Capítulo 12

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Esteban vagó por el pabellón de solteros, sin prestar atención a los criados mientras colocaban las pertenencias de Enzo.

Estaban sabía exactamente por qué necesitaba Enzo la intimidad del pabellón de solteros. Siempre un caballero, Enzo evitaba escrupulosamente hacer escenas o aparecer fuera de control. Esteban nunca lo había visto borracho en realidad. Enzo sólo se encerraba a solas en una habitación con una o dos botellas, y reaparecía dos o tres días después, pálido e inestable, pero perspicaz y perfectamente acicalado. Esos episodios no parecían ser provocados por nada en particular, era simplemente su modo de vida. Sus hermanos le habían comunicado en secreto que los rituales de bebida habían comenzado no mucho tiempo después de que Esteban y él se habían conocido, cuando su hermano mayor había muerto por su corazón débil.

Esteban vio como el ayuda de cámara de Enzo sacaba una caja japonesa de puros de un aparador con multitud de cajones y casilleros. Aunque Esteban rara vez fumaba, y nunca a esa hora del día, tomó la caja. Extrajo un puro, sus hojas aceitosas y opulentamente ásperas. Inmediatamente, el bien entrenado ayuda de cámara generó un diminuto par de perversamente afiladas tijeras, y Esteban las recibió con un cabeceo de agradecimiento. Cortó el extremo del puro, esperó a que el ayuda de cámara encendiera el extremo, y tiró rítmicamente de él hasta que produjo una opresiva corriente de humo tranquilizante. Desapasionadamente observó el temblor de sus propios dedos.

El shock de ver de nuevo a Francisco había sido mayor de lo que había anticipado.

Detectando la evidencia de sus nervios destrozados, el ayuda de cámara le disparó una mirada valorativa —¿Puedo traerle algo más, señor? —Esteban sacudió la cabeza.

—Si viene el señor Vogrincic, dile que estoy en el balcón de la parte de atrás.

—Sí, señor.

Como la mansión principal, los alojamientos de solteros estaban dispuestos cerca de un farallón que dominaba el río. La tierra estaba excesivamente arbolada con pinos, los sonidos del fluir del agua subyacentes al trinar de los nidos de currucas de los sauces. Arrojando su chaqueta, Esteban se sentó en una de las sillas del balcón cubierto y fumó negligentemente hasta que recuperó una apariencia de autocontrol. Apenas notó cuando el ayuda de cámara le trajo un plato de cristal para los pegotes de ceniza de su puro. Su mente estaba completamente ocupada por la imagen de Francisco en el río, su resplandeciente cabello rizado viendose dorado a la luz del sol, las exquisitas líneas de su cuerpo y su garganta.

El tiempo sólo había hecho más elocuente la belleza de Francisco. Su cuerpo era maduro y plenamente desarrollado, con la forma de un joven en pleno florecimiento. Con la madurez, su rostro se había vuelto más delicadamente esculpido, la nariz más delgada, los labios se habían decolorado de profundo rosa al pálido matiz de rosa que se encuentra en el interior de una rosa. La visión de Francisco había provocado que un retazo de humanidad se removiera dentro de Esteban, recordándole que una vez había tenido la habilidad de experimentar dicha, una habilidad que se había desvanecido hace mucho tiempo. Le había llevado años alterar el obstinado curso de su destino, y había sacrificado la mayor parte de su alma para hacerlo.

Apagando su puro medio acabado, se inclino hacia delante con los antebrazos apoyados sobre los muslos. Mientras miraba un espino cercano en pleno florecimiento, se preguntó por qué había permanecido soltero Francisco. Quizás era como su padre, de naturaleza esencialmente fría, siendo reemplazadas con el tiempo las pasiones de su juventud por el auto interés. Fuera cual fuera la razón, no importaba. Iba a seducir a Francisco. Su único pesar era que el antiguo señor Romero no estuviera por los alrededores para descubrir que Kuku, el ex criado había tomado su placer entre los muslos blancos como la nieve de su hijo.

La atención de Esteban fue abruptamente capturada por el crujir del pavimento y el líquido tintineo de cubos de hielo en un vaso. Recostándose en la silla, levantó la mirada cuando Enzo cruzó el emparrillado de la galería cubierta.

Girándose para encarar a Esteban, Enzo se medio sentó en la barandilla y colgó flojamente el brazo libre de una columna. Esteban le miró fijamente. La suya era una compleja amistad, que los extraños suponían basada únicamente en un deseo compartido de ganancias financieras. Aunque esa era una innegable faceta de su relación, no era en absoluto su única razón. Como la mayoría de las amistades sólidas, Esteban era fervientemente ambicioso, mientras que Francisco era cultivado, refinado y complaciente. Esteban hacía ya mucho que reconocía que no podía permitirse los escrúpulos. Enzo era un hombre de impecable honor. Esteban se había involucrado sombríamente en las batallas diarias de la vida, mientras que Enzo había elegido permanecer al margen.

—Me he encontrado con el joven Romero cuando volvía a la casa. Un hermoso chico, justo como lo describiste. ¿Está casado?

—No —Esteban lo miró malhumorado a través del velo de humo del aire.

—Eso te facilita las cosas, entonces —Los anchos hombros de Esteban se crisparon al encogerse de hombros.

—Ocurriría de un modo u otro.

—¿Quieres decir que no dejarías que un asunto menor como un esposo se interpusiera en el camino de lo que querías? —La sonrisa de Enzo se amplió en una mueca admirativa —Maldición, eres un despiadado, Kuku.

—Por eso me necesitas como socio.

—Cierto. Pero… ¿No crees que estás llevando la venganza un poco demasiado lejos? No dudo que tendrás éxito con Francisco. Pero no creo que eso te traiga nada de paz.

—Sólo quiero… —Se detuvo en silencio. Como siempre, estaba preso de un hambre que había comenzado seis años antes, cuando había sido lanzado a una vida que nunca había concebido para sí mismo. En Europa, el paraíso de los oportunistas, había tenido éxito más allá de sus sueños más salvajes. Pero aún no era suficiente. Nada podía satisfacer a la bestia de su interior.

Los recuerdos de Francisco le habían atormentado perpetuamente. Ciertamente no lo amaba, esa ilusión había empalidecido hacía mucho tiempo. Ya no creía más en el amor, ni quería. Pero tenía que satisfacer la furiosa necesidad que nunca le permitía olvidarlo. Había visto los ojos de Francisco, su boca, la curva de su mentón, en el rostro de miles de extrañas. Cuanto más fervientemente intentaba ignorar su recuerdo, más persistentemente se obsesionaba con el.

—¿Y qué ocurrirá si el resulta herido durante lo que llamas exorcismo? —preguntó. Su tono no estaba sombreado por ningún tipo de enjuiciamiento.

—Quizás quiero herirlo —Eso era una subestimación. Esteban no pretendía meramente herir a Francisco. Lo iba a hacer sufrir, llorar, gritar, suplicar. Iba a ponerlo de rodillas. Quebrarlo. Y era sólo el comienzo…

Enzo lo miró escéptico.

—Es una actitud bastante extraña, viniendo de un hombre que una vez lo amó.

—No fue amor. Fue una mezcla de pasión animal, juventud y estupidez.

—Qué gloriosa pócima —dijo con una sonrisa llena de recuerdos —No me he sentido de esa forma desde que tenía dieciséis años y me encapriché con la amiga de mi hermana —Se paró, resquebrajándose su sonrisa, oscureciéndose sus ojos mieles —Me voy a tomar otra bebida. ¿Te importa venir conmigo?

Esteban sacudió la cabeza.

—Tengo algunos asuntos que atender.

—Sí, claro. Querrás hacer la ronda… no dudo que algunos de los criados se acordarán de ti —Una sonrisa burlona tocó los labios de Enzo —Un lugar adorable, esta hacienda. Uno se pregunta cuánto tiempo le llevará a sus habitantes comprender que han dejado entrar una serpiente en su paraíso.

Magia ; Kuku x Fran Donde viven las historias. Descúbrelo ahora