Capítulo 40

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Alyssa


—Alice es increíble.

Tom ya está al tanto de mi mudanza.

Le he contado los detalles y demás.

Al final, hemos terminado hablando sobre su inagotable fuente de interés: su preciosa e intensa vecina. Así que escucho su tono alegre al otro lado de la línea mientras camino por el corredor del tercer piso para encontrar las escaleras que conectan a todo el edificio departamental de cinco niveles. Son poco más de las siete de la noche y Jessica ya ha salido a cenar con Will, por lo que he pensado en despejarme e ir a comprar algo cerca para llenar la alacena de la cocina. Acomodar la mudanza me ha dejado con hambre.

—¿Tanto así?

Me imagino su sonrisa.

—De verdad, es más que perfecta porque...

Dejo de prestar atención a lo que me está diciendo.

Arthur viene bajando del cuarto piso con su habitual garbo y, tan sorprendido como yo, se detiene en el último peldaño antes de llegar al rellano. Lleva vaqueros y una chaqueta negra. Y es evidente que recién se ha duchado, pues las puntas lisas de su cabello oscuro brillan húmedas y escurridizas cerca de las cienes y el borde de las cejas. Como ya es costumbre, me parece tan atractivo que es difícil recuperarme tan rápido de la impresión de verlo. Por otro lado, me parece extraño que baje del cuarto piso, pues el departamento de Will se encuentra en el segundo.

—Alyssa, ¿estás ahí?

La voz de Tom me hace reaccionar.

—Te llamo luego, ¿sí?

Sin explicar más la situación, termino la llamada y guardo el celular en el bolsillo de mi pantalón tipo chándal. Durante apenas un segundo, me preocupo por mi aspecto. Al estar acomodando las cosas solo me he atado el cabello con una liga y no me he pasado el peine por los nudos enmarañados, tampoco me he tomado el tiempo de maquillarme como suelo hacerlo. Él nunca me había encontrado en facha, así que es inevitable que me cubra una ligera y estúpida vergüenza.

—Arthur —pronuncio su nombre, cuerda.

Él ladea el rostro, titubeante.

—Hola, Alyssa —saluda con su voz aterciopelada (desde el pasado lunes, me llama mucho más por mi nombre)—. ¿Buscabas a Jessica? Porque sé que no está en el edificio. Pasé a comer con Will y él me dijo que saldrían a cenar.

—Sí, lo sé, pero no la estoy buscando —lo interrumpo casi a borbotones por la inevitable tensión que me genera su presencia—. Por motivos personales, hoy me he mudado al piso de Jessica por tiempo indefinido.

Sus ojos, azules grisáceos como el reflejo del mar profundo, permanecen cálidos y atentos en mi rostro. Durante cortos segundos, adoptan un brillo particular e indescifrable antes de asentir y desviar la mirada. En ocasiones, Arthur tiene una enorme facilidad para lograr ser misterioso en cuanto a sus emociones; además, en el poco tiempo que lo llevo conociendo, he logrado percibir que lo consigue solo cuando así lo quiere y es plenamente consciente de ello, porque, cuando es involuntario, es bastante transparente.

—Vaya, qué sorpresa —masculla antes de alzar la mirada al techo del nivel superior y señalarlo con el índice derecho—. Yo también me he mudado el viernes a mi propio departamento. Ahora... estoy en el cuarto piso.

Me relamo el labio superior.

Luego, esbozo una pequeña sonrisa para ocultar la tensión que se genera en mi vientre. Aún no puedo olvidar la ardiente mirada que me dedicó aquella noche en el cumpleaños de Will, tampoco su acercamiento cuando me acorraló en el piano, y... estoy segura de que a él no le han pasado inadvertidas mis anteriores reacciones que me delataron en silencio. De pronto, las palabras de Jessica acarician mi oído, sobre atreverme a soltar la fortaleza a la que me aferro.

—Genial, ya somos vecinos —manifiesto.

Arthur mete las manos en los bolsillos de su chaqueta.

Se aclara la garganta con firmeza.

—¿Ibas a alguna parte?

Sus ojos son cautelosos.

Termina de bajar el último peldaño y ahora está en el mismo nivel que yo, aunque conserva la distancia y recarga la cadera en el barandal de hierro. Sus movimientos son excesivamente sexys. Aturdida, lo miro por un momento sin pensar en nada.

—Eh... sí, iba por unas compras —consigo responder antes de relajar los hombros y sacudir la tensión acumulada en mi sistema—. He pasado todo el día desempacando mis cosas y ahora quiero aprovechar para llenar la alacena y hacer algo de comer.

Adopta un brillo curioso.

—¿Sabes cocinar?

—Si soy sincera, no lo hago tan bien —admito con franqueza—. Los macarrones con queso son los únicos de los que puedo presumir. Esos sí me quedan bastante buenos.

—Creo que me gustaría ver eso —confiesa con sencillez, y mi corazón se precipita un poco—. Yo también iba por algunas cosas que necesito al supermercado, así que... puedo llevarte, si quieres. Sé que tienes camioneta, pero en motocicleta es un poco más rápido, y más divertido. Ah, y no olvido lo de la licencia de conducir.

Hay una ligera burla en el tono de sus palabras. Habla sobre el incidente pasado, cuando por accidente tiré su motocicleta y él me cuestionó sobre si tenía o no licencia de conducir.

Incluso lo llamé imbécil.

Enarco una ceja antes de comenzar a bajar los peldaños del tramo de la escalera que desciende con gesto indignado. Arthur me sigue los talones y en un santiamén reaparece a mi costado. No me detengo y él tampoco lo hace. Por el rabillo del ojo, noto una sonrisa burlona en la comisura de sus labios. Es la misma alegría superficial que he notado en anteriores ocasiones, pero algo en mi pecho se remueve con emoción. Lo prefiero así a cuando es bastante reservado e indiferente. Desde que hemos acordado el intentar ser amigos, esta faceta suya sale a relucir un poco más.

No todo el tiempo.

Pero procura hacerlo.

—Te recuerdo una vez más que tengo licencia, así que puedo conducir perfectamente por toda la ciudad, y también puedo usar el metro sin problema. No me molesta caminar —digo algo enfurruñada.

Procedemos a bajar el último tramo de escaleras cuando, de repente, siento su presión sobre mi antebrazo izquierdo. Ambos nos detenemos y yo tengo que alzar la barbilla para verlo a los ojos. Su expresión, sin revelar demasiado, es cálida y determinante.

También punzante.

—Sabes que es broma, ¿no? —su voz ronca cubre todos mis sentidos—. Vamos, yo te llevo. Prometo regresarte sana y salva.

Luego, me suelta y continúa bajando.

Con toda la calma del mundo.

¿Cómo puede hacer eso?

No estoy segura si es consciente o no de lo que provoca con sus simples acciones, pero es evidente que se sienten fuera de lugar para estar forjando una simple amistad entre nosotros. Aun así, me obligo a permanecer al margen, llenar mis pulmones de aire y seguirlo por detrás. 



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