Episodio: XI

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FABRICIO KAMENY

Pocas personas pueden señalar con precisión el día en que sus vidas dieron un giro irreversible. Yo soy una de las excepciones. Si me preguntas, te diré que ese día fue el día del accidente, el día en que la soledad se instaló en mi corazón y me convertí en un "huérfano". No fue un día cualquiera; era el día libre de mis padres, un respiro en sus apretadas agendas. Ambos trabajaban en "Azione", una empresa cuyo nombre en italiano significa "Acción". No es necesario ser un experto en idiomas para entenderlo, pero te lo aclaro por si acaso te resulta confuso.

Azione era un trampolín para actores y actrices de renombre que llegaban de todos los rincones del mundo. Mi madre, Giulia Bianchi, era maquilladora en esa empresa. Era una mujer de carácter fuerte, centrada y rigurosa, que no toleraba la mediocridad. Su dedicación al trabajo la mantenía lejos de casa más de lo que a mí me hubiera gustado. Era la mejor en su campo; los actores más destacados solo se dejaban tocar por sus manos expertas, y cuando otros la asistían, siempre estaba allí para supervisar. Era esbelta, con cabellos oscuros que caían como cascadas y ojos azules que parecían contener todo el cielo.

Por otro lado, mi padre, Marco Bianchi, era el fotógrafo estrella de la empresa. No era un fotógrafo cualquiera; su talento era reconocido en todo el país y todos querían contratarlo. Sin embargo, eligió trabajar en Azione, en parte por amor a mi madre y en parte porque allí podía brillar sin restricciones. A diferencia de ella, él era cálido y despreocupado, una chispa de luz en medio de la rigidez. Siempre lo vi como un gigante de buen corazón; su cabello negro caía libremente sobre su frente y sus ojos oscuros absorbían la luz como si fueran un abismo.

El día del accidente fue nuestro día libre, un momento que debería haber sido especial. Recuerdo vívidamente cómo estábamos todos juntos en el sofá, mirando un partido de fútbol. La sala estaba llena de risas y gritos de emoción mientras disfrutábamos de palomitas de maíz. Pero la tranquilidad se rompió cuando una notificación llegó al teléfono de mi padre: un nuevo local de pizzas había abierto sus puertas. En ese instante, mi pequeño corazón se iluminó con la idea de salir.

-Por favor, vamos, vamos, vamos----grité mientras saltaba sobre el sofá.

-¿No te divierte el partido?, mejor sigamos viendo, no tengo ganas de salir----aclaró mi madre cansada.

-Nunca están en casa y tampoco podemos salir, salgamos al menos hoy, ¿Si?----siguió insistiendo ese niño.

-Está bien, Fabri tiene razón, vayamos a visitar la nueva pizzería----contestó mi padre con una sonrisa.

A pesar de la resistencia inicial de mi madre —cansada tras una larga jornada laboral—, mi padre logró convencerla. Nunca salíamos, y mi entusiasmo era contagioso. Así que nos pusimos en marcha: mi padre al volante, mi madre a su lado y yo, lleno de alegría, sentado detrás. Todo parecía perfecto hasta que un pequeño incidente cambió nuestro destino.

Mi tablet se deslizó del asiento y cayó al suelo del auto. Al intentar recogerla, me golpeé la cabeza. El llanto brotó de mí como un torrente descontrolado. La preocupación se apoderó de mi padre, y el caos comenzó a desatarse cuando una figura inesperada apareció en la carretera desierta. En un acto instintivo, él giró el volante y el auto se precipitó por un barranco.

No tengo palabras para describir la agonía que sentí mientras el vehículo giraba sin control, cayendo por la ladera. El tiempo se detuvo; cada vuelta era una eternidad. Finalmente, el auto se detuvo al caer en un arroyo. El dolor era insoportable; cada hueso de mi cuerpo parecía gritar. En ese momento, comprendí lo que significaba la muerte, aunque solo tuviera ocho años.

La puerta del auto estaba abierta y lo único que deseaba era salir. Al mirar desde afuera, vi los cuerpos ensangrentados de mis padres. La parálisis del miedo me invadió; no sabía qué hacer. No se movían, no respiraban, no había respuesta alguna. Una joven que presenció el accidente llamó a la ambulancia mientras yo caía en un abismo de oscuridad y desmayo.

Nuestro OtoñoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora