Alguien sacó a Jack de un sueño pesado y profundo.
-¡Despertad, deprisa! -susurró una voz en su oído.
El muchacho abrió los ojos, parpadeando. Sintió algo suave y cálido rozándole el cuello, y vio que se trataba de la mejilla de Victoria, que descansaba entre sus brazos, muy pegada a él. También ella estaba despertando de su sueño.
Alzó la cabeza y descubrió la mirada de fuego de Kimara fija en él. Sacudió la cabeza, mareado, recordando de pronto lo que había pasado la noche anterior. ¿No había sido un sueño? Había entrado en la tienda de Kimara y después...
Tras un breve momento de pánico recordó, aliviado, que había salido enseguida para regresar con Victoria. Por eso ella estaba a su lado, por eso habían despertado juntos, como todas las mañanas desde que habían partido del bosque de Awa; y eso era algo, comprendió, que no quería cambiar, por nada del mundo. Respiró hondo. ¿Qué hacía entonces Kimara en su tienda?
La semiyan lo sacudió de nuevo y lo despejó del todo. -¡Levantaos, rápido! -susurró con urgencia-. Tenemos que salir de aquí.
Victoria se incorporó, luchando por despejarse. -¿Todavía es de noche?
-Los exploradores dicen que los szish están registrando todas las poblaciones yan -explicó Kimara en rápidos susurros-. Al amanecer llegarán a Hadikah.
Jack se levantó inmediatamente.
-¿Cuánto tiempo tenemos?
-Muy poco. Y hemos de salir en silencio, porque si los yan os descubren, os entregarán a las serpientes.
-¿Por qué? -preguntó Victoria-. ¡Pensaba que estaban de nuestra parte!
-Los van hacen siempre lo que mejor conviene a sus intereses, Victoria. Si os encubren, se meterán en muchos problemas. Lo entiendes, ¿verdad? Mi padre nos ha advertido de la llegada de los szish; es todo lo que pueden hacer por vosotros, y es mucho, créeme.
Jack ya había recogido las cosas y estaba en pie, listo para marcharse. Recuperaron sus torkas, que estaban atados cerca de allí, y abandonaron Hadikah en silencio. El primer amanecer los encontró lejos de la población yan.
Ninguno de los tres pronunció palabra durante un buen rato. Jack no podía evitar preguntarse, preocupado, cuánto tiempo más podrían esquivar a los szish que peinaban el desierto en su busca. Y entonces se dio cuenta de que Kimara seguía con ellos, a pesar de todo.
-Sabías que nos buscaban a nosotros -le dijo de pronto.
Ella asintió.
-Lo sé desde hace días.
-¿Y sabes por qué? ~ Has... has oído hablar de la profecía?
-No sé nada de profecías. Sólo sé que hace quince años que murieron todos los dragones, y que tú, por alguna razón, has regresado. No sé si hay más dragones como tú, pero está claro que a los sheks no les gustas.
Victoria miró a Jack, desconcertada.
-Yo no se lo he dicho -aclaró el chico con rapidez-. Se dio cuenta ella sola.
Victoria asintió, comprendiendo, pero no hizo ningún comentario.
-Pero, si lo sabes -insistió Jack-, ¿por qué sigues con nosotros? Corres un grave peligro. ¿Por qué nos acompañas a pesar de todo?
Kimara clavó en él una mirada con la que se lo dijo todo. Después volvió la cabeza hacia otro lado, pero Jack había visto que su piel arenácea se había ruborizado levemente.
-Déjalo, Jack -murmuró Victoria con suavidad-. No insistas.
Jack no insistió. Sólo llegaba a intuir lo que Victoria entendía con claridad meridiana: que Kimara se había enamorado de Jack, hasta el punto de arriesgar su vida por él, de implicarse en aquella locura, contraviniendo la costumbre yan de cuidar solo de sí misma y de los suyos. Y todo ello a pesar de saber que él no la correspondía.
Victoria reprimió un suspiro. Por un momento imaginó lo que había pasado entre ellos dos la noche anterior. Imaginó el dolor de Kimara al ser rechazada por Jack, al darse cuenta de que él no iba a pasar la noche con ella, porque su corazón pertenecía a otra persona. Y, a pesar de todo, la semiyan no la había mirado con odio ni rencor en ningún momento, había aceptado la situación con naturalidad, por mucho daño que eso le causase. Victoria se sintió de pronto muy unida a ella. Comprendía perfectamente que sintiera algo tan intenso por Jack, porque a ella le pasaba lo mismo. Cerró los ojos un momento, notando los brazos de Jack en torno a su cintura, su presencia tras ella, sobre el lomo del torka que ambos compartían, y se sintió muy feliz de que él la correspondiera. Pero no pudo evitar entristecerse por Kimara, la independiente e intrépida Kimara, sufriendo por alguien que no podía quererla de la misma manera.
De todas formas, la semiyan se comportó en todo momento como si nada hubiera sucedido, tratando a Jack y a Victoria con naturalidad y confianza; pero Victoria podía leer el dolor en el fondo de sus ojos de rubí, y la admiró aún más por su fuerza interior.
La actitud de Jack hacia Kimara, por el contrario, sí cambió. Victoria se dio cuenta de que aquella atracción que él parecía sentir hacia ella había desaparecido, que ya no la miraba de esa forma tan intensa, que ya no se mostraba fascinado por ella. Sin embargo, la trataba con cariño y confianza, como a una hermana. Victoria sabía que Kimara agradecía que Jack no la apartarse de su lado, agradecía su presencia, y podía comprenderlo: la compañía de Jack, la suavidad de su voz, su amistad sincera... podían curar cualquier herida. Victoria lo sabía por experiencia.
Shail esperó con paciencia sobre su paske mientras, unos metros más allá, Zaisei dialogaba con dos cazadores ganti. Los ganti hablaban una lengua extraña que, a pesar de parecer una amalgama de todos los dialectos conocidos de idhunaico, tenía un tono propio y singular, y resultaba muy difícil de comprender. Sin embargo, Zaisei conversaba con ellos sin problemas. Los celestes eran hijos de Yohavir, el Señor de los Vientos, que era también el dios de la comunicación y la empatía. Quizá por eso eran incapaces de hacer daño a nadie, reflexionó Shail. Comprendían demasiado bien a todo el mundo, no podían evitar ponerse en el lugar de las otras personas y, por tanto, no podían odiarlas.
Tal vez por eso, a pesar de todo, Zaisei había decidido acompañar a Shail en su viaje.
Después del ataque del shek, a la Venerable Gaedalu le había quedado claro que Shail era un peligro para la seguridad de las sacerdotisas, y, pese a lo que había convenido con el Padre Ha-Din, le había prohibido terminantemente la entrada en el Oráculo. Si las serpientes buscaban a Shail, decidió Gaedalu, no lo encontrarían allí. Las Iglesias no podían permitirse el lujo de perder su último Oráculo, y la Madre no quería dar a los sheks motivos para destruirlo igual que habían hecho con los demás.
Para entonces, a Shail ya no le importaba la profecía. Sabía que ése no era el plan que habían trazado, pero estaba muy preocupado por Jack y Victoria y se reprochaba una y otra vez el haberlos dejado marchar. Le dijo a Zaisei que iría a buscarlos, hasta Awinor si era preciso.
-Pero Shail, no puedes andar -le había respondido ella, preocupada.
El mago había replicado de malas maneras. Detestaba que le recordaran que había quedado lisiado, casi tanto como que insinuaran que había dejado de ser útil a la Resistencia, y Zaisei había hecho ambas cosas, aun sin pretenderlo. Shail no recordaba exactamente qué le había dicho, pero sí sabía que le había dirigido palabras hirientes, y que por poco la había hecho llorar. Se odiaba a sí mismo por ello. Se estaba portando fatal con ella, a pesar de que la sacerdotisa sólo le había dado cariño y comprensión desde que la conocía. Había esperado que ella gritara, que lo insultara por ser tan ruin, que discutieran; probablemente hasta se habría sentido mejor. Pero Zaisei había desviado la mirada en silencio.
«Condenados celestes», había pensado Shail, entre furioso y conmovido. Zaisei lo comprendía, sabía por qué se comportaba así, y no le guardaba rencor. Lo conocía mejor de lo que él se conocía a sí mismo.
