Capítulo 11

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—Espera...

Francisco cerró los ojos, mientras la palabra tiraba suavemente de su alma encogida. Su voz... sólo que más profunda y rica ahora, la voz de un hombre, no de un muchacho. Le costaba toda su fuerza sólo el seguir respirando. Estaba paralizado por algo que sentía como temor, una especie de calor incapacitante que era bombeado en su interior con cada frenético latido de su corazón.

El sonido de su voz parecía abrir senderos de sentimientos en su interior.

—Si vas a arrojar eso al río, quiero que me lo devuelvas.

Cuando Francisco intentó aflojar su garra sobre el pañuelo, se le cayó por completo de sus dedos rígidos. Lentamente, se obligó a girarse para mirarlo mientras se aproximaba. El hombre de cabello castaño que había visto en el patio sí era Kuku. Estaba incluso más grande y más imponente de lo que había parecido en la distancia. Sus rasgos eran fuertes, su arrogante nariz se situaba entre los distintos planos de sus pómulos, esos espléndidos ojos, el claro resplandor rojizo sombreado por gruesas pestañas. No había nadie más en el mundo que tuviera unos ojos como esos.

—Esteban —dijo roncamente, buscando cualquier parecido que pudiera tener con el desgarbado muchacho herido de amor que había conocido. No había ninguno. Esteban era ahora un desconocido, un hombre sin ninguna traza de puerilidad juvenil. Era esbelto y elegante con ropas bien cortadas, su brillante pelo castaño cortado a cortas capas que doblegaban su tendencia inherente a rizarse.

—¿Ya no soy Kuku eh? No esperaba encontrarte aquí —murmuró, su mirada sin dejar nunca la suya —Quería echar una ojeada al río, ha pasado tanto tiempo desde que lo he visto —Su acento era raro, suave y elaborado, con vocales extra añadidas en sitios donde no eran necesarias, y expresiones argentinas perdidas.

—Sonás como un gallego —susurró, deseando que su tensa garganta se relajara.

—He vivido en Huelva una larga temporada.

—Desapareciste sin decir una palabra a nadie. Yo... —Fran se paró, apenas capaz de respirar -me preocupé por vos.

—¿De veras? —Esteban sonrió débilmente, aunque su expresión era fría —Tuve que dejar Montevideo bastante repentinamente. El constructor naval del que era aprendiz, el señor Bayona, se volvió un poco duro de mano en su disciplina. Después de una paliza que me dejó con unas pocas costillas rotas y un cráneo fracturado, decidí partir y hacer un nuevo comienzo en algún otro lugar.

—Lo siento —susurró, palideciendo. Reprimiendo una oleada de náuseas, se forzó a sí mismo a preguntarle —¿Cómo pudiste permitirte el pasaje a España? Debe haber sido caro.

—50 pesos. Más de la paga de un año —Un toque de ironía afiló su voz, revelando que esa suma, tan desesperadamente necesitada entonces, no significaba nada para él ahora —Le escribí a la señora Sandra, y ella me lo envió de sus ahorros.

Francisco inclino la cabeza, su boca temblando cuando recordó el día en que llegó su carta... el día en que su mundo se había roto y él había cambiado para siempre.

—¿Cómo está ella? —oyó preguntar —¿Trabaja todavía aquí?

—Oh, sí. Todavía está acá, y bastante bien.

—Bien.

Esteban se estiró y recogió cuidadosamente el pañuelo descartado de la tierra, pareciendo no notar el modo en que Francisco se puso rígido ante su proximidad. Enderezándose, volvió a su asiento en la roca cercana, y lo estudió.

—Eres hermoso... —dijo desapasionadamente, como si admirara una pintura o un paisaje espectacular —Incluso más de lo que recordaba. Veo que no llevas ningún anillo.

Magia ; Kuku x Fran Donde viven las historias. Descúbrelo ahora