El principio del fin

304 26 0
                                    

Dejé escapar un suspiro ante la gloriosa vista de la puesta de sol y me apoyé en la barandilla de piedra de la torre. Ya era hora de volver a casa.

Bajé las escaleras dando saltos y me acerqué donde Lucerys se encontraba, dándome la espalda, conversando con uno de los marineros de mayor rango que había llegado con un barco hace unas horas. El hombre, alto, de piel morena y vestido con ropa azul, asentía a lo que mi hermano le decía.

—Como heredero de Marcaderiva, necesito saber toda la información sobre lo que está ocurriendo en Desembarco del Rey. Exijo que me digas todo lo que sepas, Thalos —dijo Lucerys con firmeza.

—Mi príncipe, en nuestra última parada, a pocas millas de Marcaderiva, nos han advertido que su abuelo, el Rey Viserys I, ha fallecido y que la Mano del Rey, Sir Otto Hightower, ha proclamado a Aegon, su nieto, como nuevo soberano ante las multitudes —continuó— En cuanto supe, envié a dos de mis cuervos para transmitir la noticia a la princesa Rhaenyra y a Sir Corlys Velaryon. Eso fue hace tres días, por lo que me sorprendió que mi mensaje no fuera conocido. Hace una hora hablé con la Serpiente Marina, quien seguramente ya habrá puesto al corriente a la princesa Rhaenyra —el marinero se removió incómodo y con genuina preocupación tiñendo sus facciones. Podíamos intuir lo que había sucedido con aquellas aves mensajeras.

El cuerpo de Lucerys se tensó.

—Luke... —dije para hacerme notar, tomando su brazo. La mirada de los dos hombres cayó sobre mí— Tenemos que irnos.

—No compartas esta información con nadie más hasta que sepamos qué curso de acción tomar. Que no sepan que nos acabamos de enterar —advirtió mi hermano. El marinero asintió solemnemente.

—Tiene mi silencio, al igual que el del resto de la tripulación que venía conmigo —dijo, mirando a los hombres que cargaban y descargaban diversas cosas desde las embarcaciones.

—Será suficiente por ahora, Thalos —dije, dándole un vistazo— Si nos disculpas, nosotros ya nos marchábamos. Nuestra madre nos echará en falta si no volvemos pronto —esbocé una leve sonrisa para mostrar calma, y tiré del brazo de Lucerys para salir de allí.

Caminamos sin mirar atrás. Nos montamos en nuestros dragones sin decir palabra y volamos sobre el extenso océano, que siempre me transmitía paz pero que esta vez me parecía desconocido y peligroso. No pude dejar de pensar durante el viaje en lo que todo esto significaría para nuestra familia.

Al llegar, nos dirigimos a la sala de estrategias, conocida como la Sala del Mapa. Dentro ya estaba mi madre, caminando de un lado a otro, con el rostro deformado por la ira. Mi padre y el resto de mis hermanos la rodeaban.

—¡Esto no se quedará así, Daemon! —exclamó la mujer, con lágrimas empapando sus mejillas— ¡Ellos sabían que mi padre me prometió el trono! ¡Y lo hizo frente a todos esos malditos traidores que ahora me dan la espalda!

—Madre, recuperaremos lo que es tuyo —aseguró Jacaerys.

—Así es. Nos tienes a todos nosotros y a nuestros dragones —sostuvo Lucerys. Viserys y Aegon asintieron, apoyándolo.

—Rhaenys está en camino —informó Baela.

—Esto se soluciona fácil. Los mataré uno por uno —masculló Daemon con la mandíbula tensa, ajustándose la espada al cinturón y caminando hacia la puerta.

—No, no harás nada —intervine poniéndome en su camino. Su mirada me atravesó con furia contenida, como advertencia.

—¿Mi propia hija me quiere decir qué hacer? —se mofó. Alcé la barbilla, sin acobardarme.

—Sí —caminé hacia el centro del mapa que se extendía sobre la mesa, iluminado por el fuego de su base— Lo que necesitamos hacer es encontrar sus puntos débiles y formar alianzas.

Mis hermanos, salvo Baela y Rhaena, me miraron con desconfianza. Malditos hombres.

—Visenya tiene razón —me respaldó mi madre, limpiándose la cara con el dorso de la mano— De nada sirve actuar sin sensatez. Nuestra venganza debe gestarse y sorprenderlos cuando menos lo esperen.

—Estoy aquí para servirle, majestad —tomé su mano y le di un apretón suave. Besó mi mejilla y esbozó una débil sonrisa.

—Déjenme a solas con Daemon, por favor —dijo, mirándonos al resto. Asentimos y nos retiramos en silencio.

Decidí ir a mi habitación para cambiarme a algo más cómodo. Todos sabíamos que al Rey no le quedaba mucho tiempo de vida y también éramos conscientes de las ambiciones de muchos por hacerse con el control del Trono de Hierro.

Mis padres decidieron alejarse de la capital y de la Fortaleza Roja para evitar compartir el mismo aire que los Hightower.
Recuerdo a mi abuelo Viserys con cariño desde que lo conocí a los doce años, cuando vino de visita por primera vez; siempre pensé que sería más severo y menos afable al ser rey, pero estaba equivocada. Esa fue la primera y última vez que lo ví, en cambio mis hermanos habían tenido la suerte de incluso compartir morada con él antes de mudarse a la isla.

A pesar de su avanzada enfermedad y de su deteriorada apariencia, decidió dejar sus deberes por unos días para compartir con sus nietos en Rocadragón. Allí nos contó sus mejores anécdotas en la Corte y sus experiencias siendo jinete del dragón más grande de la historia, Balerion, apodado el Terror Negro, que vivió cerca de 200 años hasta su muerte en el 94 AC. Antes de marcharse, nos habló de la importancia de recordar nuestra mortalidad y no lo he olvidado desde entonces.

Los Targaryen somos humanos jugando a ser dioses. Sin los dragones, somos iguales al resto. Una fuerza como aquella solo puede ser reconocida y respetada, pero jamás controlada.

Durante su visita, para mi sorpresa, no mencionó en ningún momento a la Reina Consorte ni a los hijos que tenía con ella. En mi adultez entendí la razón.

El rey irradiaba calidez y templanza al hablar, todo en él era tan distinto a mi padre. Aún recuerdo su abrazo al despedirse de mí al finalizar su visita, prometiéndome que volvería en otra ocasión.

Los juramentos de lealtad hechos a mi madre en presencia del Rey no fueron suficientes para asegurar lo que sucedería una vez él falleciera. Ahora me doy cuenta de que prefieren coronar a un borracho inútil, que profana el nombre del Conquistador al hacerlo suyo, solo por ser hombre, en vez de a una mujer mucho más capacitada. No necesito conocer personalmente a Aegon para saber que no está hecho para gobernar.

Agité una campanilla para llamar al servicio. Una de nuestras criadas entró en la habitación con una breve reverencia y me ayudó a peinar mi cabello, trenzandolo como sabía que me gustaba. Me consumía la rabia y la desesperación con la creciente tensión en el ambiente. Agradecí que Bertha no intentara entablar conversación conmigo. Al terminar, agradecí y le indiqué que podía retirarse.

No escuché llamadas para cenar, ya que nadie parecía estar de ánimo para comer. Me recosté en la cama y sin darme cuenta me quedé dormida entre sollozos, por el dolor de la traición hacia mi madre y por la muerte de alguien a quien admiraba.

Golden Alliances (Aegon II Targaryen)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora