Capítulo 11

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 El sol se estaba ocultando lentamente detrás de las montañas, proyectando sombras alargadas sobre el camino que conducía a Ignaris. Allí, en la distancia, Nyssa Viperscale divisó las siluetas inconfundibles de los recién llegados. Los Ashborne. Sus cabellos rojos eran como llamas vivas en medio de la oscura senda.

—Ya llegaron —dijo con una media sonrisa, sin apartar la mirada de los jinetes que se acercaban, su voz suave, casi como un susurro de serpiente.

Detrás de ella, sentado en una silla ornamentada en la amplia biblioteca del castillo, estaba Sylas. Sus dedos tamborileaban sobre el brazo del asiento, sus ojos entrecerrados mientras leía un antiguo manuscrito. Apenas levantó la mirada cuando su hermana habló. No necesitaba verlos para saber que habían llegado.

—No me importa —respondió Sylas con frialdad, su voz como el filo de un cuchillo—. Padre los va a asesinar en cuanto los vea.

Nyssa, con su habitual aire de desdén, rodó los ojos y se apartó de la ventana, girándose hacia su hermano mellizo.

—¿Eso crees? —preguntó con un tono burlón mientras se acercaba, su vestido de seda verde serpenteaba a su alrededor con cada paso que daba—. No es tan simple, Sylas. No vinieron aquí para morir.

Sylas levantó una ceja, por fin deteniendo su lectura, aunque su expresión permanecía inmutable. Era la clase de hombre que no dejaba escapar ninguna emoción más allá de la calculada frialdad que siempre exhibía.

—¿Y qué vinieron a hacer entonces, Nyssa? ¿Crees que pueden simplemente aparecer después de dieciséis años y reclamar el trono que perdieron? Son unos idiotas. Padre los destrozará en cuanto pongan un pie en el salón del trono.

Nyssa no respondió de inmediato. Sus ojos volvieron a desviarse hacia la ventana, esta vez enfocándose en una figura en particular. Theodore Ashborne. Su cabello pelirrojo brillaba bajo los últimos rayos de sol, y una intensidad en su mirada, en su forma de montar, captó su atención de inmediato. Su sonrisa se torció levemente mientras lo observaba.

—¿Quién dijo algo sobre reclamar el trono? —susurró, su mirada fija en Theo—. Sylas, no subestimes su inteligencia. Saben que no pueden simplemente pedir la corona. No son tan tontos.

Sylas resopló, su paciencia al borde. Cerró de golpe el libro que estaba leyendo y se levantó, caminando con pasos firmes hacia su hermana.

—Entonces, ¿qué? —preguntó con desdén—. Si no vienen por la corona, ¿Qué demonios buscan aquí? Padre no los va a perdonar por el simple hecho de haber aparecido. Y yo tampoco.

Nyssa se giró lentamente, enfrentando a su hermano. Los labios pintados de carmesí se curvaron en una sonrisa que prometía peligro.

—Vienen por el Consejo del Cielo, Sylas. No seas tan obtuso. —Dio un paso hacia él, sus dedos delgados y pálidos trazando una línea suave por su brazo—. Si logran sentarse en el consejo, podrán recuperar la influencia que alguna vez tuvieron. Y poco a poco, podrían ganarse a las casas, debilitando a padre hasta que estén en posición de dar un golpe.

Sylas se apartó del contacto de Nyssa con brusquedad, frunciendo el ceño.

—¿Quién los va a apoyar? —bufó—. Ninguna casa en su sano juicio seguiría a unos desdichados como los Ashborne. Son débiles, reliquias de un pasado que ya nadie quiere recordar.

Nyssa soltó una risa suave, su mirada astuta brillando.

—Los Leostone vinieron con ellos —dijo, con un aire de triunfo que hizo que Sylas la mirara con más atención.

Sylas apretó la mandíbula al escucharlo, el disgusto evidente en su expresión.

—Los Leostone... —murmuró, la ira comenzando a burbujear bajo la superficie—. Siempre tan rectos, tan nobles. Roland es un estirado arrogante que presume de su honor como si fuese la única virtud que existe. Nunca me ha agradado.

Heraldo de Brasas (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora