Brajdu acudió a verla de nuevo cuando cayó la tarde.
Victoria yacía en un rincón, sin fuerzas para moverse. La cámara en la que la habían encerrado era amplia, pero no tenía ventanas, y la luz de la lámpara era débil y enfermiza. Al principio, la muchacha había tratado de escapar, pero pronto se había dado cuenta de que sin el báculo estaba indefensa. No le preocupaba que el objeto hubiera caído en manos de aquel canalla de Brajdu; sabía que él jamás lograría utilizarlo, y tampoco Feinar, el mago que trabajaba para él. Además, pronto descubrió, alarmada, que tenía cosas más urgentes en qué pensar.
Todo a su alrededor estaba muerto. No sabía qué había más allá de las paredes de piedra, pero desde luego no era nada que pudiera alimentarla de la energía que necesitaba para subsistir.
En Idhún, su magia funcionaba muchísimo mejor que en la Tierra, y ella se sentía más fuerte y despejada, porque la energía flotaba en el ambiente, chispeante, electrizante. Aunque no pudiera verla, Victoria la sentía, la percibía con tanta claridad como podía sentir el viento acariciando su piel. Pero en aquella horrible habitación en la que la habían encerrado el aire estaba silencioso y muerto.
La primera vez que Brajdu la había visitado, Victoria aún había tenido fuerzas para pelear, y se había abalanzado sobre él hecha una furia. Tal vez no esperara que ella se defendiera, tal vez no vio venir sus veloces patadas, asestadas con una fuerza y rapidez aprendidas en sus entrenamientos de taekwondo. El caso es que ella lo golpeó varias veces antes de que Brajdu y sus guardias pudieran reducirla.
Después le había dicho lo que quería que hiciera a cambio de su libertad... y de su vida.
Victoria lo había escuchado, horrorizada. Se había negado en redondo.
Así que Brajdu la había dejado allí, encerrada, dejando que se consumiera lentamente. Todas las mañanas acudía a verla e insistía en su demanda. Victoria seguía negándose, aunque ya no tenía fuerzas para moverse.
La tercera vez había tratado de explicárselo:
-No es algo que pueda decidir. Es algo que surge de dentro, del corazón. Sólo si lo deseas de verdad. Si hay algún lazo que te una a esa persona.
-Los unicornios nunca se han sentido unidos a nadie -había replicado Feinar, el mago-. No se mezclan con los mortales.
-Porque su naturaleza les exige que no se dejen ver. Si todo el mundo pudiera verlos y tocarlos, todos serían magos o semimagos. Y debe haber un equilibrio en el mundo, de lo contrario la magia se desbordaría, y el caos que provoca acabaría por destruir el mundo. Es una gran responsabilidad. El don de los unicornios es también su condena a la soledad perpetua. Pero ellos observan a los mortales desde las sombras, desde cada rincón de la espesura, añorando su compañía y deseando poder conocerlos, compartir sus vidas con ellos...
Feinar ladeó la cabeza y en sus ojos pareció brillar por un momento un destello de comprensión. Pero las palabras de Victoria no hicieron mella en Brajdu.
-No te preocupes -dijo, con una sonrisa socarrona-. Después de un par de días más aquí desearás de todo corazón entregarme la magia. Estoy seguro de ello.
Victoria llegó a pensar que tenía razón. Pero en su siguiente visita descubrió que la sola idea de entregarle la magia a aquel hombre le producía tal rechazo que prefería morir antes que otorgar su don por la fuerza. Y así se lo dijo.
-Mañana volveré -dijo Brajdu-. Si sigues viva, me convertirás en un mago. Porque, si no lo haces... no volverás a ver la luz de los soles nunca más. Los sheks te están buscando, niña, y te quieren muerta. De modo que también obtendré beneficios si les entrego tu cadáver.
Victoria cerró los ojos y se quedó allí, inerte, tendida en su rincón. No lo dijo, pero dudaba que pudiera resistir hasta el día siguiente.
No obstante, Brajdu se presentó de nuevo en su prisión antes de lo previsto, nada más caer el último de los soles. Victoria aguardó a que él le formulara la petición que estaba acostumbrada a oír. Sin embargo, las palabras del hombre fueron diferentes esta vez:
-Jack ha venido a buscarte.
Victoria abrió los ojos; el corazón se le aceleró de pronto y trató de levantarse, pero no tuvo fuerzas.
-Por supuesto, se ha ido con las manos vacías -prosiguió Brajdu con indiferencia.
Procedió a relatarle, con todo lujo de detalles, su encuentro con el joven dragón. Con cada palabra que pronunciaba, a Victoria le quedaba cada vez más claro que él no estaba mintiendo. La descripción que hizo de Jack y de la semiyan que lo acompañaba era correcta y muy detallada.
-Así que ya ves -concluyó Brajdu-. Lo he enviado a una muerte segura. No sé si has oído hablar de los swanit, preciosa, pero creo que debería bastarte con saber que hasta los sheks procuran no cruzarse en el camino de esas criaturas.
Victoria respiró hondo. Quiso hablar, pero no tenía fuerzas.
-Todavía puedes salvarle -sonrió Brajdu-. No hace mucho que se fue. Entrégame la magia y te dejaré libre para que vayas a su encuentro. Con un poco de suerte llegarás a tiempo de evitar que cometa una locura. Porque ese chico está un poco loco, ¿sabes? Haría cualquier cosa por ti, incluso dejarse triturar por las mandíbulas de un swanit... algo que no es muy agradable, y que en realidad no deseo ni a mis peores enemigos.
Victoria cerró los ojos, que se le habían llenado de lágrimas. Sí, no dudaba de que Jack sería capaz de eso y de mucho más.
-¿Cómo sé que no me mientes? -pudo decir entonces, con esfuerzo-. Cómo sé que Jack sigue vivo, que no lo has entregado a los sheks?
-Buena pregunta -admitió Brajdu-. La respuesta es simple: no lo he entregado porque entonces los sheks sabrían que te tengo prisionera. A Sussh le faltaría tiempo para venir a reclamarte. Y es demasiado pronto, ¿me entiendes? Todavía no he obtenido lo que quiero de ti.
Y... ¿cómo sé que me dejarás marchar después? -logró decir Victoria-. ¿Cómo sé que no me traicionarás?
-No puedes saberlo -sonrió Brajdu-. Pero míralo de otro modo: ¿qué otra opción tienes?
-Puedo negarme...
-...y, mientras lo haces, tu amigo el dragón se acerca cada vez más a una muerte segura.
Victoria apretó los clientes, pero no dijo nada. Brajdu sonrió y dio media vuelta para marcharse.
-¡Espera! -lo llamó entonces Victoria-. Lo haré. Brajdu se volvió de nuevo hacia ella, aún sonriente. -Buena chica.
A un gesto suyo, Feinar la ayudó a incorporarse. El contacto con el mago la hizo sentirse un poco mejor. Como todos los hechiceros, el cuerpo de Feinar emitía un suave halo de energía mágica, limpia, vibrante, que no podía verse con los ojos, pero que Victoria podía percibir con claridad... una magia que le había sido entregada por un unicornio, muchos años atrás. Victoria dejó que parte de la energía del mago la recorriese por dentro, renovándola.
Pero no era suficiente. Y mucho menos si tenía la intención de convertir a Brajdu en un hechicero.
-Aquí no puedo hacerlo -dijo-. Necesito que me llevéis un lugar con vida, un oasis tal ver...
Pero Brajdu negó con la cabeza.
-No, preciosa. No vas a salir de aquí hasta que me conviertas en un verdadero mago... y en uno poderoso.
Victoria se volvió hacia Feinar, desesperada.
-¡Aquí no puedo hacer nada! ¡Díselo!
-Lo sabemos -dijo el mago-, pero está todo previsto.
Extrajo algo brillante de uno de los bolsillos de su túnica. Victoria lo miró con cautela. Era una gema parecida a un huevo de estrías rojizas, que, según pudo percibir, emanaba una gran cantidad de energía.
-Un canalizador artificial -explico Feinar-. Actúa de modo similar a como lo hacen los unicornios, aunque no es capaz de convertir en mago a nadie, lástima. Cada una de estas maravillas tiene una piedra gemela fabricada con el mismo material. Si dejas una de ellas en un lugar con mucha energía, esa energía se transmitirá a su piedra gemela, no importa lo lejos que ésta esté. ¿Lo entiendes?-
Victoria rozó el huevo con la punta del dedo y percibió la gran cantidad de magia que atesoraba.
-Su piedra gemela está en pleno corazón del oasis más grande de Kash-Tar -prosiguió el hechicero-. Recogerá la energía de allí y la transmitirá a esta gema que tengo en las manos... de manera que, si la coges, será como si estuvieras allí.
»Los magos emplean estos canalizadores como reserva de magia, por si tienen que realizar muchos hechizos en poco tiempo. Pero claro... los magos pueden emplear la magia para hacer hechizos. Tú no, ¿me equivoco? Para eso necesitas ese báculo que llevabas prendido a la espalda cuando te recogimos. Así que lo único que podrías hacer con este canalizador es recoger la energía que transmite y transferirla a otra persona, ya sea para curarla o... para convertirla en un mago.
Victoria se estremeció.
-Cada segundo que pierdes -intervino Brajdu-Jack está un poco más cerca de la muerte.
Victoria tragó saliva. Podía conceder la magia a aquel hombre, pero nada le impedía entregarla después a los sheks e incluso esperar a que regresara Jack con el caparazón de swanit.. si es que regresaba. En cualquier caso, Brajdu siempre saldría ganando.
Pero cabía la posibilidad, por mínima que fuera... de que él cumpliera su parte del trato.
Alzó la cabeza.
-De acuerdo -dijo.
Feinar le pasó el canalizador. Victoria lo sostuvo entre sus manos y cerró los ojos, sintiendo que la energía la recorría por dentro, llenándola, renovándola. De verdad era como si se encontrara en un lugar repleto de vida.
Permaneció así unos minutos más. Habría necesitado horas para recobrarse por completo, pero no disponía de tanto tiempo. Debía acudir al encuentro de Jack y evitar que cometiese una locura.
Abrió los ojos, todavía sosteniendo la gema entre sus manos.
-Estoy lista -dijo; miró al mago-. Déjanos solos.
Debía transformarse en unicornio para entregar la magia, y se sentía incómoda si había más gente mirando. Ya era bastante horrible que tuviera que hacerlo para Brajdu.
Feinar miró a Brajdu, indeciso. Este asintió, llevándose una mano significativamente a la empuñadura del sable que pendía de su cinto. El hechicero se levantó y abandonó la cámara, cerrando la puerta tras de sí.
Victoria respiró hondo varias veces. La energía seguía recorriéndola por dentro, y por un momento tuvo la sensación de hallarse en medio de un bosque. Añoraba los bosques.
Se esforzó por centrarse. Buscó a Lunnaris en su interior y dejó que la esencia del unicornio fluyera hacia fuera para transformarla.
Sin embargo, y ante el desconcierto de Victoria, Lunnaris se negó a salir a la luz y se quedó agazapada en un rincón de su alma, temblando. Victoria, desesperada, llamó con más insistencia a su parte unicornio, lloró interiormente, suplicó, la amenazó... pero la transformación no tuvo lugar.
Victoria abrió los ojos. Brajdu la observaba con expectación.
-¿Y bien?
-Lo estoy intentando -murmuró la joven-. Por lo general no tengo problemas para transformarme, pero hoy...
Se interrumpió porque Brajdu la había cogido por el cuello y la miraba fijamente, con un brillo amenazador en los ojos.
-Pues más vale que lo hagas, preciosa, porque de lo contrario tú y tu amigo moriréis muy pronto, ¿me he explicado bien-,
Victoria asintió. Brajdu la soltó, y ella respiró hondo y lo intentó de nuevo. Tengo que hacerlo, se dijo. No es tan difícil entregar la magia por la fuerza. Ya lo hice una vez.
Se le revolvieron las tripas al evocar cómo la había utilizado el Nigromante en la Torre de Drackwen. Se sintió enferma sólo de recordarlo, pero apretó los dientes y se dijo a sí misma que por Jack estaba dispuesta a volver a pasar por eso... y por mucho más.
Entonces comprendió que no podría hacerlo por voluntad propia, de la misma manera que no podía detener los latidos de su corazón solo con desearlo. Por más que habría sido capaz de hundir una daga en él si con ello pudiera salvar la vida de Jack. Pero, por muy intensamente que lo deseara, era necesario que arrebataran la magia por la fuerza si no sentía aquella llamada, aquella extraña empatía que había sentido hacia Kimara y que la había llevado a entregarle su don. Echó de menos aquel horrible artefacto que Ashran había empleado tiempo atrás para robarle su poder. Lo echó de menos porque entendió que sin él no podría hacer lo que Brajdu le había pedido. Porque, a pesar de lo muchísimo que la había hecho sufrir aquella cosa, con él habría tenido alguna oportunidad de salvar a Jack.
Tenía un nudo en la garganta cuando confesó en voz baja:
-Es inútil. No siento ninguna clase de empatía hacia ti. El unicornio jamás se manifestará para ti, Brajdu.
El hombre no dijo nada. Le arrebató el canalizador, y Victoria notó cómo se quedaba sin energía de nuevo. Brajdu se levantó y la miró desde arriba, serio.
-Acabas de firmar tu sentencia de muerte -dijo-. Si no puedes darme la magia a mí, no se la darás a nadie.
Cuando cerró la puerta con estrépito, Victoria supo que acababa de enterrarla en vida y que no sobreviviría a aquella noche.
Pero sólo podía pensar en Jack, en el peligro que corría, en que no podía llegar hasta él. Se acordó también de Christian. Había pensado mucho en él, al igual que en Jack, durante sus días de encierro. Sentía su presencia a través del anillo, sabía que él seguía allí, al otro lado, en alguna parte... demasiado lejos como para salvar a Jack...
Jack vio la nube rojiza que se acercaba por el horizonte. La última vez que había visto algo semejante, Kimara le había instado a ocultarse entre las dunas para no ser descubierto, y Jack había obedecido sin cuestionarla. Pero en esta ocasión se situó bien a la vista, en lo alto de un montículo de arena, y esperó.
El enjambre de insectos, que Kimara había llamado «kayasin», espías, no tardó en llegar hasta él. Jack dejó que lo rodearan, no demostró ninguna inquietud ante sus furiosos zumbidos ni se movió cuando algunos de ellos se posaron sobre su piel y lo palparon con sus largas antenas vibrantes.
Cuando la nube de insectos se alejó, Jack se sentó tranquilamente en la duna y siguió esperando.
Sabía que los kayasin no tardarían en informar a alguien mucho más grande y peligroso de su presencia en aquel lugar.
Tuvo que aguardar hasta la caída de la noche. Entonces divisó por fin al swanit acercándose por el horizonte, bajo la luz de las lunas, y le pareció muy grande.
Cuando la criatura llegó hasta él, se dio cuenta de que era gigantesco.
Se trataba de un enorme insecto fusiforme que se arrastraba por las dunas sobre tina docena de patas, tanteando el suelo y el aire ante él con un par de largas antenas que no parecían, sin embargo, tan aterradoras como los múltiples apéndices bucales que buscaban alimento. Su cuerpo estaba cubierto por placas córneas que lo protegían como si de una armadura se tratase. Jack trató de olvidarse del estremecedor aspecto del swanit y de mantener la cabeza fría. Aquellas placas, que formaban el caparazón del insecto, eran su objetivo, las necesitaba para salvar a Victoria. Se esforzó por recordarlo en todo momento.
Tuvo tiempo de observar al swanit mientras éste se acercaba. Se preguntó si podría ensartar su espada en alguna de las líneas de unión existentes entre las placas del escudo, pero desechó la idea. Aquel ser era demasiado grande. Incluso la herida de una espada legendaria como Domivat no sería para él más peligrosa que la picadura de un mosquito para mi ser humano.
Jack comprendió que no tenía ninguna posibilidad de vencerlo de aquella manera. De forma que clavó la vaina de Domivat en la arena y se transformó en dragón.
Con un rugido, alzó el vuelo, y la cabeza ciega del swanit se alzó también; sus apéndices se agitaron en el aire, buscándolo. Jack estaba ahora lo bastante cerca como para apreciar cómo se movían sus cuatro pinzas bucales, capaces de triturarlo al instante. Voló un poco más alto, para ponerse lejos de su alcance. Pareció que el swanit lo buscaba incluso con ¡irás entusiasmo que antes, y Jack creyó comprender por qué: aquellas criaturas vivían en un desierto y eran demasiado grandes para el resto de seres que habitaban en él. Por más animales, humanos o yan que lograran cazar, para ellos no eran más que un pobre aperitivo. Por eso los swanit siempre estaban hambrientos.
Pero un dragón era otra cosa.
Jack batió las alas con energía y exhaló tina bocanada de fuego. Quedó decepcionado al ver que el caparazón del swanit lo había protegido de sus llamas. No le quedaba más remedio que luchar cuerpo a cuerpo.
Se lanzó sobre él, con las garras por delante. Intentó clavarlas en el cuerpo del insecto, pero sus uñas resbalaron sobre el caparazón sin lograr hacerle un solo rasguño. Jack remontó el vuelo antes de que los apéndices bucales del swanit se cerraran sobre él.
Dio un par de vueltas en el aire, pensando. Empezaba a Comprender por qué Brajdu tenía tanto interés en aquel caparazón. El fuego no lo afectaba, y era tan duro como el diamante, o tal vez más. No tenía sentido tratar de morderlo. Se le estaban acabando las opciones.
Pero tenía que matar a aquella criatura. Por Victoria.
El swanit se alzó sobre sus patas traseras y trató de alcanzarlo en el aire, pero no lo consiguió. Jack lo esquivó, mientras seguía trazando su plan.
Al descender sobre la criatura había visto más de cerca las placas del caparazón. Tal vez podría hundir sus garras en el espacio que había entre las placas. Con eso no lo heriría, pero quizá podría engancharlo y tirar de él hasta volcarlo patas arriba. Si aquel insecto era lo que parecía ser, una especie de cochinilla gigante, tal vez por debajo estuviera desprotegido. Era bastante probable, de hecho. El swanit se arrastraba prácticamente sobre la arena, sus patas apenas lo elevaban por encima el suelo. Era lógico que hubiera desarrollado el caparazón solo por la parte que quedaba al descubierto.
Descendió en picado sobre el insecto e hincó las garras sobre su espalda. No consiguió enganchar la .juntura, pero el swanit se movió con rapidez y alzó varias de sus patas hacia él.
Jack comprobó, con horror, que eran pegajosas. Los extremos de dos de las patas se adhirieron a su flanco, arrastrándolo hacia el suelo... y hacia la boca del swanit.. mientras él batía las alas con desesperación, tratando de elevarse de nuevo.
Se volvió y escupió una llamarada a la boca del swanit. Esto pareció sorprenderlo, porque lo soltó. Pero acto seguido se lanzó otra vez sobre el dragón y cerró sus apéndices bucales en torno a su cola.
Jack rugió de dolor. Se debatió furiosamente y consiguió liberarse, pero las mandíbulas del swanit desgarraron su piel escamosa. Jadeando, Jack se elevó un poco más para ponerse lejos de su alcance.
Y volvió a descender, esta vez desde detrás, para tratar de enganchar sus garras al caparazón del swanit. Tampoco lo consiguió en esta ocasión, pero el insecto no logró atraparlo.
A la tercera vez sintió que sus uñas rozaban la juntura. Pero no fue capaz de clavarlas en la carne de la criatura. No tuvo tiempo de alegrarse por sus progresos, porque el swanit se retorció sobre sí mismo y se lanzó sobre él. Jack retrocedió en el aire... y las patas traseras del swanit lo atraparon y lo volcaron sobre el suelo.
Jack se revolvió, furioso y desesperado, batiendo la cola contra las dunas y luchando con garras, dientes, cuernos y fuego. Pero nada de aquello parecía hacer mella a la inmensa criatura. Además descubrió que la cara interna de las patas del swanit estaba aserrada, y sus puntas se clavaban en su cuerpo, desgarrando dolorosamente su piel dorada. Volvió a vomitar fuego en la cara de la criatura, pero ésta no lo soltó. Cuando vio las mandíbulas del swanit cerniéndose sobre él, Jack supo que no sobreviviría a aquella batalla.
Victoria sentía una horrible angustia en su interior, y no se trataba sólo del hecho de que ella estuviera muriendo. Tenía la espantosa sensación de que Jack estaba en grave peligro. Se levantó y, tambaleándose, llego hasta la puerta. Arremetió contra ella, tratando de derribarla, con sus últimas fuerzas. Golpeó y golpeó, una y otra vez, aunque sabía que era inútil. Pero se negaba a quedarse allí encerrada mientras Jack estaba muriendo. Y seguiría golpeándose contra la puerta, sin parar, hasta que la venciera el agotamiento o hasta que lograra echarla abajo. Cuando ya no pudo más, cayó desvanecida junto a la puerta, con los ojos llenos de lágrimas.
Y allí la encontró la persona que entró, un rato después para rescatarla.
Por Victoria.
Jack se retorció por última vez entre las patas pegajosas del swanit; sus puntas se hundieron profundamente en su piel, pero no le importó. Dio un furioso coletazo y echó fuego de nuevo a la cara de la criatura. No le hizo daño, pero confundió sus sentidos un momento, permitiéndole escapar.
Jack se elevó en el aire todo lo que pudo, pero su vuelo era inestable: tenía un ala desgarrada. Respiró hondo un par de veces y trató de ver al swanit en medio de la polvareda que había alzado al despegar. Lo vio, apenas una sombra difusa entre la arena.
Y volvió a bajar. Sabía que aquel intento bien podía ser el último, pero evocó la mirada de Victoria, se recordó a sí mismo que ella estaba presa de aquel miserable de Brajdu, y ya no le pareció un sacrificio tan grande arriesgar su vida si con ello lograba salvarla.
De alguna manera, sus garras se hundieron, esta vez sí, en la fina línea de separación entre dos placas del caparazón. Se enganchó en él y batió las alas con fuerza. Tiró, y tiró. Tuvo que parar un momento para esquivar una nueva arremetida; pero el swanit se había alzado sobre sus patas traseras para alcanzarlo, y Jack dio un brusco tirón. Logró desequilibrarlo. Tiró de nuevo, con todas sus fuerzas.
Y el swanit volcó sobre la arena rosácea, agitando sus patas en el aire. Jack, agotado, sintió que lo inundaba un acceso de alegría y lanzó un rugido de triunfo: como había sospechado, la parte inferior del swanit no estaba protegida por el caparazón. Se arrojó sobre él y sintió un profundo alivio cuando sus garras hundieron en la carne de la criatura.
