es uno de nosotros.
El Archimago los miró a ambos con desagrado.
-Estáis locos, los dos -declaró-. El viaje al otro mundo os ha trastornado.
Alexander no tuvo ocasión de replicar, porque en aquel momento llegó hasta ellos un hombre moreno de aspecto resuelto y mirada inteligente. Llevaba barba de varios días y no vestía como un caballero ni como un noble, pero se movía con la actitud de un líder.
-Veo que ya os encontráis en situación de atenderme, alteza -le dijo a Alexander, con una cansada sonrisa-. Me llamo Denyal, y estoy al mando del grupo rebelde conocido como los Nuevos Dragones.
-Sí -asintió Qaydar-. Había oído hablar de vosotros. Un grupo de campesinos que se ocultan en las montañas y que molestan a las serpientes de vez en cuando.
Denyal no pareció ofendido.
-Somos algo más que eso -respondió con sencillez.
Alexander lo cogió del brazo.
-El dragón -dijo con urgencia-. ¿Qué ha pasado con el dragón?
El rostro de Denyal se ensombreció.
-Una gran pérdida -murmuró-. Pero la nuestra es una empresa arriesgada, y los que se unen a nosotros lo hacen sabiendo que cada batalla puede ser la última.
-¿Te has vuelto loco? -rugió Alexander-. ¡Estamos hablando de dragones! ¡Nada vale tanto como la vida de un dragón!
El rebelde retrocedió unos pasos y lo miró con cierta desconfianza.
-Ya he comprobado por mí mismo lo mucho que habéis cambiado, alteza -dijo con suavidad-. Pero la dama Aile me ha asegurado que podemos confiar en vos, a pesar de las apariencias. ¿Es eso cierto?
Alexander se relajó un poco, y el brillo de sus ojos se apago. -Lo es -dijo-. Lo siento. Pero los dragones...
-Os lo explicaré si tenéis la bondad de acompañarme. Tengo algo que mostraros.
Lo siguieron a través de un laberinto de túneles y estancias interconectadas. Denyal les explicó que se hallaban en el interior de la montaña, y que todas las salidas habían sido hábilmente escondidas y selladas con la magia. Mientras seguían a su anfitrión a través del corredor, Alexander se preguntó cuánto tiempo llevaban los rebeldes ocultándose en aquel lugar, y cuánto tardarían los sheks en llegar hasta ellos.
Llegaron por fin hasta una amplia sala de techos altísimos, donde los tres visitantes contemplaron un espectáculo sorprendente.
Era un inmenso taller. En él, docenas de artesanos aserraban, claveteaban o montaban tablones de madera. Otros cubrían enormes armazones con lienzos que parecían hechos de escamas, y otros montaban grandes alas hechas del mismo material.
Alexander y los magos tardaron un poco en darse cuenta de lo que se estaba fabricando allí.
-¡Construís dragones! -exclamó el joven, sorprendido-. ¡Dragones de madera!
Denyal sonrió.
-Ingenioso, ¿eh? Debo confesar que la idea no fue mía, sino de Rown, mi cuñado. El es quien dirige a los artesanos.
-¿Estás intentando decirme que esas cosas vuelan?
-Al principio no lo hacían -dijo una voz a sus espaldas-. Tardamos mucho tiempo en conseguir levantarlos del suelo, y perdimos varios prototipos que se estrellaron en las montañas. Pero ahora podemos decir con orgullo que sí, vuelan, y lo hacen muy bien.
Un hombre se acercó a ellos, sonriente. Llevaba la cara cubierta de hollín y parecía muy satisfecho de sí mismo.
-Rown, el ingeniero que ha hecho posibles nuestros prodigiosos dragones -lo presentó Denyal.
Alexander, que había visto en la Tierra aviones gigantescos volar mucho más alto y mucho más lejos sin la ayuda de la magia, descubrió que encontraba toscos y primitivos aquellos artefactos; pero tuvo que reconocer que, en cierto modo, Denyal tenía razón: nunca se había visto nada parecido en Idhún.
El hombre carraspeó. Se había puesto muy serio de pronto.
-Rown, hemos perdido a Garin esta noche -murmuró.
El fabricante de dragones palideció.
-¡Garin! No es posible... ¿el azul ha caído?
Rown asintió, pesaroso.
-Eissesh lo abatió en las montañas.
Rown suspiró.
-Maldita sea... pobre chico. ¿Cómo voy a decírselo a su madre?
Rown colocó una mano sobre su hombro, intentando darle ánimos. Se volvió hacia Qaydar, Allegra y Alexander, que asistían a la escena sin entender lo que estaba sucediendo.
-Nuestros dragones de madera van pilotados -explicó-. Cada vez que cae uno, cae un hombre o una mujer valiente. Podemos construir más dragones, pero no podemos devolver la vida a aquellos que mueren con ellos. Garin era uno de los mejores pilotos de dragones que hemos tenido nunca. Y sólo tenía veinte años.
Alexander inclinó la cabeza.
-Ahora comprendo. Lamentamos vuestra pérdida. Sobre todo teniendo en cuenta que ese dragón cayó tratando de salvarnos. Cuando lo vi... -Frunció el ceño, desconcertado-. Cuando lo vi me pareció un dragón de verdad. ¿Cómo conseguís que parezcan tan reales?
-La respuesta a esa pregunta puede dárosla mi hermana Tanawe -respondió Denyal; se volvió hacia todos lados, buscándola con la mirada.
-¡¡Atención, fuego!! -gritó entonces una voz femenina, que parecía proceder del interior de la panza de uno de los dragones artificiales.
-Más vale que os apartéis -dijo Rown, preocupado.
Denyal los empujó a un lado sin ceremonias. De las fauces del dragón surgió entonces un chorro de fuego que se estrelló contra una de las paredes de roca de la caverna.
Oyeron la voz de la mujer lanzando un grito de triunfo, e inmediatamente su rostro asomó por una compuerta abierta en el lomo del dragón. Era de mediana edad, cabello corto y revuelto y expresivos ojos azules. Llevaba la cara cubierta de hollín igual que Rown, pero eso no parecía importarle. Bajó de un salto del dragón artificial y corrió hacia ellos.
-¿Has visto, Denyal? ¡Ya casi sale solo! Pronto todos los modelos podrán echar fuego por la boca. Y a todo esto, dónde está Garin? Todavía no ha traído a revisar su...
Se interrumpió al ver a Qaydar, Allegra y Alexander.
-Tanawe... -murmuró Rown, atrayéndola hacia sí.
Le susurró algo al oído; inmediatamente, la expresión de la mujer cambió, y sus ojos se empañaron.
-Oh, no, Garin -musitó.
Enterró el rostro en el pecho de su marido y sus hombros se convulsionaron en un sollozo silencioso. Denyal la cogió del brazo.
-Tanawe, tenemos visita -le dijo con suavidad-. Es importante.
-No, déjala... -empezó Allegra, pero Tanawe alzó la cabeza, y aunque sus ojos aún brillaban, se separó de Rown y avanzó un paso hacia ellos, con serenidad.
-Disculpad mi descortesía -dijo; trató de sonreír-. Me llamo Tanawe, y soy una maga de tercer nivel de... -Se interrumpió de pronto al reconocer al Archimago-. ¡Vos...!
-Qaydar, Archimago, jefe supremo de la Orden Mágica -se presentó el hechicero.
-Yo soy Aile Alhenai -dijo Allegra-. Fui la última Señora de la Torre de Derbhad.
Y yo me llamo Alexander.
-... príncipe Alsan de Vanissar -lo corrigió Denyal-. Eran... huéspedes del rey Amrin... que obviamente les tendió una trampa para entregárselos a Eissesh. Acabamos de rescatarlos en las montañas.
-Ese miserable traidor -siseó Tanawe; se interrumpió de pronto y dirigió una mirada de disculpa a Alexander-. Quiero decir...
-...que es un miserable traidor -la tranquilizó él, con una sonrisa-. Lo sé. En su favor sólo puedo decir que me parece que hace lo que considera más correcto.
-¿Entregando a su propio hermano? -Denyal movió la cabeza con desaprobación.
-¿Eres una hechicera? -preguntó entonces Allegra, cambiando de tema.
La mujer rebelde no vestía las túnicas propias de los magos, sino que llevaba pantalones holgados y una camisa larga, ropa de hombre demasiado grande para ella, pero que parecía resultarle cómoda para moverse por aquel lugar.
-Recibí mi formación en la Torre de Awinor -respondió Tanawe-. Me pasaba horas mirando el cielo para ver a los dragones. Los estudié todo lo que pude. Los encontraba fascinantes, y lamenté muchísimo que se extinguieran.
-Y ahora los dos construimos los dragones de los rebeldes -dijo Rown, rodeando con el brazo los hombros de su esposa. Es la magia de Tanawe y sus aprendices lo que les da ese aspecto tan real. Es sólo una ilusión, pero hay algo sólido detrás. Por eso funciona tan bien.
-Pero ¿cómo lográis engañar a los sheks? -quiso saber Alexander-. Su instinto debería decirles que no son dragones reales.
-Lo sabemos -asintió Tanawe-. Cuando vivía en Awinor, coleccionaba las escamas de dragones que encontraba por el suelo. Fue una buena idea traérmelas de vuelta a casa, porque con ellas fabrico un ungüento con el que unto la piel artificial de mis pequeñines. Los sheks perciben el olor del dragón, y eso los vuelve locos. Es precisamente su instinto asesino lo que hace que estas cosas funcionen.
-Pero nunca habíamos logrado engañar a Eissesh, hasta ayer -intervino Denyal-. Es demasiado listo y...
-¿Eissesh cayó en la trampa? -interrumpió Tanawe-. ¿Con el Escupefuego azul?
Denyal asintió.
-Y fue Eissesh quien abatió a Garin.
Tanawe bajó la cabeza. Denyal siguió hablando, a media voz.
-Eissesh nunca había visto a uno de nuestros dragones echando fuego por la boca, y eso fue lo que lo engañó. La próxima vez no se dejará engatusar.
-Lo del fuego es una mejora muy reciente -explicó Tanawe, sobreponiéndose-. Lo intentamos desde el principio, pero todos los hechizos de fuego que les incorporábamos siempre acababan calcinando al propio dragón.
