Capítulo 4 (primera parte)

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Salieron de Kada aquella misma noche. Tal y como prometió, Yanis había conseguido cinco caballos. El joven no había querido desvelar cómo ni dónde los había adquirido, pero Eseneth supuso que los contactos de su padre habían tenido algo que ver. Lanson se había quedado con uno alto de color castaño, casi tan oscuro como la piel del alto aristócrata; Ivy había preferido uno moteado, que compartía con Veda, y Shaleen otro de color perla. Yanis se había reservado el más pequeño, ya que adujo que no estaba acostumbrado a montar. Eseneth se había conformado con el que no había querido nadie, uno negro dotado de una mirada triste y abatida que le recordaba demasiado a la suya.

Aparte de los caballos, Yanis también se había hecho con un atuendo típico de las campesinas de Kada, un conjunto sencillo de camisa y falda de algodón, y le instó a Veda a ponérselo.

—Sé que no estáis acostumbrada a vestir así, alteza —se disculpó—, pero debemos asegurarnos de que nadie os reconozca. No sería buena idea que huyerais con el vestido ceremonial del Sacrificio.

La niña no tuvo problemas en cambiarse de ropa. Yanis lanzó una mirada al calasiris de Ivy, cargado de piedras preciosas, y se frotó la barbilla, dubitativo.

—Los demás también deberíais poneros algo más... discreto.

Shaleen le prestó a la elfa un conjunto de pantalón y chaqueta de cuero suave y rebuscó entre sus arcones en busca de algo que pudiera servir para vestir a Eseneth.

—Esto era de mi padre —le dijo, tendiéndole unas ropas algo raídas que olían a cerrado y a naftalina. Eseneth asintió sin apenas fijarse en ellas; a esas alturas, vestirse como un plebeyo era la última de sus preocupaciones.

Lanson, en cambio, fue el que puso más problemas y eso, por algún motivo, no sorprendió al reencarnado.

—Soy un alto aristócrata —protestó el joven, con el rostro alzado y los brazos cruzados sobre el pecho—. No pienso vestirme con andrajos.

—La ropa de mis padres no son andrajos —gruñó Shaleen, con una pizca de dolor en la voz.

—No hace falta —propuso Yanis, diplomático—. Basta con que os quitéis el elemento más representativo de la Guardia Azul.

Lanson le miró con una ceja alzada y el joven señaló su capa.

—Ni hablar. No pienso desembarazarme de mi capa.

—¿Por qué no?

—Es mi orgullo como miembro de la guardia de los reyes de Nandora —insistió Lanson, altanero—. Juré que nunca me quitaría esta capa y pienso cumplir mi palabra.

—Ese juramento es simbólico —masculló Yanis.

—Señor Noelle —intervino Eseneth, consciente de qué teclas había que pulsar para tratar con un alto aristócrata—, comprendo vuestra posición. Sin embargo, lo que jurasteis no fue llevar la capa, sino proteger a la familia real. Si alguien os reconoce, estaríais poniendo en peligro la vida de la princesa.

Lanson se frotó la mandíbula.

—Tenéis razón. Vos sí que sabéis decir las cosas con propiedad, señor Arwell. —Yanis puso los ojos en blanco y bufó—. Está bien. Lo haré por el bien de su alteza.

El Guardia Azul se retiró la capa y la dobló con sumo cuidado. Lanzó una mirada interrogativa al salón de la casa de Shaleen, como si buscara algún sitio apropiado para guardarla, y la apretó un poco más contra el pecho.

—¿Dónde puedo guardarla?

—¿Guardarla? —repitió Yanis, con un evidente tono incrédulo en la voz. Eseneth quiso interceder de nuevo, pero el joven no le dejó opción—. En ningún sitio. No podemos dejar que la encuentren. Sería una pista hacia nosotros.

El último Sacrificio (Hijos del Primigenio I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora