Capítulo 4

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Después de su dieciocho cumpleaños, Esteban había comenzado a cambiar a velocidad sorprendente. Crecía tan rápidamente que hacía exclamar a la señora Sandra en afectuosa exasperación que no tenía sentido sacarle a sus pantalones, cuando tendría que volver a hacerse a la semana siguiente. Él estaba vorazmente hambriento todo el tiempo, pero ninguna cantidad de comida servía para satisfacer su apetito o para llenar su larguirucha figura de huesos grandes.

—El tamaño del muchacho presagia buen futuro —dijo orgullosamente mientras discutía sobre Esteban con el mayordomo, Roberto. Sus voces llegaron claramente desde el vestíbulo ribeteado con piedra hasta el balcón del segundo piso por donde pasaba por casualidad Francisco.

Alerta a cualquier mención de Esteban, se paró y escuchó intensamente.

—Indiscutible. Casi un metro noventa... podría decirse que logrará con facilidad las proporciones de un lacayo algún día.

—Quizás debería ser traído de las cuadras y comenzar su aprendizaje como lacayo —dijo en un tono apocado que hizo hacer una mueca a Francisco. El sabía que detrás de esas maneras casuales había un fuerte deseo de traerlo de la posición más baja de mozo de escuadra a algo más prestigioso  —El cielo sabe —continuó el ama de llaves —que podríamos usar otro par de manos para cargar carbón y limpiar la plata, y para sacar brillo a los espejos.

—Mmm —Hubo una larga pausa —Creo que tiene razón, señora Sandra. Recomendaré al conde que Kuku sea hecho lacayo. Si está de acuerdo, ordenaré que se le haga un uniforme.

A pesar del incremento de la paga y del privilegio de dormir en la casa, Esteban de algún modo no estaba agradecido por su nuevo status. Había disfrutado trabajando con los caballos y viviendo en la relativa privacidad de las cuadras, y ahora pasaba al menos la mitad de su tiempo en la mansión vistiendo un uniforme convencional completo compuesto de calzones negros de felpa, un chaleco color mostaza, y una levita azul. Lo que era todavía más agraviante, se le pedía acompañar a la familia a la iglesia cada domingo, abrir el banco para ellos, quitarle el polvo, y disponer en él sus libros de oración, el resto del tiempo de Esteban estaba ocupado en jardinería y en limpiar los coches, lo que le permitía llevar sus gastados pantalones y una camisa suelta blanca. Se puso profundamente bronceado, y aunque el tinte bronce de su piel proclamaba claramente que pertenecía a la clase obrera, destacaba el vívido castaño de sus ojos y hacía que sus dientes parecieran todavía más blancos de lo habitual. No era de sorprender que Esteban comenzara a atraer la atención de las huéspedes femeninas de la finca, una de las cuales incluso intento contratarle fuera de Buenos Aires.

A pesar de los mejores esfuerzos de seducción de la señora, Esteban rechazó la oferta de empleo con tímida discreción. Desafortunadamente, ese sentido del comedimiento lleno de tacto no fue compartido por el resto de los criados, que se burlaron de Esteban hasta que este se puso rojo bajo su bronceado.

Francisco le preguntó por la oferta de las señoras tan pronto como encontró una oportunidad para estar a solas con él. Era mediodía, justo después de que Esteban había terminado sus tareas en el exterior, y tenía unos pocos preciosos minutos de tiempo libre antes de que debiera vestirse con su uniforme para trabajar en la mansión.

Se repantigaron juntos en su punto favorito del río, donde un prado bajaba a la ribera. Hierbas altas los camuflaban de la vista cuando se sentaron en las rocas planas que se habían tornado suaves por el silenciosamente persistente flujo del agua. El aire estaba pesado por los aromas del mirto de la orilla y por el brezo calentado por el sol, una mezcla que apaciguó los sentidos de Francisco.

—¿Por qué no te vas con ella? —preguntó, subiendo sus rodillas bajo las faldas y rodeándoselas con los brazos. Estirando su cuerpo, Esteban se subió sobre un codo.

Magia ; Kuku x Fran Donde viven las historias. Descúbrelo ahora