«Me he vuelto un auténtico canalla -pensó el joven-. ¿Qué me pasa? Antes, yo no era así. Ahora no hago más que decir cosas que no siento y hacer daño a la gente a la que quiero.»
Le había pedido perdón a Zaisei. Pero no había cambiado de idea con respecto a su búsqueda. Y, para su sorpresa, la joven había pedido permiso a Gaedalu para abandonar el Oráculo v acompañarlo hasta Awinor.
Ahora atravesaban las Colinas de Gantadd, el país de los ganti, los mestizos.
Eran gente extraña. Se decía que muchos siglos atrás, en el amanecer de los tiempos, cuando las seis razas habían empezado a conocerse y a relacionarse entre ellas, habían nacido los primeros mestizos. Al principio todo fue bien, pero pronto surgió un movimiento que defendía la pureza de las razas: humanos, feéricos, gigantes, celestes, varu y yan no debían mezclarse entre ellos. Los mestizos habían sido expulsados de casi todas las tribus y se habían concentrado en Gantadd, donde se habían asentado, formando una curiosa comunidad. Ahora eran ellos los que no querían tratos con aquellos de sangre pura. Tras siglos de mezclarse entre ellos, el resultado era un grupo de individuos que en algunos casos tenían características de todas las razas, y en otros no se parecían a ninguna. Por lo general eran amables con los viajeros, siempre que sólo estuvieran de paso y no tuvieran intención de establecerse entre ellos. Y, sin embargo, la gente prefería evitar sus tierras, incluso los nuevos mestizos que habían nacido en el seno de otras sociedades, y que ahora eran aceptados en todas partes.
Los dos cazadores con los que estaba hablando Zaisei eran una muestra de la mezcla de sangres de los ganti. Uno de ellos tenía los enormes ojos, negros y almendrados, de los feéricos. Pero tenía aspecto humano, a pesar de su gran tamaño, que sugería algo de sangre gigante en sus venas. El otro, una mujer, exhibía el nerviosismo y la rapidez de movimientos y de palabra propios de los van. También tenía antepasados feéricos, como mostraba su largo cabello aceitunado; pero su piel tenía tintes azulados, como la de los celestes.
Zaisei inclinó finalmente su cabeza lampiña, y con una delicada sonrisa se despidió de ellos. Regresó hasta donde estaba 5hail y subió a su montura con un ágil movimiento.
-No han pasado por aquí -informó-. Nadie los ha visto en Gantadd. Los cazadores sugieren que, si se dirigían a Awinor, es muy probable que hayan atravesado la Cordillera Cambiante por, el Paso.
-Han elegido el camino del desierto -comprendió Shail, inquieto-. Pero Victoria no debe internarse en un sitio así. Necesita magia a su alrededor, ella...
Se dio cuenta de que había empezado otra vez con lo mismo, y se obligó a callarse. Últimamente se estaba volviendo muy cargante, preocupándose a todas horas por la seguridad de Victoria. El mismo era consciente de eso, pero no podía evitarlo.
Zaisei le sonrió. Por lo visto, a ella no le molestaba.
-Estará bien -dijo-. Jack está con ella.
En otras circunstancias, esto le habría bastado. Pero Shail sabía que lo que le sucedía, en el fondo, era que se sentía culpable... por tantas cosas...
Por no haber permanecido junto a Victoria todo aquel tiempo, por haberse perdido aquel misterioso viaje durante el cual ella había dejado de ser una niña para convertirse en una mujer. Por no haber estado a su lado para aconsejarla, para guiarla, para mostrarle los secretos de su naturaleza de unicornio, para ayudarla a descifrar los confusos sentimientos que inundaban su alma. Y, sobre todo..., por haberla echado de su lado y haberle dicho cosas que no sentía aquella noche tan extraña en la que ella y, Jack se habían alejado de la Resistencia. Entonces no sabía que no iba a volver a verla. Pero eso no era excusa.
-Puedo llamar a los pájaros haai -dijo entonces Zaisei-. Viajaremos más deprisa.
Shail entendió a qué se refería.
Los celestes conocían un cántico misterioso que, entonado por ellos, atraía a las aves doradas que les servían para desplazarse por el aire.
