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Cain...

Cain recordaba aquel momento como si fuera ayer. Su madre, con una mirada severa, lo había regañado con una intensidad que parecía cortar el aire. Era una sensación de sed y locura, sentir cómo ese pequeño pájaro moría en sus manos. Los ojos aterrorizados de su madre lo observaban con un miedo palpable, y él solo sentía una creciente sensación de poder.

Desde ese día, Cain nunca mató nada frente a su madre. Ella era una persona muy buena, y él había aprendido a ocultar su verdadera naturaleza.

Un día, mientras se dirigía al campo de cosecha, su madre lo llamó:

- ¡Mamá, voy a ver la cosecha! - gritó.

- ¡Ten cuidado, mi amor! - le respondió ella con preocupación.

La cosecha en su hogar era abundante, y su madre amaba sembrar. Desde la distancia, Cain vio a un hombre intentando robar parte de la cosecha.

- ¿Qué haces? - le preguntó Cain con una sonrisa que escondía su intención.

- Lo lamento mucho, pero tengo mucha hambre - respondió el hombre, desesperado.

Cain nunca había sentido pena ni misericordia.

- Claro, toma lo que quieras - dijo, fingiendo inocencia.

- Gracias, niño - contestó el hombre.

La palabra "niño" era algo que Cain detestaba. Observó cómo el hombre tomaba más de lo que necesitaba, una muestra más de la avaricia humana. La arrogancia de Cain se hizo evidente mientras tomaba una barrilla del suelo, aquella herramienta usada para escarbar la tierra.

Sin vacilar, la empujó en la espalda del hombre. Los gritos de dolor y el agonizante alarido del hombre resonaron en sus oídos. La sangre fresca salpicó, y los ojos de Cain se tornaron de un azul más intenso mientras sujetaba con firmeza el cuello del hombre.

- No seas egoísta. Los humanos no saben cuándo detenerse - murmuró Cain antes de quebrarle el cuello.

Con su pie, comenzó a pisar la cara del hombre, sintiendo el crujido de los huesos y la sangre salpicando su piel. Esta escena le proporcionaba una extraña sensación de vitalidad.

Enterró el cuerpo lejos de la cosecha y fuera de la vista de su madre. Luego, se dirigió al invernadero y, con agua, limpió la sangre que impregnaba sus ropas.

- Hijo, ven a comer - lo llamó su madre desde la casa.

- Voy, madre - respondió él, con la calma de quien oculta un oscuro secreto.

Ella nunca sabría que su hijo había sido el asesino de aquel día.


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Libranos de todo mal Donde viven las historias. Descúbrelo ahora