-Ahora usamos un tipo de madera resistente al fuego -añadió Rown-. Es difícil de conseguir porque el árbol del que se saca sólo crece en Nanhai, y los túneles que llevan hasta allí no son nada seguros. Por eso la mayoría de nuestros dragones siguen sin echar fuego por la boca. De momento sólo tenemos tres con esa capacidad. Los llamamos Escupefuegos. Contábamos con un cuarto Escupefuego, el que pilotaba Garin. El que os rescató anoche.
Los recién llegados seguían perplejos.
-Sabíamos que sólo los dragones podían plantar cara a los sheks -les explicó Denyal-. Pero los dragones se han extinguido, así que ésta fue la única posibilidad...
-No todos los dragones se han extinguido -cortó Alexander. Hubo un pesado silencio.
-¿Es cierta la leyenda, entonces? -preguntó Tanawe con timidez-. ¿La que habla del dragón que regresará para salvarnos? Alexander asintió.
-Se llama Yandrak, y no es un dragón corriente. Ahora mismo está en algún lugar de Idhún, oculto en un cuerpo humano. Si los sheks no lo descubren, pronto regresará para unirse a nosotros.
-¿Un dragón de verdad? -dijo entonces una voz infantil ¿De carne y hueso?
Descubrieron entonces a un niño de tinos ocho años que los escuchaba atentamente. Nadie había reparado antes en su presencia. Alexander recordó entonces haberlo visto en la plaza del mercado de Vanissar, durante el incidente con la anciana tejedora.
-Nuestro hijo Rawel -dijo Rown-. Nació años después de la conjunción astral, y jamás ha visto un dragón vivo, pero está obsesionado con ellos... igual que su madre.
Alexander observó la cara expectante de Rawel y asintió, sonriendo.
-Si todo va bien, no tardarás en ver volar a un dragón de verdad, un magnífico dragón dorado.
-¿Matará a Eissesh? -preguntó el niño-. ¿Lo hará, príncipe Alsan?
Alexander recordó el escaso interés que el shek había mostrado por la situación de Jack y Victoria. Llevaba un rato pensando en ello, y había llegado a la alarmante conclusión de que tal vez ya supiera dónde encontrarlos. No era una idea tranquilizadora, pero en aquel momento decidió que se guardaría sus sospechas para sí, que no las compartiría con aquella gente.
Porque ellos necesitaban esperanza, la esperanza simboliza da en la figura del dragón que llegaría para salvarlos a todos, la esperanza que aquellas personas habían tratado de construir sobre un armazón de madera y escamas de dragón, la esperanza que se reflejaba en los ojos de aquel niño.
Tal vez Amrin había salvado la vida de los habitantes de Vanissar, pero los rebeldes habían conservado su espíritu. Sonrió.
-Claro que sí, chico -le dijo-. Yandrak derrotará a Eissesh. Y ha venido con una doncella unicornio que le ayudará también a matar a Ashran, el Nigromante.
Rawel lanzó una exclamación de sorpresa. -¿De verdad?
-Así lo predijeron los Oráculos, muchacho. Pero no es por eso por lo que estoy seguro. La verdadera razón de que confíe en ellos es porque los conozco a ambos. Sé que son valientes. Y sé que están preparados para guiarnos en la batalla.
Victoria despertó cuando el primero de los soles ya emergía por el horizonte. Parpadeó y sacudió la cabeza, confusa. ¿Qué había pasado?
Cerró los ojos y trató de recordar. Su mente evocó imágenes de un árbol monstruoso, y se preguntó si había sido una pesadilla. Se incorporó y miró a su alrededor. Descubrió a Jack, tendido junto a ella sobre el suelo polvoriento. Más allá vio una lejana columna de humo, al pie de las montañas, y supo que eran los restos del árbol, y que no había sido un sueño. Sintió un escalofrío.
Sacudió a Jack con suavidad, pero el muchacho no despertó. Una garra helada atenazó el corazón de Victoria, que no latió de nuevo hasta que, al darle la vuelta, descubrió que el chico aún respiraba. Suspiró, aliviada.
Parecía profundamente dormido. Intentó despertarlo de nuevo, sin éxito. «Tal vez esté enfermo», se dijo la joven. Colocó las manos sobre él y le transfirió parte de su magia, para intentar curarlo. Pero se encontró con que Jack no necesitaba más energía. De hecho, Victoria detectó en él una extraña y nueva vitalidad que ardía en su interior como si de un sol se tratase. Entonces, ¿por qué no despertaba?
Un poco más tranquila, la muchacha miró a su alrededor con más atención. Seguían no lejos de las estribaciones de la Cordillera Cambiante. Al oeste se extendía la yerma tierra de Kash-Tar.
Victoria sabía que no era buena idea adentrarse en aquel lugar.
Aguardó un buen rato, para ver si Jack despertaba, pero no tuvo suerte. Finalmente, cuando el segundo de los soles ya asomaba tras las montañas, la chica tomó una decisión.
Con un suspiro de resignación, se incorporó y recogió sus cosas. Se ajustó el báculo a la espalda, y sólo entonces alzó a Jack y se pasó su brazo por los hombros. El chico no reaccionó. Tras asegurarse de que Domivat seguía en su vaina, a la espalda de Jack, Victoria inició la marcha hacia el sur.
Los primeros pasos fueron complicados. Jack pesaba mucho, y le resultaba muy difícil arrastrarlo. Pero hizo acopio de fuerzas, respiró hondo y así, poco a poco, se fueron alejando del árbol blanco y sus retoños.
Los días eran muy largos en Idhún, pero aquél se le hizo eterno a Victoria. Siguió cargando con Jack, caminando en dirección al sur, sin alejarse de la cordillera, sin atreverse a internarse en Kash-Tar. Tuvo que detenerse muchas veces para recuperar el aliento; al mediodía hizo una pausa más larga junto a un arroyo, y aprovechó para beber. No encontró nada que comer, sin embargo, pero eso no la detuvo. Y, a pesar de que estaba hambrienta, en cuanto hubo descansado un poco continuó su camino.
Kalinor empezaba ya a declinar cuando la joven no pudo más, y cayó al suelo cuan larga era, arrastrando con ella a Jack. «Sólo descansaré un poco», se dijo, agotada. Pero cerró los ojos y se durmió sin darse cuenta.
Cuando los abrió de nuevo, el tercero de los soles no era ya más que una uña blanca en el horizonte. Victoria oyó unas voces, pero no reconoció la lengua en la que hablaban. Distinguió unas figuras oscuras, altas y esbeltas a su alrededor, pero no tuvo fuerzas para levantarse. No obstante, rodeó con un brazo el cuerpo de Jack, intentando protegerlo de toda amenaza.
-¿Me estás diciendo que traicionaste a tu padre y a tu gente por una mujer? ¿Una mujer que, además, tienes que compartir con un dragón?
Christian sonrió. Dicho así, sonaba mucho más absurdo incluso que cuando se paraba a pensarlo.
-Ella no es una mujer cualquiera -replicó-. Es única en todo el mundo. Es el último unicornio, ¿entiendes? Un unicornio encarnado en un cuerpo humano.
-Entonces, es parecida a ti en ese sentido. Y a ese dragón.
-No hay nadie como nosotros tres. Por eso hay algo invisible que nos une a los tres y nos obliga a estar juntos. Aunque eso, a la larga, signifique nuestra propia destrucción.
Ydeon inclinó la cabeza, pensativo.
Habían salido a cazar aquella mañana, y ahora descansaban sobre una helada roca desde la que se dominaba parte del valle y la montaña en la que el gigante tenía su morada. Junto a ellos reposaba el enorme cuerpo de un barjab, una bestia de piel blanca, cuernos curvados y afilados, y poderosas zarpas, cuya carne resultaba todo un manjar para los gigantes, cocinada a la brasa. Christian no solía comer mucho, pero no le preocupaba la idea de que fuera a sobrar carne. Estaba convencido de que Ydeon acabaría con todo el almuerzo.
Llevaba ya varios días en Nanhai. Se sentía en paz y a gusto, y a veces, cuando cerraba los ojos y dejaba que el frío de aquella tierra acariciara su cuerpo, perdía la noción del tiempo. Aquel retiro voluntario iba poco a poco curándolo por dentro y reviviendo al shek que había en él.
Y estaba Ydeon.
Christian nunca había tenido nada parecido a un amigo, y no sabía si podía considerar al gigante como tal. Ydeon le preguntaba a menudo sobre su pasado, su vida y sus sentimientos humanos. A1 principio el muchacho se había sentido reacio a responder, puesto que interpretaba aquellas preguntas como una invasión de su intimidad. Nunca había dicho a nadie lo que pensaba, o lo que sentía. A excepción de Victoria, y tampoco habían pasado tanto tiempo juntos como para llegar a conocerse bien.
Sin embargo, poco a poco Ydeon iba aprendiendo cosas de aquel extraordinario joven, e iba resolviendo el rompecabezas de su existencia.
Christian sabía que el gigante no se interesaba por su vida porque se preocupase por él. Simplemente estaba intentando encontrar en ella la clave que le permitiera descubrir el modo de resucitar a Haiass.
Aquella mañana, Christian había tenido ganas de hablar de Victoria.
-¿Donde está ella ahora? -quiso saber Ydeon. -Con Jack -respondió Christian.
«A salvo, por el momento», pensó.
La tarde anterior había sentido, a través de Shiskatchegg, que Victoria estaba en peligro de muerte. Se había levantado de un salto y había estado a punto de echar a volar hacia el sur, cruzar más de medio continente si era necesario, para salvarla. Pero comprendió que no llegaría a tiempo, y se había obligado a sí mismo a esperar, y confiar.
Apenas un rato después su percepción le indicó, a través del anillo, que Victoria estaba a salvo. Inconsciente y agotada, pero a salvo. Y la esencia del dragón que era Jack latía a su lado con más fuerza que nunca.
Desde la distancia, y a través de Shiskatchegg, Christian podía incluso percibir que el amor de Victoria por Jack se había hecho más sólido y más intenso, pero eso no le importaba.
-¿Has renunciado a ella? ¿Después de todo lo que has hecho por su causa?
-No, no he renunciado a ella. No necesito estar a su lado para... para quererla -admitió con esfuerzo-. Tampoco dudo de sus sentimientos por mí. Por eso no me preocupa que ame también a otra persona.
»Tenía que separarme de ella para venir aquí, y sabía que estaría mejor con Jack que sola, o conmigo. Pero tengo intención de ir a buscarla cuando todo esto acabe.
-¿Qué pasará entonces? ¿Te pelearás con ese dragón por ella?
-Pelearía por defenderla, hasta la muerte si es preciso, pero no por tenerla, como si fuera un objeto, una posesión mía. Esa es una actitud muy humana; y yo tendré un alma humana, pero aún no he caído tan bajo. No, Ydeon. Si lucho contra Jack será porque es un dragón. Nada más.
-Mmm -reflexionó el gigante-. ¿Y qué siente hacia ella tu parte shek?
-Respeto -dijo Christian sin dudar-. Respeto, fascinación... no amor. Eso es cosa de mi parte humana.
-Lo había supuesto.
El gigante se levantó y se quedó un momento allí, de pie, sobre la roca, meditando.
-Ese amor está fortaleciendo tu parte humana y debilitando tu parte shek -dijo-, eso es evidente. Pero debería haber una manera de revitalizar ese instinto shek que estás reprimiendo. Si la serpiente que hay en ti no tiene nada en contra de esa muchacha, dudo mucho de que sean tus sentimientos por ella los que la han hecho enfermar.
Christian lo miró, sorprendido.
-¿Estás seguro de lo que dices?
-Respeto. -Ydeon clavó en él sus ojos rojos-. Eso no está reñido con el amor. ¿Hay otra cosa que hayas tenido que hacer últimamente, algo que haya repugnado a tu parte shek hasta el punto de haberse sentido traicionada en su misma esencia?
-Muchas cosas -sonrió Christian-. Soportar la presencia constante de humanos a mi alrededor... o pelear contra los míos, por ejemplo.
Pero había sido en defensa propia, recordó de pronto. Y también los sheks habían luchado contra él. Y no estaban muriendo. Pero él sí.
Tenía que ser otra cosa.
«Por favor -sonó la voz de Victoria en su mente, traída por los vientos del recuerdo-. Por favor, no mates a Jack esta noche.»
Su gesto se crispó en una instintiva mueca de odio. Y lo comprendió.
Desde aquella noche en que había accedido al niego de Victoria, nada había vuelto a ser igual. Aquélla había sido la primera vez que se había traicionado a sí mismo... algo que tiempo atrás había jurado no hacer jamás.
Entonces no conocía la verdadera identidad de Jack, aunque ya sentía un profundo odio hacia él. Pero después había habido más ocasiones, podría haber acabado con la vida del último dragón, porque su naturaleza shek así se lo exigía. Pero no lo había hecho, porque sabía lo importante que era Jack para Victoria, e intuía lo que podría llegar a pasar si él moría.
-Es ese dragón -dijo entonces-. Se ha convertido en mi aliado. Mi parte shek no soporta la idea de estar cerca de un dragón y no matarlo.
-Y has reprimido ese instinto una y otra vez, mientras ibas alentando tus sentimientos humanos. Has desequilibrado la balanza, Kirtash. ¿Sabes lo que eso significa?
-Que debería haber matado a ese condenado dragón cuando tuve la oportunidad.
-Pero entonces la habrías perdido a ella.
Christian no respondió, pero Ydeon leyó la verdad en su rostro, habitualmente impasible.
-Volvamos a casa-dijo de pronto-. Quiero hacer una prueba.
Christian lo siguió de nuevo hasta la cueva, intrigado. Ydeon guardó el cadáver del barjab en una helada cámara, donde sabía que el frío lo conservaría en buenas condiciones hasta la hora de la comida, y entonces guió a su invitado por el laberinto de túneles hasta una grandiosa caverna cuyo techo estaba acribillado de enormes carámbanos de hielo que temblaban con cada paso del gigante. Christian miró hacia arriba, calculando los movimientos que tendría que realizar para ponerse a salvo en el caso de que alguna de aquellas letales agujas se desprendiera del techo, pero a Ydeon no parecía preocuparle. Lo llevó hasta un montón de hielo de unos dos metros y medio de altura, que se alzaba al fondo de la caverna. Cuando Christian lo miró mejor, vio que se trataba de una estatua de piedra cubierta de escarcha. Sus rasgos eran imprecisos. Parecía humanoide, o tal vez representara a un gigante. No tenía rostro.
Ydeon golpeó la estatua con el canto de la mano, y el hielo se desprendió. Ahora podía verse con mayor claridad, pero Christian descubrió que sus primeras apreciaciones habían sido correctas. La estatua no representaba a nadie. Ladeó la cabeza y frunció el ceño, alerta. Aquella cosa rezumaba magia, podía percibirlo. Se preguntó quién habría encantado una estatua de piedra, y para qué.
-Despierta -dijo Ydeon entonces, y la estatua se irguió y dio un paso al frente.
Christian retrocedió y la miró con desconfianza.
-Es un gólem -explicó Ydeon-. Sólo los magos gigantes saben cómo fabricarlos, puesto que nacen de la piedra, que es nuestro elemento. También pueden hacerse a partir del barro, pero los feéricos, que son quienes mejor dominan la tierra, los encuentran desagradables; aunque se dice que algunos magos humanos lograron animar gólems de barro en tiempos remotos. -Ydeon se encogió de hombros-. Este en concreto lo encontré aquí hace un par de siglos, olvidado por su creador por alguna razón que desconozco. Y tiene una curiosa propiedad. Acércate.