Momentos después, el swanit yacía sobre la arena, muerto, y el dragón se había dejado caer a su lado, gravemente herido y sin fuerzas para moverse.
Victoria abrió los ojos cuando sintió que la llevaban a rastras.
Luz... alguien la estaba sacando de su encierro, comprendió enseguida. El corazón le dio un vuelco. ¿Jack? No, no era Jack. Tampoco era Christian.
Lanzó una pequeña exclamación de angustia cuando lo reconoció.
Era Feinar, el mago que trabajaba para Brajdu.
-Silencio -dijo él en voz baja-. Los centinelas duermen bajo un hechizo de sueño, pero no queremos que se despierten, ¿verdad?
Victoria, aturdida, no dijo nada. No entendía qué estaba pasando, pero Feinar la había sacado de su prisión, y ella no pensaba discutir ninguna acción que la acercara más a Jack. De modo que se dejó llevar por los pasillos de aquella fortaleza subterránea, hasta que ambos salieron al aire libre. Feinar la soltó entonces, y Victoria, aún muy débil, cayó sobre la arena bañada por la luz de las tres lunas. Le tendió el báculo de Ayshel, que aún seguía en su funda, y Victoria lo recogió, confusa.
-Vete -dijo el mago solamente.
-¿Por qué...? -pudo preguntar Victoria.
Feinar tardó un poco en contestar, pero no la miró a la cara cuando lo hizo:
-Porque yo vi un unicornio hace muchos años, cuando era joven. Y aún no he podido olvidar sus ojos, esos ojos que me visitan en mis sueños más hermosos.
Victoria lo miró, sorprendida, pero el mago le dio la espalda con brusquedad y volvió a entrar por la puerta. Ella no se detuvo a analizar su comportamiento. Se levantó, a duras penas, ti, con ciega obstinación, se arrastró hacia el corazón del desierto, apoyándose en el báculo, en busca de Jack.
La mañana sorprendió a Jack todavía junto al cadáver del swanit. Debía de haber perdido el conocimiento, comprendió. Se maldijo a sí mismo por haberlo hecho. Tal vez a Victoria ya no le quedaba mucho tiempo, y por otro lado, ahora tendría que arrastrar el cuerpo de la criatura bajo la luz abrasadora de los tres soles.
No había tiempo que perder. Recogió su espada con una de sus garras delanteras y su zurrón con la otra, y enrolló la cola en una de las patas del swanit. Y tiró.
A1 principio no consiguió nada, no logró moverlo. Pero insistió y, lentamente, fue arrastrando sobre la arena el cuerpo de la enorme criatura. No se planteó ni por un momento que le sería imposible regresar a Kosh con semejante carga; tenía que hacerlo, y punto.
Arrastró al swanit durante varias horas a través del desierto. No logró avanzar mucho, pero era mejor que nada, y, además. sabía que cada paso que daba lo acercaba más a Victoria.
A mediodía, cuando el más grande de los soles estaba en su cenit, Jack distinguió a lo lejos una solitaria figura que se acercaba a él por entre las dunas. Se detuvo un momento, parpadeando, preguntándose si sería un espejismo. Debía de serlo, pensó; porque se trataba de una muchacha que avanzaba a duras penas, apoyándose en un bastón.
O en un báculo.
«Es un espejismo», se dijo Jack.
Pero caminó hacia ella, olvidando el cadáver del swanit tras él, y mientras caminaba volvió a transformarse en un muchacho humano. Y cuando ella, acalorada, sucia y exhausta, se dejó caer en sus brazos, Jack la abrazó, pensando por un momento que habían muerto los dos y estaban en el cielo. Y tenerla entre sus brazos le sentó tan bien como si le hubieran echado un cubo de agua fresca por la cabeza. Cerró los ojos, bendiciendo aquel momento, sin poder creer que estuvieran juntos de nuevo. Pero la sed y el calor le habían secado la garganta, y ni siquiera fue capaz de pronunciar su nombre, ni de decirle lo muchísimo que la había echado de menos.
Ella se apoyó en él, jadeando, pero con una sonrisa en los labios, resecos y agrietados. Jack se dio cuenta de que no tenía fuerzas para seguir caminando, de modo que la llevó junto al cadáver del swanit y la depositó allí, sobre la arena. Victoria sonrió de nuevo, agradeciendo la sombra que daba el enorme cuerpo de la criatura, Jack la estrechó entre sus brazos, tratando de transmitirle parte de su energía.
Sin embargo, pese a que el fuego interior de los dragones era inagotable, en aquel momento sus reservas estaban muy bajas, y aún necesitaría descansar durante mucho tiempo para recuperarse. Pero él, a diferencia de Victoria, sí podía descansar en un desierto.
«Tengo que sacarla de aquí», pensó. Se dio cuenta, no obstante, de que estaba exhausto. Ahora que la tenía junto a él, gran parte de la tensión que lo había mantenido en pie había desaparecido. «Más tarde -se dijo-. Ahora debemos descansar.» Y casi sin darse cuenta, se sumió en un profundo sueño, junto a Victoria, tendidos los dos sobre la arena, a la sombra del cuerpo del swanit.
Cuando las tres barcazas alcanzaron Nurgon, días después del ataque a Namre, Alexander dio gracias a los dioses de todo corazón.
No había sido un viaje sencillo. Tras lo sucedido en Namre, Ziessel, la shek que gobernaba Dingra, estaba ya al tanto de sus movimientos. Camuflada entre las demás barcazas que se dirigían a Puerto Esmeralda, la de los Nuevos Dragones resultaba difícil de detectar... para todos excepto para los sheks.
La cobertura especial de Fagnor, que lo hacía parecer un dragón de verdad ante los sentidos de los sheks, era en este caso una desventaja. Porque cualquier shek que sobrevolara el río reconocería la embarcación que contenía al dragón de madera entre todos los otros barcos. Y la atacaría, impulsado por el ciego odio instintivo que enfrentaba a dragones y serpientes aladas.
Desde el ataque al puente de Namre, eran varios los shek., que sobrevolaban el río en busca de la barcaza de los rebeldes. Allegra la había cubierto con un poderoso hechizo de banalidad permanente, y en principio había funcionado bien; pero las hadas eran especialmente sensibles a la banalidad y, oculta bajo el mismo hechizo que camuflaba a la embarcación, Allegra comenzó a languidecer.
Tampoco a Alexander le sentaba demasiado bien.
El trayecto hasta Even fue un auténtico infierno para ambos. No obstante, ninguno de los dos insinuó siquiera la posibilidad de retirar el hechizo.
Sabían que los sheks tratarían de interceptarlos en Even. Por suerte, el río Iveron, que debían remontar para llegar hasta Nurgon, desembocaba en el Adir poco antes de llegar a la ciudad.
-Estad atentos -dijo Denval, mientras observaba cómo la barcaza desplegaba seis imponentes pares de reinos para navegar contra corriente-. Hay muchas barcazas que remontan el río hasta la capital, pero no se trata de un río muy transitado en comparación con el Adir. Si nos encontramos con un control, será fácil que nos detecten.
Con todo, el viaje transcurrió sin incidentes. Y así, por fin, una tarde, cuando se ponía el primero de los soles, los rebeldes divisaron a lo lejos la silueta de la Fortaleza de Nurgon.
Alexander sintió que lo invadía un mar de emociones contradictorias.