Los llamaban haai, «amigos», y no sin motivo. Los pájaros haai vivían sólo en Celestia, donde, de cuando en cuando, unas estilizadas agujas de piedra rompían el suave paisaje de la llanura. En lo alto de aquellas formaciones rocosas, los haai hacían sus nidos, tan arriba que nadie podía alcanzarlos. Sólo los celestes, que nacían con el don de la levitación, eran capaces de flotar hasta ellos; con el tiempo, habían aprendido su lenguaje, su melodioso canto, y los haai acudían gustosos cuando los celestes los llamaban. A cambio, éstos cuidaban de las hermosa,, aves, les llevaban manjares deliciosos y las curaban cuando enfermaban.
El mago acarició por un momento la idea de volar hasta Awinor, pero se obligó a sí mismo a ser sensato: si los sheks sabían ya adónde se dirigían Jack y Victoria, patrullarían sin des canso los cielos sobre Awinor. Sin duda llamarían menos la atención si viajaban por tierra.
Negó con la cabeza.
-No, Zaisei. Es más seguro seguir viajando a lomos de los paskes. Los alcanzaremos de todas formas. Ellos van a pie, y... Se interrumpió, angustiado.
-No pienses en ello -le dijo Zaisei, entendiéndolo; se inclinó hacia él y lo besó en la mejilla, con suavidad.
El joven se quedó sorprendido. Era la primera vez que ella hacía eso. Los dos eran conscientes de lo que sentían el uno por el otro, sobre todo Zaisei, tan hábil para leer en los corazones de los demás. Pero ambos sabían también que eran demasiadas las cosas que los separaban y, por otro lado, Shail tenía una misión que cumplir, estaba involucrado en la Resistencia hasta la médula, y no quería implicarla a ella; era demasiado peligroso.
Sin embargo, en aquel momento se dio cuenta de que estaban viajando juntos y que ella ya había elegido implicarse. Y la miró a los ojos, aquellos límpidos ojos violetas, y sintió, por primera vez en mucho tiempo, que un rayo de esperanza iluminaba su corazón.
Los últimos días de trayecto transcurrieron sin contratiempos. Tardaron un poco más de lo previsto en llegar a los límites del desierto, porque Kimara tuvo que dar un rodeo para incluir en la ruta todos los oasis cercanos. Victoria precisaba renovar si¡ magia a menudo, y aunque la semiyan no había hecho preguntas al respecto, sí había asumido aquella necesidad de su compañera de viaje y actuaba en consecuencia.
Gracias a la experiencia de su guía, el grupo sorteó todas las trampas que el desierto podía tender al viajero incauto. También los sheks vigilaban desde los cielos, pero, por suerte para ellos, Jack podía percibirlos desde la distancia; se le ponía la piel de gallina cuando uno de ellos se acercaba, y el fuego que ardía en su interior parecía avivarse de pronto. Y él y sus compañeras tenían siempre tiempo de sobra para camuflarse entre las (lunas antes de que llegaran las serpientes aladas. Pero Jack tenía la sensación de que las capas de banalidad cada vez funcionaban peor, porque a veces los sheks sobrevolaban varias veces la zona donde se hallaban escondidos, como si pudieran intuir que había algo allí, aunque no supieran exactamente qué, ni dónde. Cuando se lo comentó a Victoria, ella movió la cabeza, preocupada.
-No son las capas, Jack; eres tú. Hace un tiempo que tu energía se ha vuelto tan intensa que a la capa le cuesta cada vez más ocultarla.
Jack se quedó sorprendido, pero le habló entonces de las cosas extrañas que le habían venido sucediendo desde que se adentraran en el desierto.
-¿Será porque nos acercamos cada vez más a Awinor?
-Tal vez -respondió ella iras una breve vacilación-. Pero creo que hay algo más.
-¿El qué?
Pero Victoria sacudió la cabeza. Era solo una intuición y no podía explicarlo.
Por fin, una tarde divisaron a lo lejos las montañas que erizaban la piel arrasada de Awinor, el reino de los dragones. Rimara les señaló un punto que parecía una arista retorcida.
-¿Veis eso? -susurró-. Son las ruinas de la Torre de Awinor, una de las sedes de la Orden Mágica. Guando los dragones vivían, a ningún mortal le estaba permitido ir más allá. Los Van llamaban a esa torre Wenawinor, las Puertas de Awinor. Pero ahora... en fin, lleva en ruinas más de una década. Yo era muy niña cuando fue destruida. No la recuerdo en pie.
Jack se quedó contemplando el horizonte un momento.
-Awinor-dijo simplemente-. Yo nací allí... una parte de mí nació allí -se corrigió.
Espoleó al torka para hacerlo avanzar, pero Rimara retuvo al animal por las riendas.
-Espera.
Saltó de su montura y se acuclilló sobre el suelo. Hundió las manos en la duna y las sacó llenas de arena, aquella fina arena de color salmón que cubría la superficie de Kash-Tar. Jack y Victoria la vieron trepar a lo alto de la duna, alzar las manos y soltar la arena al viento, que la recogió y la llevó en dirección a Awinor.
Kimara bajó los brazos y esperó. Jack quiso preguntar qué estaba haciendo, pero Victoria aguardaba en un silencio respetuoso, como si no quisiera romper la concentración de la semiyan, y Jack la imitó.
Pasó un largo rato antes de que el viento soplara de nuevo, revolviendo su pelo y sus ropas. Kimara no se había movido del sitio, pero en aquel momento levantó las manos otra vez.
Y Jack y Victoria vieron cómo el viento traía consigo granos de arena, y los dejaba caer sobre ella. La semiyan cerró los ojos y dejó que aquella arena acariciara su rostro y las palmas de sus manos. Después, el viento volvió a calmarse. Kimara abrió los ojos y dijo:
-Nos esperan en la frontera con Awinor. Cerca de un centenar de szish. Varios sheks. Está claro que saben que nos acercamos, y quieren cortarnos el paso.
Victoria lanzó una exclamación ahogada. Jack preguntó, confuso:
-¿Cómo sabes eso?
-Me lo ha dicho el desierto -dijo Kimara simplemente.
Jack decidió que no valía la pena preguntar más, y optó por creer sin dudar lo que ella les decía. Se llevó una mano a la sien, notando que algo palpitaba en su interior, un impulso asesino que lo llevaba a acicatear a su torka para que lo llevara directamente hasta las serpientes, para luchar contra ellas, para matar...
Se esforzó por controlarse. No podía lanzarse a ciegas de aquella manera, y menos en aquellas circunstancias. Tenía que cuidar de Victoria y de Minara, no debía ponerlas en peligro.
-Muy bien -dijo, luchando por mantener la cabeza fría-. ¿Cómo podemos pasar sin que nos vean?
-No podemos -respondió Kimara, negando con la cabeza- Tendremos que pelear.
-¿Contra un centenar de szish y varios sheks? ¿Nosotros tres? Jack movió la cabeza, perplejo.
Kimara clavó en él su mirada de fuego.
-Pero tú eres un dragón -dijo con fervor y una fe inquebrantable-. Puedes enfrentarte a todos ellos.
Jack reprimió una carcajada sarcástica.
-Podría enfrentarme a un shek cada vez -le explicó-. Pero no a seis o siete al mismo tiempo. Los sheks no son inferiores a los dragones, son sus iguales, ¿entiendes? Sólo un shek puede derrotar a un dragón.
-¿Y un dragón podría vencer a un solo shek?
Por la mente de Jack cruzó, como un relámpago, el recuerdo del sonido de Haiass al ser quebrada por su propia espada, el rostro de Kirtash, su expresión de odio y turbación al saberse derrotado...
-¿Adónde quieres ir a parar?
-Conozco un desfiladero -dijo Kimara-. Es un paso muy estrecho, y seguro que también lo tienen vigilado, pero no hay espacio para mucha gente. Como mucho un shek, o dos, y una patrulla de szish. Si atacamos por sorpresa tendremos alguna posibilidad de pasar.
-Aunque lo consiguiéramos, pronto se nos echarán todos encima.
-En Awinor no. Si logramos entrar en la tierra de los dragones, ellos no nos seguirán.
-¿Por qué estás tan segura?