Christian tardó unos segundos en avanzar. Todavía miraba al gólem con recelo.
-Tócalo -dijo Ydeon- y piensa en tu enemigo.
Christian alzó una ceja.
-¿Qué es lo que pretendes?
-¿Quieres recuperar tu espada, sí o no?
Por toda respuesta, el muchacho colocó la mano sobre la fría superficie del brazo del gólem. Quiso pensar en Gerde, en Zeshak e incluso en su padre, pero la imagen de Jack no se le iba de la cabeza.
Su enemigo, ahora convertido en su aliado.
Pero Jack no había dejado de ser un dragón. Y, por tanto, no había dejado de ser su enemigo.
Entonces, sin previo aviso, el gólem bramó y descargó el puño contra Christian. El joven saltó hacia atrás con la ligereza de una pantera y esquivó el golpe. Extrajo a Haiass de la vaina. A pesar de que ahora no era más que un acero normal, nunca se separaba de ella. El gólem rugió de nuevo y trató de golpear a Christian. Éste, olvidando por un momento que Haiass ya no poseía la gélida fuerza de antaño, interpuso su espada entre ambos.
Y, para su sorpresa, no fue el brazo de piedra del gólem lo que halló, sino el filo de Domivat, la espada de fuego de Jack. Y el gólem ya no era un gólem, sino el joven humano que ocultaba tras sus rasgos el espíritu de Yandrak, el último dragón.
Aunque la parte racional de Christian entendió al punto que no era más que una ilusión y que aquélla era la «curiosa propiedad» a la que había aludido Ydeon, el instinto del shek se desató como un torrente de aguas desbordadas. Y pronto el muchacho se vio peleando contra aquel Jack que se asemejaba tanto al original que podía reconocer sus movimientos, sus técnicas, sus golpes, tan parecidos a los de Alexander, que no en vano había sido su maestro. Aunque sabía que era una pérdida de tiempo, Christian se dejó llevar por el odio y el ardor de la pelea, porque se dio cuenta enseguida de que le sentaba bien, de que se sentía más vivo que nunca luchando a muerte contra aquel falso Jack. Y no tardó en olvidar incluso que era falso.
La ira del shek latía en su alma como un aliento gélido. Christian dejó que la serpiente tomara posesión de su cuerpo, ~ se transformó para abalanzarse, con un grito salvaje, contra su enemigo.
Pero ya no lo esperaba un muchacho. Christian comprobó, con sorpresa y secreto placer, que el falso Jack se había metamorfoseado en un joven y soberbio dragón dorado. La serpiente siseó con ira, pero también con alegría. Era mucho mas gratificante matar a un verdadero dragón que a uno que su ocultaba bajo un débil cuerpo humano.
Las dos formidables criaturas se enzarzaron en una lucha que hizo temblar el suelo y las paredes de la caverna. Algunos carámbanos de hielo cayeron, y Christian retorció su largo cuerpo de serpiente para esquivarlos. Uno de ellos, sin embargo, perforó el ala izquierda del dragón, que bramó de dolor. Christian aprovechó para hincar sus letales colmillos en su hombro.
Con un aullido, el dragón se transformó de nuevo en Jack. Christian recuperó también su forma humana. Las dos espadas se encontraron sólo tina vez más. Jack estaba herido, y Christian, con un salvaje grito de triunfo, hundió a Haiass en el corazón de su enemigo.
La serpiente chilló en su interior, celebrando la muerte del último de los dragones.
Christian tardó un poco en volver a la realidad. Jadeando, vio cómo el falso Jack se transformaba de nuevo, poco a poco, en el gólem de piedra. Haiass estaba clavada en el pecho de la criatura.
Y palpitaba con un débil brillo blanco-azulado.
-Es lo que pensaba -asintió Ydeon-. Tu poder de shek ha resucitado a Haiass.
Christian retiró la espada del cuerpo del gólem y examinó su filo.
-Su luz es muy débil -dijo.
-No has logrado engañarla del todo. Esta cosa de piedra es un pobre sustituto de lo que necesita en realidad.
-¿Y lo que necesita es...? -preguntó Christian, aunque conocía la respuesta.
-Sangre de dragón. Dale a probar la sangre del dragón y la espada recuperará toda su fuerza. Y tú recobrarás el poder que tuviste entonces. A pesar de lo que sientes por esa chica.
Ydeon parecía muy satisfecho consigo mismo por haber resuelto el problema. Christian recordó cómo se había sentido peleando contra el gólem. Cerró los ojos para tratar de recuperar aquella sensación.
Si mataba a Jack, salvaría su vida y recuperaría su poder. Parecía tan sencillo...
Contempló por unos instantes el gólem de piedra, caído sobre el suelo helado de la caverna. Ydeon lo estaba poniendo en pie de nuevo. No parecía haber sufrido muchos desperfectos. Christian pensó, con amargura, que si Haiass hubiera estado en perfectas condiciones, su última estocada habría hecho estallar al gólem en mil pedazos.
Ydeon advirtió su mirada.
-No sólo puede transformarse en tu peor enemigo -dijo-. También puede adoptar la forma de la chica a la que amas.