Si Vanissar lo había visto nacer y crecer, los altos muros de la Fortaleza habían contemplado su transformación en guerrero y en hombre. Hasta aquel momento no se había percatado de lo mucho que había añorado Nurgon. Y, sin embargo, habría preferido no volver a verlo a tener que contemplarlo en aquel estado.
La imponente Fortaleza, el orgullo de todo Nandelt, había sido reducida a un montón de ruinas y escombros. Los muros seguían allí, en parte; pero el techo se había derrumbado tiempo atrás, las torres habían sido derribadas y en las almenas ya no ondeaba la bandera de Nurgon: un dragón blanco coronado que se alzaba bajo dos espadas cruzadas sobre fondo rojo. Aquél no era el emblema de ninguna de las casas nobles de Nandelt. Era, simplemente, el símbolo de Nurgon. Y en Nurgon se daban cita jóvenes de todos los reinos, de todas las casas reales, de todas las familias nobles; la Academia incluso aceptaba a plebeyos si éstos conseguían superar las difíciles pruebas de acceso. Tampoco hacía distinciones entre chicos y chicas. Sí, había mujeres entre los caballeros de Nurgon, y algunas de ellas ocupaban puestos importantes en la jerarquía de la Orden.
Alexander reprimió un suspiro. Entre aquellos muros no sólo había aprendido a luchar. La educación que la Academia proporcionaba a sus pupilos era muy amplia, como correspondía a jóvenes que estaban destinados a ocupar puestos de importancia en sus respectivos reinos. Antaño, la Fortaleza bullía de actividad. Siempre dentro de la más estricta disciplina, los estudiantes de la Academia trabajaban de sol a sol; y, en torno a los muros del castillo, el pueblo de Nurgon había crecido y prosperado, atendiendo a las necesidades de aquellos aspirantes a guerreros y sus nobles maestros.
Ahora, nada quedaba ya del pueblo; y los silenciosos restos de la Fortaleza apenas evocaban ecos de días pasados, días de gloria y grandeza.
Alexander desvió la mirada, mientras la barcaza seguía deslizándose lentamente río arriba.
-¿Qué pasó con los caballeros? -pregunto con voz ronca.
Denyal se encogió de hombros.
-Al principio, lucharon todos juntos contra la invasión de los sheks -dijo-. Pero perdieron las primeras batallas, y fueron dispersándose para defender sus respectivos reinos. Los sheks no tuvieron piedad con ellos. Incluso en reinos que se les rindieron sin condiciones, como Dingra y Nanetten, los caballeros fueron perseguidos y exterminados, uno a uno. Algunos reyes, aquellos que renegaron de la Orden de Nurgon, fueron perdonados. En especial Kevanion, el rey de Dingra -pronunció su nombre como si escupiera-. Se dice que los últimos caballeros se reagruparon para lanzar una última ofensiva desesperada. Se dice que Kevanion los traicionó entregándolos a Ziessel.
-He oído los rumores -gruñó Alexander-. Me niego a creer que un caballero de Nurgon traicionase a sus hermanos de la Orden.
-Los caballeros fueron exterminados -replicó Denyal con aspereza-. A mí me parece más que un simple rumor.
Alexander no respondió. Se había quedado mirando la Fortaleza, alerta de pronto y con el ceño fruncido.
-Kevanion no sólo era un caballero de la Orden -prosiguió el líder de los rebeldes-. También era, y sigue siendo, el soberano de Dingra. Y, por lo que se cuenta, nunca le sentó bien que Nurgon tuviera más prestigio e importancia que la capital del reino. Ni que, en la práctica, el Gran Maestre de la Fortaleza superara en autoridad a su propio rey. Por otra parte...
-Silencio -cortó Alexander con voz ronca-. ¿No notas eso?,
-¿El qué?
-El frío.
-Es una trampa -susurró de pronto Allegra, apareciendo tras ellos en la cubierta-. Los sheks nos han tendido una emboscada en la Fortaleza.
-No es posible -murmuró Denyal, pálido-. No podían saber...
-No les hace falta saber -replicó ella-. Les basta con pensar... deducir... y sacar conclusiones.
-A las armas -ordenó Alexander-. Preparaos para luchar.
El movimiento de la cubierta no pasó desapercibido a la criatura que se ocultaba en las ruinas de la Fortaleza. Antes de que los rebeldes pudieran reorganizarse, Zíessel se elevó sobre lo que quedaba del castillo, cubriendo el río y la barcaza con la inmensa sombra de sus alas, y lanzando un chillido que les heló la sangre en las venas.
Se decía de Ziessel que era la más bella y letal de las hembras shek. Extraordinariamente inteligente, incluso entre los de su raza, Ziessel se había ganado por derecho propio un puesto entre las jerarquías más altas de las serpientes aladas, a pesar de su juventud. Aunque nadie hablaba de ello, tampoco era un secreto entre los sheks que había sido cortejada nada menos que por Zeshak, el señor de las serpientes aladas; pero ella se había permitido el lujo de rechazarlo, y por el momento no parecía que necesitase un compañero. El propio Zeshak le había encomendado la tarea de acabar con la amenaza de los caballeros de Nurgon, y ella la había cumplido con creces. Era lo bastante hábil, además, para gobernar Dingra sin necesidad de someter al legítimo rey bajo amenazas o incómodas cadenas mentales. Pocos sabían, de hecho, que ella era la causa de la traición del rey Kevanion. Sí, ciertamente el monarca estaba resentido con la orden de Nurgon; pero había sido Ziessel quien, a través de promesas de eterna gloria, lo había llevado a dar el paso de vender a los caballeros y rendir pleitesía a Ashran. Había sido tan sencillo engañar a Kevanion que Ziessel hasta se había sentido decepcionada. Ahora, el rey vivía confiado en su triunfo, creyendo ser una figura imprescindible del imperio del Nigromante, sin saber que, cuando dejara de ser útil a Ziessel, ella se libraría de él sin ningún remordimiento. Por el momento lo mantenía con vida porque para gobernar un país de humanos resultaba muy práctico que hubiese un rey humano, aunque fuera sólo de nombre. Pero todos en Nandelt sabían que era 7iessel, la hermosa y mortífera Ziessel, quien regía los destinos de Dingra.
Todos lo sabían... salvo el propio rey Kevanion.
Ziessel estaba al tanto del regreso a Idhún de la Resistencia. Sabía que en el grupo estaba Alexander, antes Alsan, príncipe heredero de Vanissar, un caballero de Nurgon que no se doblegaría ante la voluntad de los sheks. Un caballero que acudía a presentar batalla.
Tuvo noticias de la llegada de Alexander al reino de su hermano. Pero Vanissar dependía de Eissesh, y Ziessel sabía que no debía inmiscuirse en el territorio de otro shek. No obstante, tras la batalla del puente de Narnre y la muerte de Kessh, el shek que lo guardaba, Ziessel supo que había llegado su momento.
Alexander, el renegado, uno de los últimos caballeros de Nurgon, había entrado en sus dominios.
Algunos sheks habían creído que se dirigía al bosque de Awa. No en vano aquél había sido uno de los primeros destinos de la Resistencia, por no mencionar el hecho de que la maga Aile, la feérica, todavía los acompañaba. Pero Ziessel llevaba demasiado tiempo luchando contra caballeros de Nurgon como para no saber que cualquiera de ellos sentiría el impulso de regresar a la Fortaleza donde habían aprendido a ser lo que eran.
Aunque la Fortaleza ya no existiera.
De modo que, mientras otros sheks vigilaban Even, Ziessel aguardaba pacientemente en Nurgon. Y por fui su paciencia había sido recompensada.