-Porque nadie entra en la tierra de los dragones, Jack -dijo Kimara con suavidad-. Ni siquiera los sheks.
Jack frunció el ceño, desconcertado. Le costaba trabajo imaginarse que hubiera algún lugar en el que los sheks no se atrevieran a aventurarse. Pero decidió, una vez más, confiar en Kimara. Miró a Victoria.
-¿Tú qué piensas?
Ella asintió, decidida. Jack recordó que Victoria podría estar en aquellos momentos junto a Christian, o simplemente a salvo en el bosque de Awa y, sin embargo, había optado por acompañarle, y ahora lo apoyaba sin reservas. Y la quiso todavía más que antes. Sonrió y le acarició la mejilla con cariño.
-Muy bien -dijo entonces, alzando la mirada hacia Kimara-. Lo intentaremos por el desfiladero.
Shissen no se encontraba cómoda en aquel lugar.
El sitio era perfecto para una emboscada, eso no podía negarlo. Estrecho y lleno de recovecos donde ocultarse y aguardar a la presa. Todo el tiempo que hiciera falta, eso no era problema. La paciencia era una de las grandes virtudes de los sheks.
Pero, aun así, el lugar le provocaba una honda inquietud.
Porque a sus espaldas, más allá del recodo, el desfiladero se abría y daba paso a un inmenso y macabro cementerio.
Como todos los sheks, Shissen celebraba la extinción de los dragones, y al fin y al cabo el paisaje de Awinor era un símbolo más de la rotunda victoria de las serpientes aladas. Pero había algo en aquellos blancos esqueletos que la estremecía y despertaba una extraña nostalgia en su interior. Quizá porque la naturaleza de los sheks exigía que odiasen a los dragones y luchasen contra ellos. Y ahora que ya no quedaban dragones que matar, la balanza se había desequilibrado, era como si una parte de las vidas de los sheks, un aspecto de su misma esencia, ya no tuviera ningún sentido.
Entornó los ojos y se centró en la situación. Según le habían informado, un dragón, el último dragón, iba camino de Awinor. Shissen deseó que pasase por su desfiladero. Como la mayoría de los sheks, nunca había luchado contra un dragón. Y ansiaba hacerlo.
Se deslizó por entre las rocas para comprobar que los szish de la patrulla seguían en sus puestos. Sabía de antemano que así era, pero decidió hacerlo de todos modos.
Levantó la cabeza de pronto y entornó los ojos. ¿Qué era aquello? Sentía una fuerza extraña ocultándose entre las rocas un poco más lejos, algo... cálido. Se alzó un poco más, desplegando un tanto las alas para mantener el equilibrio. Calor.
Demasiado calor para tratarse de un mamífero cualquiera. Siseó de nuevo, furiosa.
Los szish habían percibido la tensión de Shissen, pero no se movieron, esperando instrucciones. Ella les transmitió una serie de órdenes telepáticas: debían estar alerta, sin abandonar sus posiciones. Podía ser una trampa.
La fuente de calor palpitaba cada vez con más fuerza. Intensa, muy intensa, pero pertenecía a un cuerpo demasiado pequeño para tratarse de un dragón. Recordó que le habían dicho que el dragón que estaban esperando andaba por ahí camuflado en un cuerpo humano.
Se acercó todavía más, con sus hipnóticos ojos clavados en las rocas. Lo había descubierto, y el dragón debía de saberlo.
No tendría más remedio que dejarse ver y defenderse. Y luchar. El cuerpo escamoso de Shissen se estremeció sólo de pensarlo.
Entonces sintió la energía tras ella brotando como un chorro desbordado y se volvió con la rapidez del relámpago, pero era demasiado tarde.
Desde el otro lado del desfiladero surgió una especie de rayo de luz que buscó su cuerpo. Shissen se echó a un lado, furiosa, pero el chorro le acertó en un ala, perforándola. La shek chilló de dolor y de ira, buscando con la mirada aquello que se había atrevido a atacarla. Y fue entonces cuando el dragón salió de su escondite y se enfrentó a ella, con un grito salvaje y todo el fuego del mundo brillando en sus ojos verdes. Shissen contempló un instante, aturdida, la espada de fuego que se cernía sobre ella. Pero reaccionó enseguida y se irguió, con los ojos llenos de helada ira, para enfrentarse al muchacho que olía a dragón, mientras ordenaba mentalmente a los szish que se encargaran de la otra amenaza.
Oyó un grito parecido al ulular de una lechuza, el grito de guerra de los yan, pero apenas le prestó atención. Sólo el dragón era importante.
Un poco más lejos, los szish se enfrentaban a una muchacha que portaba un extraño báculo luminoso, y a una sombra veloz que saltaba de roca en roca, disparando dardos parecidos a arpones, que lanzaba desde una pequeña ballesta con notable puntería.
Sólo eran dos mujeres, y del chico de la espada de fuego se encargaría Shissen; y, sin embargo, los szish no se confiaron, porque eran seres inteligentes y sabían que alguien que podía sorprenderles de la manera en que aquellos tres lo habían hecho era un rival a tener en cuenta.
La chica del báculo se había parapetado en un lugar en el que sólo podían acercarse a ella de dos en dos, y la hembra yan era prácticamente inalcanzable porque se movía por la parte alta del desfiladero, disparando sus mortíferos dardos desde allí. Los szish pronto aprendieron a mantenerse alejados del báculo, pero no podían hacer nada ante las poderosas centellas que lanzaba contra ellos.
Jack sintió la furia del dragón palpitando en sus sienes, notó que su cuerpo emitía más calor del habitual, y dejó que su fuego se canalizara a través de su espada. El cuerpo ondulante del shek lo rodeaba por todas partes, envolviéndolo, confundiéndolo, pero el muchacho lo mantenía alejado con el filo de Domivat. La serpiente chilló y se lanzó sobre él, como un relámpago letal; Jack descargó una estocada y la obligó a retroceder.
Parecía desconcertada, y Jack entendió de pronto por qué. Notó los esfuerzos del shek por paralizarlo con su poder hipnótico que, por alguna razón, no le afectaba. El chico recordó cómo, no hacía mucho, la fuerza mental de Kirtash lo había mantenido inmóvil como una estatua, atrapado como un insecto en la red de una araña. Entonces sólo la intervención de Victoria lo había salvado de la ira del shek. Pero habían pasado muchas cosas desde aquella noche, Jack había cambiado, se sentía más fuerte y poderoso que nunca. Y ya no volvería a temer a las serpientes, porque sabía que no era inferior a ellas, que estaban en plano de igualdad. Por tanto, ellas no podían infundir en él el terror paralizante que inspiraban a otras víctimas.
Con un grito salvaje, Jack se abalanzó sobre la criatura y consiguió sajar su largo cuerpo ondulante. El shek chilló de dolo¡ y retorció la cola para apagar las llamas. Jack notó que el dragón exigía ser liberado.
-Jack! -La voz de Victoria lo trajo de vuelta a la realidad. Percibió que ella y Kimara se habían abierto paso entre los szish y corrían por el desfiladero, hacia el interior de Awinor. Se esforzó por controlarse y echó a correr tras ellas.
No debió darle la espalda al shek. Jack sintió cómo la serpiente se alzaba tras él, oyó su inconfundible siseo y se dio la vuelta para hacerle frente...
...pero algo se interpuso entre ambos, y un rayo luminoso acertó al shek en plena cara. La serpiente siseó, enfurecida, y retrocedió. Clavó su mirada en Victoria, que aún alzaba el báculo en alto, y la observó con cautela, a una prudente distancia.
-No te atrevas a tocarlo -le advirtió la muchacha, muy seria.
Jack pensó que seguirían luchando, y una parte de él se estremeció de alegría. Deseaba con toda su alma matar a aquel shek, dar rienda suelta al odio irracional que aquellas criatura, le inspiraban.
Pero Victoria dio media vuelta y echó a correr, tirando de él y obligándolo a ponerse en marcha.
Y los dos corrieron hacia el corazón de Awinor, dejando atrás a las serpientes.
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Triada
AdventureLa resistencia ha logrado su objetivo y an llegado a su destino, Idhun. Ahora tendrán que enfrentarse a su enemigo, Ashran. Como recibirán los rebeldes de la resistencia el amor entre Kirtash y Victoria?