Capítulo 96

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Arthur


Un cruel opuesto.

Es lo que hay entre este maravilloso día de julio en Virginia Beach y las sombras de los recuerdos que respiran en el viento, en todo lo que me rodea. El exterior presenta una perfecta tarde húmeda y calurosa de verano, con un cielo parcialmente despejado y cargado con algunas nubes que presagian un poco de lluvia; mientras tanto, por dentro, me consume una vorágine de sensaciones grises, sin ningún rincón colorido, sin ninguna alegría perpetua. En este instante, ni siquiera el fuego en el que me he acobijado durante los últimos meses, que creí haber rescatado de las cenizas, puede restar el dolor que inunda mi alma.

Así, en silencio, libero lo que mantuve encerrado durante más de cuatro años en lo más profundo de mi conciencia, de lo innombrable; permito que las memorias salgan a flote y lo arrasen todo, sin barreras. Me dejo caer de rodillas, por primera vez en mucho tiempo, frente a la cripta de mi familia, pero me concentro, sobre todo, en la inscripción de mi hermano. El día de su sepultura no pude estar aquí, pues solo me limité a observarlo todo desde lejos. Mi padre y Rhys destrozados, Alice y Ava llorando sobre ese ataúd de cedro que, poco a poco, se fue cubriendo de tierra...

Fue la última vez que los vi.

Un día antes de mi desaparición.

Y ahora estoy aquí, sentado sobre el cuidado jardín en medio de múltiples lápidas, flores frescas y el murmullo del viento que se filtra cauteloso entre las ramas de los árboles. La tranquilidad caótica (porque está llena de voces) del cementerio lo invade todo. No hay nadie a mi alrededor, solo yo y mi propio remordimiento.

Aun así, no soy capaz de llorar.

Las lágrimas no se exprimen.

Al menos no de manera física.

Parecen... desbordarse por dentro, entre mi sangre y mi carne, como una sustancia espesa y oscura que va magullando todo a su paso, cada fibra, cada milímetro de mi ser. Nunca había sufrido tanto. La negrura es tan aplastante que sería feliz si pudiera perder la memoria de lo que sucedió en aquella trágica nochebuena, si pudiera regresar al minuto crucial que alteró el destino de mi hermano.

Dean Thomas Keller.

La fecha inscrita y un epitafio:

15 julio 1992 – 24 diciembre 2018

Tu recuerdo siempre vivirá.

La cripta familiar es una pequeña construcción cuadrada de piedra blanca y mármol, con un ventanal de cristal y una cúpula dorada. En el centro, un pequeño cuadro de metal donde están grabados en hojas de aluminio los nombres completos de las tres almas que descansan en este lugar. Mi madre, mi padre y Dean.

No dejo de leer el nombre de este último.

Ahora, este frío lugar, solitario y sin color, guarda los restos de quien fue mi mayor confidente, mi mejor amigo, mi único hermano... Ahora ya no hay ningún resquicio de su vida. Me pongo en pie y avanzo hasta tocar el borde de metal del sobresaliente cuadro. Acaricio con las yemas de los dedos las hendiduras de cada letra, como si al hacerlo estuviera tocando una parte de mi hermano, y también de mis padres. Pero el contacto es gélido y vacío.

Tan lejano.

Tan cortante.

—Deberías estar vivo, Dean.

Mi voz es un eco amargo.

—Deberías estar feliz, cumpliendo todos tus sueños... —las espinas atraviesan cada sílaba, cada espasmo de mi cuerpo—. Deberías estar viendo crecer a tu hija.

La foto de Alyssa y Ava, que miré en el celular antes de apagarlo y tomar el avión a Virginia Beach ayer al mediodía, vuelve a llenar mi mente y me causa estragos. Se dibuja en mi pensamiento con nitidez. Las dos sonrientes, Alyssa llena de un incesante y melancólico fuego, y Ava... como una niña feliz, mágica, sin ninguna sombra.

La herida escuece.

—Deberías estar cumpliendo treinta y uno.

De repente, las empiezo a sentir.

Una y otra.

Cayendo.

Cada lágrima que dejo salir me deja aniquilado, estancado en el lúgubre sitio donde los sueños están apagados. No las detengo.

—Perdóname, Dean.

El desgarro en mi garganta me parte en dos.

Pero mi hermano no me escucha.

Él no está aquí. 



* *

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