Felipe la dejo en casa, esta vez en moto y con la sutil vigilancia de sus guardaespaldas, después de pasar la tarde con él en la suya. La promesa de un café y quizá una copa se había convertido en una nueva maratón de sexo sin complejos, que comenzó en la cocina y acabó en la sala de juegos, encima de una mesa de billar.
Letizia sólo quería descansar, tumbarse en el sofá sin más ganas que encender la televisión y disfrutar de aquel extraño fin de semana en el que el sexo había sido el protagonista. Con un juego diferente al que ella estaba acostumbrada. El suyo era más claro, más sencillo, con las cartas encima de la mesa. Con Felipe no sabía si jugaba al ajedrez, al póquer o no jugaba, y todo era así de enrevesado en su vida.
¿Qué le habría hecho aquella mujer que lo mantenía tan lejano y a la vez tan cerca? Y seguía sin entender qué necesidad tenía de tener una empresa como la que a ella la empleaba. Nada tenía sentido en aquellos momentos.
El sonido del teléfono la despertó a la mañana siguiente, después de una noche movida, llena de sueños extraños y perturbadores que no hacían más que hostigarla en el mundo onírico: coches a gran velocidad persiguiéndose, carreras a ninguna parte, aguas turbulentas y oscuras, esposas, látigos...
-Leti cariño, ¿estabas durmiendo? -preguntó la voz de su madre a través del teléfono.
-Hola, mamá, sí. Perdona, es que he pasado una noche movidita -respondió ella.
-¿Estás mala? ¿Te pasa algo? -Una madre siempre es una madre.
-No, mamá, debí de cenar algo que me sentó mal -soltó, sin pensarlo mucho más.
-Bueno, cariño, ¿quieres que te deje y descansas un poco más?
-No -miró el reloj, eran más de las once-. ¿Qué tal? Cuéntame...
Hacía unos días que no hablaba con ella, su madre siempre le dejaba algún mensaje, pero cuando Letizia los escuchaba, ya en casa, estaba tan cansada que se olvidaba de devolverle las llamadas. Su madre le contó las cosas a las que se dedicaba ahora su padre, recién jubilado, las locuras de sus dos sobrinos pequeños, de dos y cuatro años, hijos de su hermana mayor, y cómo le iba a su hermano pequeño en la universidad.
Ellos vivían en Girona, así como su hermana recién separada y antes de que colgaran, su padre le robó el teléfono a su madre para hacerle prometer que iría a visitarlos más a menudo. Que siempre eran ellos los que iban a verla.
Familia, se dijo al colgar, con una sonrisa en los labios. Pero prometiéndose que, efectivamente, iría a verlos más a menudo, y más ahora, que su hermana necesitaba su ayuda. Tal vez le diría que fuese a verla, para pasar un fin de semana de hermanas...
Antes de dejar de nuevo el móvil en la mesilla y desperezarse miró si tenía algún mensaje, y así era. Tenía uno de Ruth, enviado para confirmar su cita para tomar el aperitivo y lo que surgiera. Así que se puso en marcha rápidamente para llegar a la hora prevista con su amiga, tras darle una patada al edredón y salir disparada con destino a la ducha.
Ya en el cuarto de baño, se dio cuenta de que tenía algunos músculos más entumecidos de lo que ella pensaba, a pesar de que normalmente le gustaba mantenerse en forma, pero con el sexo siempre aparecían esas extrañas agujetas que no tenía ni idea de que pudieran salir en esos lugares. Y con esos pensamientos, abrió el agua para darse un buen remojón vigorizante con el agua casi fría. No, no le gustaba mucho, pero a veces era la única manera de desperezarse cuando lo único que le apetecía era quedarse en casa.
No había tardado mucho en vestirse, con unos simples vaqueros, zapatos, camiseta y una cazadora. El pelo recogido en un moño, después de habérselo secado un poco, y un ligero maquillaje de domingo de «resaca sexual». Con una sonrisa en los labios, mientras cerraba la puerta de casa y caminaba hacia el metro, recordó muchas de las noches que había salido a algún club de intercambio y cómo habían sido las mañanas siguientes. Mañanas lacias, en las que, sola en el sofá, sonreía cansada después de una liberadora y divertida noche, tras la que el único reproche que podía haber era el cansancio del acompañante.