Tal como preveía, su cuerpo sólo le demandó descanso después de su tan ansiada ducha. Avisó a sus padres de que ya estaba en casa y se lanzó encima del sofá, desde donde fue cambiando de canales, mientras intentaba que su mente se alejara de cualquier cosa que se pareciera, aunque fuera de refilón, a algo ruso. En esos momentos no lo necesitaba, ni mucho menos lo quería.
Un par de horas más tarde, su estómago comenzó a rugir de manera incontrolada. Sí, el hambre había hecho su aparición sin ser invitada, ganando por goleada al mismo cansancio.
Letizia se levantó sin ganas del sofá con destino a la cocina para ver qué podía encontrar en la nevera. La respuesta ya la tenía, nada, pero se dio el paseo igualmente. En los armarios no había ni unos tristes cereales que llevarse a la boca. Así que, con más pereza que otra cosa, fue a la habitación para cambiarse de ropa y bajar a tomar algo a la cafetería que estaba a dos calles de su portal. Al día siguiente se encargaría de hacer la compra online; de momento, cogió las llaves y el bolso y se marchó rumbo al lugar donde calmarían su hambre.
Miró el reloj por segunda vez, no hacía más de cinco minutos que el camarero se había marchado con su pedido. La bebida la tenía ya sobre la mesa, una cerveza, le apetecía algo sencillo, igual que lo que comía con...
Felipe. Otra vez ahí estaba el ruso, menos mal que en ese instante, le llevaron la comida a la mesa. «¡Salvada!», se dijo, dándose cuenta de que su apetito era mayor que la capacidad que en ese instante tenía para pensar.Terminó su plato, pagó religiosamente y, poniéndose el abrigo, decidió que tal vez era buen momento para pasear. No es que el tiempo fuera cálido, ni por asomo, pero por lo menos se comenzaba a vislumbrar que la primavera quería abrirse paso ante un invierno especialmente raro.
Se abrochó la cazadora y se colocó el pañuelo que llevaba al cuello de manera que el viento no la molestara demasiado. No hacía mucho, pero sí lo suficiente para que no le apeteciera que la tocara demasiado. Después miró para el lado contrario al que debía caminar y se marchó en esa dirección; estaba oscuro, pero la gente caminaba bajo la luz de las farolas, ya encendidas. Su barrio siempre había sido bastante animado: las tiendas de toda la vida se mezclaban con los nuevos negocios de jóvenes diseñadores, cafeterías de estilos variados y algún que otro despistado que soñaba con triunfar poniendo un dispar lugar donde se vendían discos de vinilo y caras de muchos cantantes.
Se dio cuenta, paseando, que hacía mucho tiempo que no se daba una caminata así, sólo por pasear y sin pensar en nada más que en ver cómo estaba cambiando el barrio. Como la vida, evolucionaba a pasos agigantados de un lado para otro, de una acera a la otra, en un punto y en otro...
-¡Letizia! -la llamó una voz conocida.
Se volvió y al otro lado de la acera se encontró a Lucas, el novio de Ruth, cargado con un par de bolsas. No vivían en este barrio, pero a veces iban a comprar algunas cosas que no encontraban en las tiendas del suyo.
Corrió para cruzar la calle y darle un par de besos
-Hola, Lucas, ¿cómo estás? -preguntó.
-Pues no tan bien como tú. -Le guiñó un ojo-. Pero bueno, ya ves, comprando un par de cosas de la tienda esa italiana que le gusta tanto a Ruth. ¿Te vienes a cenar?
-No, acabo de tomar algo. He llegado hoy de San Petersburgo y estoy muerta. -Se colocó un poco mejor el fular-. Sólo quería dar una vuelta para estirar las piernas e irme a casa para hacer el amor con mi edredón de una manera loca.
El novio de su amiga se rió mientras dejaba las bolsas en el suelo y la abrazaba.
-Bonita, cuando quieras nos llamas un día y cenamos. No sé, o nos vamos de marcha -añadió con picardía.