El laberinto de los miedos

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Pese a todos los intentos de la dirección de Hogwarts, de acuerdo con la de Durmstrang, de que el asunto de Tanya y Nikolai no trascendiera necesario, todo fue en vano y a los pocos días la historia ya era conocida por todos los estudiantes del castillo.

La directora McGonagall paseaba por su espacioso despacho, contemplando los retratos de todos aquellos que la habían precedido, la mayoría de los cuales dormitaban. Uno de ellos, sin embargo, tenía los ojos muy abiertos y contemplaba los paseos de la todavía enérgica mujer sin perder detalle, con la sonrisa que en vida lo había caracterizado.

-Hiciste lo correcto, Minerva –comentó finalmente Albus Dumbledore desde su marco, y ella se volvió hacia él.

-Lo sé Albus –suspiró la mujer-, pero son tan jóvenes... Parece que fue ayer cuando Lee Jordan gastaba bromas con los Weasley, y ahora su hija está expulsada de Hogwarts y se enfrenta a un juicio con cargos graves.

-No podías hacer otra cosa, y además eran lo bastante mayores para decidir. Tú mejor que nadie sabes el daño que hubieran podido causar, además.

-Ya lo sé, pero que haya cumplido con mi deber no significa que no pueda darme lástima.

-Por supuesto que no, pero sé que eso no es todo Minerva. Te sientes culpable.

La directora suspiró. Una vez más, Albus Dumbledore la había calado.

-Pues sí...

-No tienes ninguna culpa, lo mismo que Dippet no la tuvo en el asunto de Tom Riddle.

McGonagall tomó aire y asintió; sabía que no valía la pena discutir con Dumbledore, porque él siempre la convencía, y además tenía prisa.

Se echó su capa preferida sobre los hombros, y tras despedirse Albus brevemente, emprendió el largo camino hacia la explanada que se extendía en los confines de los terrenos del castillo, donde tenía una cita importante.

Llegó cansada a los jardines, diciéndose que los años le habían pasado más factura de la que ella pensaba, pues en el fondo aún no se sentía tan mayor. Suspirando, se alisó la ropa para que estuviera perfecta, se recolocó un mechón de pelo que se había salido del moño y tras tomarse unos segundos para recuperar el aliento, siguió avanzando hasta la explanada que se extendía en los confines del colegio.

Había quedado en reunirse allí con los campeones, pues ya era hora de que tuvieran más información sobre la tercera y última prueba, que también sería la definitiva, y a medida que se acercaba vio que Alec Fournier y Zinaida Kuznetsova ya estaban esperando, pero de James Potter no había ni rastro. A Minerva, por otro lado, no le sorprendió, aunque tuvo que contenerse para no soltar un bufido: no le extrañaba que el cáliz de fuego lo hubiera elegido para ser el campeón de Hogwarts y hasta se alegraba, pero un poquito de puntualidad hubiera sido deseable.

La directora oyó entonces unos pasos que se aproximaban corriendo en su dirección, y poco después sintió como un brazo le rodeaba los hombros.

-Buenas noches, señor Potter –saludó, poniendo los ojos en blanco.

-Qué seca eres conmigo Minnie... Con todo lo que yo te quiero.

McGonagall volvió la cabeza y lo vio con una enorme sonrisa que, inevitablemente, se le contagió.

-Venga, venga, señor Potter, no tenga tanto cuento y céntrese, que es importante.

James se llevó una mano a la frente en un saludo militar.

-¡Señora, sí, señora!

Justo entonces llegaron al lugar donde estaban los otros dos campeones, que los observaban con extrañeza. James se colocó junto a ellos, ignorando las miradas que le dirigían, y Minerva se obligó a volver a ponerse seria.

Ojos verdesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora