• 𝐂𝐚𝐩𝐢𝐭𝐮𝐥𝐨 𝟏𝟎 •

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Leonor despertó en la más absoluta penumbra. Antes de acostarse, se habia encargado de bajar la persiana al máximo. Odiaba dormir con luz, sentía que le aligeraba el sueño. Fuera, el trinar de los pájaros la alertaban de que ya era de día.

Notaba la cabeza dolorida y la boca seca. Había sudado mientras dormía, y tenía las sábanas enroscadas en sus piernas. Agobiada, pateó fuerte al aire, tratando de quitárselas de encima. Se incorporó en la cama y se apartó el pelo de la cara. No sabía qué hora era, ni dónde estaban los demás. La noche anterior, cuando Lamine ya había vertido todos los contenidos de su estómago en el váter, lo metieron en la cama de una de las habitaciones de invitados, y Pablo y ella se retiraron a sus propios dormitorios. Pablo le había dicho un Buenas noches, Leonor que había resonador en su cabeza hasta que ésta se quedó dormida.

Pablo...

Rápidamente la sobrevino el torrente de imágenes de la noche anterior: la bebida, la piscina, el ropero, el beso...

El beso. Pensaba en él y volvían a aflorar en su piel y en sus órganos los mismos sentimientos que cuando tenía los labios del sevillano sobre ella: las manos le sudaban, la piel se le erizaba, las mejillas se enrojecían. Si hacía el suficiente esfuerzo, hasta podía volver a sentir el suave movimiento envolvente del segundo par de labios sobre los suyos, y acudía a ella un fuerte deseo de más.

Había dado su primer beso, su primer beso de verdad, con un chico como aquel. No se lo creía.

Hizo un esfuerzo por calmarse, y poner sus pensamientos en orden. Le vendría bien una ducha, y también desayunar algo. Haría, en primer lugar, lo segundo. Se puso en pie.

Abrió la puerta del dormitorio y se asomó al pasillo. No se escuchaba ningún ruido. Los demás seguirían durmiendo.

Bajó la escaleras y entró en la cocina. Las botellas, vasos, y bolsas de fritos seguían en la isla, dando a la cocina un aspecto sucio. Por lo menos, Pablo y ella habían fregado el vómito de Lamine la noche anterior.

Recogió un poco: guardó las botellas en la nevera, las bolsas en los armarios, humedeció una bayeta del fregadero y limpió con ella la superficie de la encimera y la isla de la cocina. Observó el resultado satisfecha: ahora podía pensar en qué iba a desayunar.

El día anterior, Alicia había mencionado que había una bolsa de magdalenas y varios paquetes de galletas en el armario de encima de los fogones. Abrió la puertecita blanca y, efectivamente, allí estaban. Se subió a la encimera para poder alcanzarlos y dejarlos en la isla.

Localizó en uno de los extremos de la encimera una máquina de café de las buenas, de las caras. Por supuesto, unos millonarios no se iban a conformar con una Nespresso. Rebuscó hasta encontrar un tarro de cristal en el que guardaban café molido, y trasteó con el lujoso aparato hasta que, más o menos, lo hizo funcionar.

𝐌𝐢 𝐫𝐞𝐢𝐧𝐚 | 𝐆𝐚𝐯𝐢 𝐲 𝐋𝐞𝐨𝐧𝐨𝐫Donde viven las historias. Descúbrelo ahora