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- ¿Quién es la de la foto que tienes en el despacho?- pregunto con curiosidad derrepente, tras haber estado enmismados en las vistas que teniamos alrededor.

Y al instante supe a quien se refería.

Mariam.

Mientras la brisa suave de la noche acariciaba nuestros rostros, ambos permanecíamos en silencio, mirando el cielo estrellado.

Las luces parpadeantes de las estrellas parecían tan distantes, inalcanzables, casi como los recuerdos que se acumulaban en mi pecho.

Amin me observaba, pero yo apenas podía mirarlo tras dicha cuestión .

—¿Te contó Hamza qué fui a hacer en Alemania? —pregunté sin apartar la vista de las vistas , tratando de explicárselo .

—Sí —contestó con un aire de orgullo, como si compartir aquel detalle lo hiciera sentir más cercano a mí—. ¿Un voluntariado, no?

—Exactamente —murmuré, dejando que mis palabras se fundieran con el susurro del viento—. Nada más empezar nos advirtieron que no creáramos lazos con los migrantes. Algo que, sin darme cuenta, terminé incumpliendo.

Una pausa se instaló entre nosotros. La oscuridad nos envolvía, y el sonido de las hojas en los árboles parecía amplificar el peso de lo que estaba por decir.

—Conocí a una niña, llamada Mariam... —Mi garganta se apretó, como si las palabras se resistieran a salir—. Sus padres murieron en el viaje de Siria a Turquía, ahogados. La niña tenía solo seis años. En el momento en que la vi... me vi a mí misma en ella.

Amin frunció el ceño, la incomprensión reflejada en su rostro.

—No entiendo...

Tomé aire profundamente, sintiendo cómo el aire frío quemaba en mis pulmones.

—Amin... —Mi voz apenas era un susurro mientras mis ojos se llenaban de lágrimas. Todo el dolor que había guardado por años volvía a golpearme con una fuerza arrolladora.

—Mierda, sabía que no debía haber preguntado —dijo, inquieto, notando mi cambio.

Sacudí la cabeza, tragándome el nudo en la garganta.

—Yo también fui huérfana en su momento —dije entrecortadamente, mis palabras luchando por salir—. Soy adoptada.

La sorpresa iluminó los ojos de Amin, ampliados por la incredulidad.

—¿Qué? Mierda, Kamar, no sabía... Lo siento mucho.

—No es algo de lo que me avergüence —respondí, mi voz débil mientras sorbía ligeramente la nariz—. Pero Mariam... El problema fue que tenía una enfermedad muy rara, una para la cual no había cura. Subhanallah, cada año mejoraba, tanto que pensé que podría vencerla.

El peso de aquella madrugada volvió a caer sobre mí, apretando mi pecho, robándome el aire. El cielo nocturno se desvanecía frente a mis ojos, reemplazado por la imagen de Mariam, frágil y serena.

Amin me observaba con preocupación, pero susurró suavemente:

—No tienes que seguir si no puedes...

Lo ignoré, porque sabía que no podía detenerme.

—Una noche, me quedé tumbada junto a ella, escuchando su respiración. Pero al amanecer... a la hora del fajr... la encontré inmóvil, sin aliento. Intenté despertarla, llamé su nombre, pero no respondía. Estábamos solas, y no podía hacer nada.

El aire a mi alrededor parecía espeso, cargado de la impotencia de aquella noche, mientras los recuerdos me ahogaban una vez más.

El silencio que siguió se hizo insoportable, como si cada segundo que pasaba llenara el espacio entre nosotros con más peso, más dolor. Amin no dijo nada, pero su respiración parecía acelerada, como si estuviera compartiendo mi angustia. Yo, en cambio, seguía atrapada en el recuerdo de esa madrugada, de la impotencia que sentí al sostener el cuerpo inerte de Mariam.

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