Otras barcazas habían remontado el río rumbo a Aren, la capital del reino. Pero sólo aquélla había demostrado un especial interés en las ruinas de la Fortaleza. La mayoría de los barcos se alejaban de la orilla donde se había alzado el imponente castillo, como si sus tripulantes creyeran que su sola proximidad podía acarrearles el mismo destino que habían corrido los caballeros de la Orden. Pero aquella embarcación se había aproximado a la orilla, para divisar mejor las ruinas parcialmente ocultas por los árboles. Y Ziessel sospechaba que tenían intención de desembarcar.
El movimiento sobre la cubierta le indicó que los rebeldes, habían detectado su presencia, y eso confirmó sus sospechas. No, aquéllos no eran marineros corrientes.
Su aguda vista descubrió enseguida a Alexander sobre la cubierta del barco. Lo reconoció de inmediato. Se erguía con el porte y el orgullo de un caballero de Nurgon, pero sus ojos tenían un brillo extraño, un brillo salvaje que delataba en él la presencia del espíritu de la bestia. Veloz como un rayo de luna Ziessel se lanzó sobre él, sin preocuparse por el resto de renegados. Sabía que contaba con la ventaja de la sorpresa, que Alexander era un rival a tener en cuenta y que, si caía él, caerían los demás.
Y por un momento estuvo a punto de alcanzarlo, porque el joven se había quedado paralizado por la súbita aparición de la shek, que se alzaba en toda su grandeza.
Pero en aquel instante se ovó una voz potente y melodiosa gritando las palabras de un hechizo, y Ziessel chocó en el aire contra un escudo invisible. Rizó su largo cuerpo de reptil en un rapidísimo quiebro y buscó los límites del escudo. Aunque sabía que la maga Aile estaba detrás de aquello, y que era una hechicera poderosa, sospechaba que no habría tenido tiempo de cerrar el conjuro en torno a toda la barcaza.
No se equivocó. Allegra apenas había podido proteger con su magia el cuerpo de Alexander, que vio los letales colmillos de Ziessel peligrosamente cerca y sólo fue capaz de reaccionar cuando ella viró con brusquedad y buscó su cuerpo desde otro ángulo. Alzó a Sumlaris justo cuando la shek encontraba de nuevo el camino para llegar hasta él, evitando la protección mágica. La serpiente atacó. Alexander lanzó una estocada, pero Ziessel fue más rápida. Alexander detectó, no obstante, el brillo calculador de la mirada de ella al centrarse en Sumlaris, y adivinó lo que estaba pensando. Aquélla era un arma legendaria, una espada que había matado a un shek no hacía mucho. Ziessel era lo bastante inteligente como para saber que debía tener cuidado con ella.
Aprovechando esa breve vacilación, Alexander atacó de nuevo, con un rugido de rabia. Percibió, tras él, que Denyal y los otros rebeldes acudían en su ayuda. Pero Ziessel los ignoró. Para ella, sólo Alexander, y tal vez Allegra, eran rivales a tener en cuenta. Sin perder de vista al joven, y mientras esquivaba su estocada con un ágil sesgo, se deshizo del primer atacante de un contundente coletazo, lanzándolo por encima de la borda.
Alexander sopesó sus posibilidades. Había cogido al shek del puente por sorpresa, pero aquella hembra estaba alerta, demasiado alerta. Mientras sostenía a Sumlaris con firmeza, se preguntó cómo iba a salir vivo de aquel enfrentamiento.
Súbitamente una brusca sacudida le hizo perder el equilibrio. Y eso podría haber sido su perdición, de no ser porque también sorprendió a Ziessel, que dejó escapar un agudo siseo y clavó sus ojos irisados en la compuerta que conducía a la bodega de la barcaza.
Allegra entendió enseguida lo que estaba pasando.
-Kestra, no... -murmuró.
Hubo un nuevo golpe, y la compuerta saltó en mil pedazos.
Y un soberbio dragón rojo se alzó hacia el crepúsculo trisolar, con un rugido de libertad. Alexander se quedó sin aliento. Sabía que Fagnor no era de verdad, sabía que no era más que un armatoste de madera de olenko recubierto de magia y un ungüento hecho a base de escamas de dragón, y pilotado por tina muchacha temeraria, pero parecía tan real...
Ziessel también lo sabía. Estrechó los ojos y siseó de nuevo al ver a Fagnor. Alexander detectó, sin embargo, el odio que palpitaba en su mirada, y casi sintió la lucha interior de la shek en su propia piel.
La razón le decía a Ziessel que aquel dragón no era real.
Pero su instinto le empujaba a abalanzarse sobre él para matarlo.
Kestra, en el interior de Fagnor, aprovechó muy bien aquel instante de vacilación. Dirigió su dragón hacia la shek y activó el mecanismo, mezcla de magia e ingeniería, que lo hacía vomitar fuego por la boca. Con un chillido de terror, Ziessel se apartó con brusquedad de la trayectoria de la llama. Y el instinto ganó la batalla: la shek se precipitó sobre el dragón, loca de odio, con sus mortíferas fauces abiertas de par en par.
Kestra hizo virar a Fagnor para esquivar la embestida de Ziessel. El dragón rugió de nuevo y lanzó otra bocanada. Con un elegante movimiento, Ziessel evitó el fuego y rodeó a su rival con su largo cuerpo ondulante, esperando un descuido para cerrar sus anillos en torno a él.
Desde el interior de Fagnor, Kestra vio el movimiento de la shek y adivinó sus intenciones. Movió las palancas adecuadas e hizo que el dragón batiera las alas con más fuerza para elevarse aún más alto, mientras lanzaba una feroz dentellada hacia Ziessel.
Los rebeldes contemplaban la pelea desde la cubierta de la barcaza, sobrecogidos. Fue Denyal el primero en reaccionar.
-¡Rápido, arpones, arcos y ballestas! -ordenó.
En apenas unos minutos, un nutrido grupo de personas se había reunido en la cubierta. Cada uno de ellos portaba un arma de proyectiles, y fue el propio Denyal el encargado de ir prendiendo las puntas con una antorcha encendida.
-¡Tensad cuerdas! -gritó, y los arqueros, ballesteros y arponeros obedecieron todos a una, formando una temible hilera de llamas a lo largo de la cubierta del barco-. ¡Disparad!
Una lluvia de proyectiles ígneos surco el cielo buscando los dos enormes cuerpos que luchaban sobre ellos, enzarzados en una pelea encarnizada. La propia Allegra colaboró lanzando un hechizo de fuego, que se elevó con los demás como una bola envuelta en llamas. Alexander temió por un momento por Kestra, encerrada en la panza de Fagnor, pero luego recordó que aquel dragón era un Escupefuego, fabricado con madera de olenko, que era inmune al fuego.
El joven se sintió de pronto fuera de lugar. Los Nuevos Dragones llevaban años luchando contra los sheks, habían desarrollado estrategias para pelear contra ellos. Sin embargo, él mismo no se sentía preparado para enfrentarse a aquellas criaturas. La lucha cuerpo a cuerpo que le habían enseñado en la Academia no servía en el caso de los sheks. Ni siquiera armado con una espada legendaria tenía posibilidades de derrotar a un shek, a no ser que lo cogiera por sorpresa y a traición.
Un poco aturdido, vio cómo Ziessel trataba de apartarse de la trayectoria del fuego lanzado contra ella... descuidando por un breve instante a Fagnor.
Kestra aprovechó la oportunidad. Hizo exhalar al dragón una última bocanada de fuego, aún más violenta que las anteriores.
Hasta Alexander sabía a aquellas alturas que el fuego de los dragones artificiales no era inagotable. Después de aquella llamarada, Fagnor no podría arrojar ninguna otra, no hasta que los hechiceros rebeldes no hubieran renovado su magia. Kestra se lo estaba jugando todo a una sola carta.
Por un momento, pareció que funcionaba. Con un chillido de pánico, Ziessel dio media vuelta y huyó del fuego que tanto odiaban y temían los sheks. Y la llama la habría alcanzado si no se hubiera detenido en seco para lanzarse en picado sobre el río.
La barcaza se bamboleó peligrosamente cuando el enorme cuerpo de Ziessel rompió las aguas para sumergirse bajo su superficie, a salvo del fuego. Denyal soltó una maldición por lo bajo.
-¡Arpones, arcos y ballestas! -gritó de nuevo.
Los rebeldes se prepararon para disparar. Su líder encendió otra vez las puntas de los proyectiles. Los arqueros tensaron las cuerdas, los arponeros y ballesteros cargaron sus armas. Todos aguardaron, intranquilos, a que el cuerpo plateado de Ziessel emergiera del río. Fagnor seguía suspendido sobre ellos, y Kestra lo hizo lanzar un rugido de ira. «Con un poco de suerte -se dijo Alexander-, el shek no se dará cuenta de que ha perdido su fuego.»
No se hacía muchas ilusiones al respecto, sin embargo.
Ziessel emergió del agua un poco más allá, y por un momento pareció un inmenso surtidor cristalino que se alzara hacia las primeras estrellas. Desplegó las alas y, aún chorreando pero mucho más segura de sí misma, se precipitó de nuevo contra' el dragón artificial, con un siseo que les heló a todos la sangre en las venas.
-¡Disparad! -ordenó Denyal.
Nuevamente la lluvia de proyectiles se abatió sobre Ziessel. En esta ocasión, la shek estaba preparada y los esquivó con cierta facilidad. Después se volvió hacia Fagnor, con las fauces abiertas y la muerte brillando en sus pupilas irisadas.
Kestra no tuvo tiempo de maniobrar. De pronto se encontró con los anillos de Ziessel oprimiendo el cuerpo de Fagnor; movió con desesperación las palancas que manejaban alas, pero éstas estaban firmemente enredadas en el cuerpo de la shek. Y Kestra supo que estalla atrapada, y que sólo las alas de Ziessel los sostenían en el aire, a ella y a su dragón artificial.
Abajo, en la barcaza, los rebeldes lo comprendieron también.
-No puede ser -murmuró Alexander, anonadado.
Si Fagnor caía, ellos caerían también; y si aquella barcaza no llegaba hasta la Fortaleza, ninguna otra lo haría. Su lucha habría terminado en el mismo momento de empezar.
De pronto, un potente grito se elevó sobre los árboles la orilla:
-¡Suml-ar-Nurgon!
Y algo parecido a una enorme lanza brillante hendió el cielo en dirección a Ziessel. La shek se volvió con brusquedad, sus ojos reflejaron la luz de aquella cosa que parecía buscarla a ella. Quiso alejarse de su trayectoria, pero cargaba con Fagnor, que entorpecía sus movimientos. Batió las alas con furia...
El proyectil le atravesó limpiamente un ala. Ziessel chilló, dolorida, y dejó caer a Fagnor.
Kestra logró tomar el control del dragón artificial justo antes de que cayera al agua. Una de sus alas se había quebrado en el asfixiante abrazo de Ziessel, de modo que cuando remontó el vuelo lo hizo de forma torpe e irregular; pero había remontado, y trató de alejarse de Ziessel.., y de la barcaza.
La shek siseó y se dispuso a seguir al dragón, pero de nuevo se oyó aquel grito, que evocaba a Alexander tantas cosas, y desde la maleza alguien disparó media docena de aquellos proyectiles. Uno de ellos perforó el ala izquierda de Ziessel; otro desgarró su piel escamosa.
La shek vaciló un momento. Daba la sensación de que no sabía si investigar de dónde salían aquellas cosas o salir huyendo ahora que podía. Kestra aprovechó La oportunidad; volvió hacia Ziessel las fauces abiertas de Fagnor, lo hizo moverse de manera que pareciera prepararse para lanzar una nueva bocanada de fuego sobre ella. En otras circunstancias, tal vez la shek no se habría dejado engañar, pero estaba herida y confusa, y se sentía acorralada. Con un chillido de ira, batió las alas para elevarse aún más alto, lejos del alcance de las lanzas de luz... y se alejó en la noche, hacia la más grande de las tres lunas, que ya pendía del cielo violáceo.
Hubo un breve momento de tensión.
Y entonces, Fagnor pareció dar un suspiro de alivio, y Kestra lo dirigió hacia la orilla y trató de hacerlo aterrizar en lo que había sido el patio de la Fortaleza. No fue lo que se dice un aterrizaje suave.
Cuando asimilaron que estaban a salvo, por el momento, algunos de los pasajeros de la embarcación lanzaron vítores en honor de Kestra y su Escupefuego. Pero Denyal los hizo callar rápidamente. Ordenó a los tripulantes dirigir la barca a la orilla y se reunió con Allegra y Alexander en la borda. Los dos parecían haber olvidado a Kestra y a la shek que los había atacado; tenían la vista fija en las sombras de los árboles de la otra orilla y conversaban en voz baja. -¿Bien? -preguntó Denyal, inquieto de repente-. ¿Qué hay ahí?
-Aliados, suponemos -respondió Allegra-. Lo que hemos visto eran lanzas de madera de árbol de luz. Sólo los feéricos saben dónde y cómo encontrar estos árboles. Y al otro lado del río se extiende el bosque de Awa.
-No, eso no es correcto -replico Denyal, consultando un plano-. Al otro lado del río, más allá de esos árboles, hay una llanura que tardaríamos tres días en cruzar a caballo. Y después empieza el bosque de Awa.
Allegra rió suavemente.
-Las fronteras feéricas no son como las fronteras humanas. El bosque crece. Se expande hacia donde las hadas desean, y ni siquiera los sheks son capaces de frenar el avance del reino de Wina. Es nuestra manera de conquistar territorio en una guerra. Awa lleva quince anos expandiéndose, y créeme, un bosque como éste puede crecer muy, muy deprisa.
Por alguna razón, Denyal sintió un escalofrío.
-¿El bosque de Awa está llegando hasta el mismo Nurgon?. Los caballeros jamás habrían permitido esto.
-Los caballeros se aprovechan de ello -respondió Alexander, con una feroz sonrisa-. Son miembros de la Orden quien(,,, han disparado esas lanzas. Sólo un caballero de Nurgon iniciaría un ataque con el grito de guerra de la Orden: ¡Suml-ar- Nurgon!
Su sonrisa se hizo aún más amarga al repetir aquellas palabras que, de alguna manera, sentía que no tenía ya derecho a pronunciar.
Suml-ar-Nurgon. Por la gloria de Nurgon. Alexander se volvió un momento para contemplar lo que quedaba de la Fortaleza, y sintió que aquellas ruinas silenciosas lo llamaban con ecos de lejana grandeza. Y decidió que, pasara lo que pasase, lucharía por ellas, por lo que había sido la Orden, aunque aquello fuera todo lo que quedara de ella.
Suml-ar-Nurgon.
Las palabras de Denyal lo hicieron volver a la realidad.
-Fueran quienes fuesen, no parecen dar más señales de vida. Lo importante ahora es instalarnos en el castillo y levantar todas las defensas que sean posibles, físicas y mágicas. Con un poco de suerte, Tanawe y los demás llegarán antes de que regrese el shek con más refuerzos. Pero, por si acaso no fuera así, quiero estar preparado.
No había terminado de hablar cuando la barcaza tocó la orilla con una breve sacudida. Allegra y Alexander dirigieron una última mirada a la otra ribera del río, pero la espesura seguía en silencio. Sus misteriosos aliados no querían dejarse ver, por el momento.
