Capítulo 8

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La señora Sandra llegó a la puerta del escritorio de Francisco, una pequeña antecámara de su dormitorio, y lo encontró acurrucado en la esquina de un sillón que había estado alojado contra la ventana del añejo vidrio, con la mirada fija en la nada. El estrecho umbral por debajo de los cristales de la ventana estaba alineado con pequeños objetos, un diminuto caballito pintado de metal, un par de soldados de hojalata, uno de ellos sin un brazo, un botón barato de madera de la camisa de un hombre, un pequeño cuchillo enfundado con un mango tallado con la punta de un cuerno.

Todos los artículos eran trocitos y piezas del pasado de Esteban que Francisco había coleccionado. Sus dedos estaban enrollados alrededor del dorso de un pequeño libro de versos, la absurda clase de libros utilizados para enseñar a los niños las reglas de la gramática y la ortografía. La señora Sandra recordó más de una ocasión en la que había visto a Francisco y Esteban de niños, leyendo juntos el abecedario, con sus cabezas muy juntas mientras Francisco se empeñaba en tratar de enseñarle sus lecciones. Y Esteban había escuchado de mala gana, aunque era bastante claro que hubiera preferido mucho más andar corriendo por los bosques como una criatura incivilizada.

Frunciendo el ceño, la señora Sandra colocó un plato de sopa y tostadas sobre la falda de Fran.

—Es hora de que comas algo —dijo, acentuando su preocupación con una voz severa.

En el mes en que Esteban había partido, Francisco no había podido comer o dormir. Débil y desanimado, pasaba la mayor parte de su tiempo a solas. Cuando se le ordenaba acompañar a la familia en la cena, se sentaba sin tocar su comida y permanecía anormalmente silencioso. El conde y la condesa decidieron considerar el rechazo de Francisco como un capricho infantil. Sin embargo, la señora Sandra no compartía esa opinión, preguntándose cómo podían desestimar tan fácilmente el profundo afecto que existía entre Francisco y Esteban.

El ama de llaves había tratado de razonar acerca de su preocupación, recordándose a sí misma que ellos eran simples niños, y como tales, eran criaturas muy animosas. Aún así, perder a Esteban parecía desquiciar a Francisco.

—Yo también lo extraño —dijo el ama de llaves, con un nudo en la garganta y dolor compartido —Pero debes pensar en lo que es mejor para Kuku, no para vos. No querrías que él permaneciera aquí y estuviera atormentado por todas las cosas que no podría tener. Y no le sirve a nadie dejarte convertir en pedazos de esta manera. Estás pálido y delgado, y tu cabello está tan áspero como la cola de un caballo. ¿Qué pensaría Kuku si te viese ahora? —Francisco elevó una lánguida mirada hacia la de ella.

—Él pensaría que es lo que merezco por ser tan cruel.

—Él entenderá algún día. Reflexionará sobre ello y se dará cuenta de que vos sólo podías haberlo hecho por su propio bien.

—¿Vos piensas eso? —Preguntó sin aparente interés.

—Por supuesto —asintió vehemente la señora Sandra.

—Yo no —recogió el caballito de metal de la ventana y lo observó sin emoción —Pienso que Kuku me odiará por el resto de su vida —El ama de llaves meditó en las palabras, convenciéndose cada vez más de que si algo no se hacía pronto para sacudir al joven de su congoja, se podría provocar un daño permanente en su salud.

—Quizá debería decirte que... he recibido una carta de él —dijo aunque había tenido la intención de guardar esa información para ella misma. No se podía predecir cómo reaccionaría Francisco ante las noticias. Y si el conde se enterara de que la señora Sandra había permitido a Francisco ver aquella misiva, habría aún otro puesto libre en la hacienda... el de ella. Los ojos verdes del joven revivieron de repente, cargados de un brillo frenético.

Magia ; Kuku x Fran Donde viven las historias. Descúbrelo ahora