vestía de azul

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Bajo un cielo abierto, el verano danza
como una cinta de luz en el horizonte.
El aire sabe a sal y a flores marchitas,
al perfume olvidado de días que no vuelven.

Caminamos por la orilla de un sueño,
donde las horas se desvanecen en arena fina,
y las olas susurran secretos de antaño
que sólo entienden los corazones cansados.

La válvula azul del cielo se abre lenta,
dejando escapar el vapor de un día que arde,
en un crepúsculo teñido de nostalgia,
como una promesa incumplida.

Tus ojos, reflejados en la bruma,
son dos faros en la distancia,
perdiéndose entre las sombras
de un verano eterno que nunca termina.

El calor se enreda en nuestros cuerpos,
y cada respiro es un eco de lo que fuimos.
Nos quedamos atrapados en esa luz dorada,
en un limbo entre el pasado y el deseo.

Las estrellas, perezosas, se asoman
como pequeñas ventanas al infinito,
mientras la luna se alza con su manto de plata,
envolviéndonos en una serenidad casi cruel.

El viento, ligero, lleva con él
canciones de tiempos más dulces,
notas de una melodía que conocimos
cuando el verano era aún un refugio.

La válvula azul del cielo gotea recuerdos,
como lágrimas suspendidas entre lo que fuimos
y lo que nos queda por ser.
Y el verano, con su calor persistente,
nos recuerda que el amor, al igual que los días largos,
siempre encuentra su fin en el crepúsculo.

Pero hasta entonces, seguimos danzando,
cautivos de esa brisa cálida,
esperando que la noche no llegue nunca,
que la válvula azul no cierre por completo.

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