Christian contempló el rostro sin rasgos del gólem.
-Es repugnante -opinó.
Le dio la espalda y salió de la caverna. Haiass todavía palpitaba con un resplandor tan tenue como la luz de una vela bajo el viento.
Sangre de dragón. Parecía tan simple, tan obvio...
Jack abrió lentamente los ojos. Oía la voz de Victoria un poco más lejos, pero no entendía lo que decía. Consiguió levantar la cabeza y mirar a su alrededor. Descubrió que se encontraba en el interior de una tienda de pieles de color rojizo que despedía un olor particular, penetrante pero ligeramente balsámico, que resultaba un poco desconcertante. Jack se preguntó a qué animal pertenecerían las pieles, y se dio cuenta entonces de que, a pesar del calor, su cuerpo estaba cubierto con una de ellas. La apartó de un tirón y gateó hasta la entrada en busca de Victoria.
Lo primero que vio fue un par de poderosas piernas de piel oscura, asentadas sobre unos pies descalzos cuyos tobillos estaban cercados por diversos abalorios de metal. Al alzar la mirada vio que las piernas pertenecían a un hombre muy alto, de tez de azabache y sorprendente melena a mechones blancos y rojos, que vestía una túnica a rayas y le dedicaba una sonrisa llena de dientes blanquísimos.
Jack dio un respingo y trató de retroceder, pero se quedó sentado sobre la arena, una extraña arena rosácea.
Fue entonces cuando vio que Victoria estaba junto a aquel hombre. Sonreía, por lo que el muchacho supuso que no corrían ningún peligro. La chica intercambió unas palabras con el hombre, que le sonrió a ella también y después se alejó con paso tranquilo. Jack miró a su alrededor, con curiosidad, y des cubrió más tiendas como la suya, y más hombres y mujeres de la misma raza que aquel que había visto. Todos eran altos y de piel oscura, llevaban ropa a rayas e iban descalzos, y sus cabellos, mostraban dos colores, siempre blanco mezclado con mechones rojos, azules, negros o verdes. Jack se preguntó si aquellas gentes se teñirían el pelo, pero enseguida comprendió que no, que era una característica de su raza.
-Son los limyati -le explicó Victoria, sentándose junto a él-El Pueblo del Margen.
-¿Del margen de qué?
-Del desierto. Son una raza de humanos que viven en los límites de Kash-Tar. No se internan en el desierto, porque ése es territorio de los yan, pero viajan por sus márgenes, buscando las tierras más benignas de la zona.
-¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? -preguntó Jack, confuso; lo último que recordaba era una pesadilla que tenía que ver con árboles.
Victoria lo miró con una sonrisa llena de cariño.
-Abandonamos la Cordillera Cambiante. ¿Eso lo recuerdas? Jack frunció el ceño.
-Más o menos.
-Nos atacó un árbol gigante. No sé cómo logramos escapar con vida, porque me desmayé o algo parecido. Cuando desperté, estábamos juntos, a salvo, tú habías perdido el sentido y el árbol había ardido por completo.
-Entonces no era un sueño -murmuró Jack-. Es verdad que casi nos mata un árbol. -Sacudió la cabeza-. Me parecía demasiado absurdo para ser real.
-No creo que esos árboles estuvieran allí por casualidad. Estoy casi segura de que fue una trampa que nos tendieron.
Jack no la escuchaba. Había algo que lo desconcertaba, algo acerca de los recuerdos que guardaba de aquella batalla. Pero sólo eran imágenes confusas, y por fin se rindió, pensando que, si lo que había olvidado era algo importante, no tardaría en recordarlo de nuevo.
-¿Qué pasó después?
Victoria se lo contó.
-Por fin nos encontraron los limyati -concluyó-, y nos acogieron en su campamento, donde llevamos desde ayer por la tarde.
Jack alzó la cabeza, recordando algo, pero antes de que preguntara, Victoria se le adelantó:
-No saben quiénes somos -dijo en voz baja-. No se lo he contado.
-¿No confías en ellos? -preguntó Jack con sorpresa; le habían parecido buena gente.
Victoria negó con la cabeza.
-No es eso. Viajan hacia el norte, ¿sabes? Porque Ashran está concentrando tropas en el sur de Kash-Tar.
-Sabe hacia dónde vamos y quiere interceptarnos - comprendió Jack, con un escalofrío.
Victoria asintió.
-No quiero causarles problemas. Es mejor que no sepan quiénes somos, por si las serpientes los interrogan. Si llegan a saber que nos acogieron conociendo nuestra identidad, los matarán.
-Pero nos han acogido de todas formas, aunque no supieran quiénes éramos. ¿Crees que las serpientes tendrán eso en cuenta
-Si actuaron por ignorancia, los dejarán marchar. Sólo les harán daño si sospechan que son cómplices voluntarios de la Resistencia.
-¿Cómo estás tan segura?
Ella vaciló un momento antes de responder en voz baja:
-Porque es lo que haría Christian.
Jack estuvo a punto de preguntarle si conocía tan bien a Christian como para poder prever cómo actuaría él en una situación semejante, pero decidió que era mejor cambiar de tema.
-De todas formas, si viajan hacia el norte, tendremos que separarnos de ellos.
-Ya se lo he dicho. Me han ofrecido un explorador para guiamos hasta Awinor.
-¿En serio? -dijo Jack, animado-. Qué gente tan amable.
-Espera, el explorador todavía no ha dicho que sí. Lleva varios días fuera, pero me han asegurado que volverá esta tarde; entonces le preguntarán si está dispuesto a acompañarnos a través de Kash-Tar.
Jack la miró, sonriendo.
-¿Cómo te las has arreglado para hablar con ellos? Yo no entiendo lo que dicen.
-Eso es porque el dialecto que utilizan es muy arcaico. De todas maneras... -Se llevó la mano al cuello y le mostró un amuleto que pendía de él, un amuleto con forma de hexágono-. Espero que no te importe que te lo haya cogido.
Jack se llevó la mano al cuello y descubrió que el colgante de Victoria era su propio amuleto de comunicación, el que ella misma le había dado la noche en que se conocieron. Sonrió de nuevo.
-Para nada -dijo.
Se levantó y se estiró bajo la luz crepuscular. Se sentía más fuerte, más despierto y con más energía que nunca. Se miró las palmas de las manos, preguntándose a qué venía aquella sensación.
-Te encuentras ya bien? -le preguntó Victoria.
-Mejor que nunca -sonrió el muchacho.
Ella sonrió a su vez y se acercó más a él, con intención de besarle. Jack la correspondió de buena gana.
Algo llamó entonces su atención. El jefe de la tribu se aproximaba a través del campamento, hablando con alguien que, por lo visto, acababa de llegar. Estaban demasiado lejos para oír lo que decían, pero a Victoria le pareció que el desconocido hablaba muy rápido y que su voz era suave y femenina. Lo miró con curiosidad, preguntándose si se trataría de una mujer, pero resultaba difícil decirlo, puesto que llevaba una prenda que le cubría la cabeza y parte del rostro.
-¿Ese es el explorador? -preguntó Jack.
Victoria se encogió de hombros, pero ambos vieron cómo el ,jefe los señalaba a ellos en un par de ocasiones durante la conversación. El otro movía la cabeza en señal de desacuerdo.
-Sospecho que tendremos que viajar solos hasta Awinor -murmuró Victoria.
Los dos limyati se acercaron entonces a la entrada de la tienda donde se encontraban los chicos. Victoria observó con atención al explorador, y se dio cuenta de que el viento pegaba sus holgadas ropas a su cuerpo, revelando formas femeninas de bajo. Pero su andar era rápido y enérgico, muy diferente a los elegantes y delicados movimientos de las mujeres limyati. Se adelantó para tratar con el jefe de la tribu.
-No queremos molestar -dijo-. Mi amigo ya se encuentra bien, de manera que partiremos al amanecer... aunque sea sin guía.
El jefe movió la cabeza, preocupado.
-Es peligroso, muchacha. Desistid; tenéis muy pocas posibilidades de llegar con vida al otro lado del desierto.
-No tienen ninguna posibilidad -respondió rápidamente el explorador, y Victoria supo entonces, sin lugar a dudas, que era una mujer.
La miró con curiosidad. Esperaba ver en ella los ojos oscuros de los limyati, pero se llevó una sorpresa, puesto que sus iris eran rojizos y brillaban como alimentados por algún extraño fuego interior. Tratando de que no se le notara el desconcierto que sentía, para no parecer descortés, Victoria dijo:
-Aun así, tenemos que seguir adelante. Comprendemos que sería una molestia para ti acompañarnos, y no vamos a insistir. Pero de todas formas partiremos al amanecer.
-No voy a acompañaros -reiteró la mujer; hablaba muy deprisa y gesticulaba mucho, y Victoria se preguntó, por primera vez, si no sería una yan, aunque era mucho más alta que todos los yan que ella había conocido-. Tengo cosas mejores que hacer que acompañar a dos chicos extraños a través de un nido de serpientes...
Se interrumpió de pronto y sus ojos se estrecharon un momento al mirar algo que había tras Victoria. La chica se volvió, intrigada, y vio a Jack, que se había reunido con ella y asistía a la escena con interés, tratando de averiguar qué estaba pasando exactamente.
La exploradora dirigió al muchacho una mirada larga, intensa, y entonces se retiró el paño de la cara, con lentitud. Las luces del crepúsculo iluminaron un rostro humano, pero de rasgos extraños. Sus ojos eran grandes y rojizos, como ya había notado Victoria, y su piel morena parecía tener la textura de la arena del desierto. Su espeso cabello, blanco con mechones azules, no caía suelto por su espalda, corno el de los limyati, sino que lo llevaba recogido en multitud de pequeñas trenzas, al estilo van.
Con todo, era joven, y hermosa, a su manera. También Jack se había quedado mirándola fijamente. Nunca había visto a nadie como aquella chica tan exótica.
-Soy Kimara, la semiyan -dijo la exploradora, con sus ojos, de fuego todavía fijos en Jack-. He cambiado de idea: os acompañaré.
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Triada
MaceraLa resistencia ha logrado su objetivo y an llegado a su destino, Idhun. Ahora tendrán que enfrentarse a su enemigo, Ashran. Como recibirán los rebeldes de la resistencia el amor entre Kirtash y Victoria?