Jack se despertó cuando las tres lunas ya iluminaban el firmamento, porque su instinto le dijo que estaban en peligro. Abrió los ojos, a duras penas, y miró a su alrededor.
Reconoció el desierto, el cadáver del insecto, a Victoria, que yacía aún sobre la arena, junto a él.
Y vio a las serpientes.
Una patrulla de szish. Unos veinte. Los tenían rodeados, y Jack sabía que, si ellos los habían encontrado, los sheks no tardarían en aparecer. Con un soberano esfuerzo, se levantó y echó mano a su espada para enfrentarse a ellos.
Se dio cuenta enseguida de que ni siquiera tenía fuerzas para transformarse en dragón, de que su fuego no se había restaurado por completo, de que apenas podía tenerse en pie. Se tambaleó y cayó al suelo, y eso le salvó la vida, porque una flecha que iba directa a su corazón se clavó en su hombro, un poco más arriba de su objetivo. Jack sintió el veneno szish penetrando en su sangre. Vio la sinuosa sombra de un shek aproximándose desde el cielo. Y supo que estaban perdidos. Se dejó caer ,junto a Victoria y lo último que pudo hacer, antes de perder el sentido, fue pasar un brazo en torno a su cintura, en un inútil esfuerzo por protegerla.
Victoria oyó un tumulto lejano, pero aquello no consiguió sacarla de su estado de inconsciencia. Percibió una fresca presencia junto a ella, y la recibió con alivio, porque calmaba el ardor que todavía sentía en la piel, abrasada por los tres soles y el calor del desierto. Era tan agradable que Victoria suspiró en sueños. Notó entonces que algo la levantaba, separándola de Jack; eso ya no era tan agradable. Gimió y trató de debatirse débilmente; pero la alejaban de Jack, y eso era tan doloroso que se despejó del todo.
Se encontró con la mirada de unos ojos azules que conocía muy bien.
-¿Chris... tian? -murmuró.
Lo miró, inquieta. Los ojos de él volvían a ser tan fríos como la escarcha.
-Me alegro de volver a verte, Victoria -dijo él, y la chica suspiró al descubrir un destello cálido detrás de aquella pared de hielo.
-Yo también -susurró ella, parpadeando para contener las lágrimas de alegría que acudían a sus ojos, se dejó caer en sus brazos, feliz, dejó que él la alzara y se la llevara consigo; pero mientras Christian caminaba, cargando con ella, Victoria vio, por encima de su hombro, el cadáver del swanit, y el cuerpo que yacía junto a él, y que estaban dejando atrás.
-¡Espera! -le dijo a Christian-. ¡No podemos dejar a Jack!
El shek no dijo nada; solo siguió andando, con ella en brazos. Victoria comprendió al punto sus intenciones y, con sus últimas fuerzas, se revolvió hasta conseguir que la soltara.
-Yo no me voy sin Jack -dijo.
-Si te quedas aquí, morirás -replicó Christian con calma- Así que voy a llevarte a un lugar seguro, te guste o no.
-No me iré sin Jack -insistió ella.
Christian la miró con una expresión indescifrable.
-No pienso salvarle la vida a un dragón.
Victoria respiró hondo. La simple idea de separarse de Christian ahora que se habían reencontrado le resultaba insoportable, pero no tenía alternativa.
-Entonces no me salves a mí tampoco.
Christian avanzó hacia ella. Victoria retrocedió.
-No, Christian -advirtió-. Tendrás que llevarme por la fuerza. En los ojos del shek brilló un destello acerado.
-Que así sea -dijo, y desenvainó a Haiass.
Victoria vio que el filo de la espada presentaba un débil resplandor sobrenatural. Se dio cuenta entonces de que el paisaje estaba sembrado de cadáveres de szish que parecían haber probado la gélida mordedura de Haiass.
Victoria apretó los dientes, pero aceptó el desafío. Alzó una mano y el báculo acudió a ella, obedeciendo a su orden silenciosa. Los dos se miraron. Victoria pensó que aquello era absurdo, que amaba demasiado a Christian como para enfrentarse a él de aquella manera, o siquiera imaginar la posibilidad de hacerle daño. Pero los ojos de él brillaban de forma extraña al mirar a Jack, y Victoria supo que debía luchar contra el shek para salvar la vida del dragón.
Christian atacó. Victoria detuvo su estocada con el báculo, ambas armas legendarias centellearon un momento. Los dos cruzaron una breve mirada. Victoria pensó en Jack y, con las escasas fuerzas que le restaban, empujó para hacer retroceder a Christian. El se movió con rapidez, y la muchacha lo perdió de
vista. Lo sintió junto a ella y descargó el báculo en esa dirección.
Detuvo su ataque, lo empujó hacia atrás. Se estudiaron un momento. Victoria jadeaba, esforzándose por mantenerse en pié.
-No puedes más, Victoria -dijo Christian-. Estás tan débil que apenas puedes moverte.
-Pero pelearé -replicó ella-. Hasta el último aliento. Tengo que... tengo que ayudar a Jack, ¿no lo entiendes?
-Si vienes conmigo ahora, sin oponer resistencia, no lo mataré. Pero si me obligas a quedarme y a luchar, no puedo garantizarte que pueda reprimir mi instinto mucho más tiempo
Victoria apretó los dientes.
-Si lo abandono, morirá de todas formas. Tengo que salvarlo...
-Morirás con él. No puedo permitirlo.
Se movió con rapidez y atacó de nuevo. Victoria giró sobre sí misma, enarboló el báculo... Pero se encontró con una poderosa estocada de Haiass, descargada desde un punto que ella no esperaba. La espada de Christian le arrebató el báculo de las manos. Instantes después, su filo acariciaba el cuello de Victoria.
Ella cerró los ojos un segundo, temblando bajo el helado poder de Haiass. Recordaba demasiado bien una escena semejante, dos años atrás. La primera vez que Christian y ella se habían mirado a los ojos... en aquel momento, comprendió Victoria, había comenzado su historia juntos, aunque entonces ella no lo supiera. ¿Lo había sabido él?
Victoria alzó la cabeza para mirarlo, serena y desafiante. No tenía miedo de Haiass. Esta vez, no.
Christian sostuvo su mirada con calma. Victoria descubrió un rastro de emoción en sus ojos azules, y comprendió que él también estaba recordando viejos tiempos. Pero entonces sintió la conciencia de él introduciéndose en su mente, y comprendió qué era lo que pretendía hacer.
-No -susurró, pero él no se detuvo-. ¡¡No!! -gritó Victoria.
Se apartó de él, sin preocuparse por la espada, que se retiró sin hacerle daño, como ella sospechaba. Pero Christian la agarró del brazo y la retuvo junto a sí, y soltó a Haiass para cogerla con las dos manos y acercarla más a él.
-¡NO! -chilló Victoria, y, a pesar de que estaba tan débil que apenas podía tenerse en pie, la estrella de su frente brilló con más intensidad que nunca-. ¡No, Christian, no me apartes de él!
Estaba llorando, pero sus lágrimas no conmovieron al shek. Victoria sintió cómo un profundo sueño se apoderaba de ella, y luchó por resistir, luchó con todas sus fuerzas... pero lo único que pudo decir, antes de caer dormida en los brazos de Christian, antes de rendirse al poder de él, fue:
-... por favor...
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Triada
AventuraLa resistencia ha logrado su objetivo y an llegado a su destino, Idhun. Ahora tendrán que enfrentarse a su enemigo, Ashran. Como recibirán los rebeldes de la resistencia el amor entre Kirtash y Victoria?