Prólogo

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El cielo se desplomaba en llamas sobre Ignaris, tiñendo el horizonte de un crepúsculo carmesí. El eco de las explosiones resonaba en los muros del castillo, sacudiendo los cimientos de lo que alguna vez fue el corazón de la Casa del Fénix. Dentro de los muros, el caos reinaba.

Seraphina, apenas una niña de cinco años, corría tras su madre, tropezando con sus pies pequeños mientras el miedo la empapaba. Todo era ruido: el estruendo de los muros derrumbándose, los gritos de los soldados heridos, el rugido de las llamas devorando las estancias.

—¡Mamá! —sollozó, aferrándose con fuerza a la mano de Fiamma, su madre. Sus ojos grandes y asustados trataban de captar lo que estaba ocurriendo, pero era demasiado para una niña tan pequeña.

Fiamma, con su rostro marcado por el esfuerzo, apenas podía esconder el dolor que sentía. Su vientre abultado anunciaba el inminente nacimiento de Theodore, pero su mayor preocupación en ese momento era su hija mayor.

—Sera, no te sueltes de mí —le ordenó con voz severa. Apretó la mano de su hija con una determinación feroz, como si ese contacto fuera lo único que les quedaba del mundo seguro que alguna vez conocieron.

El castillo, que siempre había sido majestuoso, estaba siendo reducido a escombros. Las torres que se alzaban hacia los cielos como llamas, ahora eran meros esqueletos en el horizonte, envueltos en fuego. El estandarte de la Casa del Fénix ondeaba a duras penas, rasgado y consumido por el calor abrasador.

El mismo fuego que ellos llevaban en su interior, era el que estaba derrumbando su propio castillo.

—Por aquí —susurró Fiamma, guiando a Seraphina a través de un pasadizo secreto detrás de un tapiz, donde las sombras no podían alcanzarlas, al menos por el momento.

Seraphina, con el corazón desbocado, miraba a su madre. Fiamma, Reina de Aetheris, siempre había sido su faro de fortaleza, pero esa noche, había en su mirada un sentimiento diferente: miedo, uni que nunca antes había visto en ella, junto a una tristeza profunda, como si supiera que lo que estaban dejando atrás no sería su hogar de nuevo.

—¿Por qué están aquí los hombres malos, mamá? —preguntó Sera con inocencia, su voz apenas audible.

Fiamma se detuvo un segundo, inclinándose con dificultad para acariciar el cabello de su hija.

—Porque... porque algunos hombres quieren lo que no les pertenece —respondió, su tono tenso, pero tratando de mantener la calma—. Pero ellos no saben que el Fénix siempre renace. Nosotros siempre renacemos.

Siguieron corriendo por el oscuro pasillo, y mientras lo hacían, las lágrimas de Sera caían en silencio. Podía sentir el calor de las llamas a lo lejos, podía oler el humo que se colaba incluso en ese pasaje subterráneo. Y, a pesar de las palabras de su madre, en su corazón sabía que ya nada volvería a ser como antes.

Cuando alcanzaron la salida del túnel, Fiamma detuvo bruscamente su marcha. Una sombra se alzaba frente a ellas. Malakar Viperscale, el hombre que había traicionado a la Casa del Fénix, se encontraba de pie ante ellas, su armadura negra brillando bajo el fuego que iluminaba la escena. A su alrededor, los guardias caían como hojas en otoño, mientras los hombres de Malakar, leales solo a la oscuridad, arrasaban con todo.

—Fiamma —susurró Malakar con una voz sedosa, como veneno derramándose de sus labios—. No pensaste que podrías escapar, ¿verdad?

Fiamma colocó a Seraphina detrás de ella, su cuerpo adoptando una postura protectora, y una chispa de poder recorrió el aire a su alrededor. Incluso embarazada, su poder era imponente. El fuego del Fénix latía en sus venas, y aunque el miedo la oprimía, su voluntad no se quebraba.

—¿Escapar? —respondió ella, su voz cargada de desprecio—. Jamás. Mi deber es proteger lo que queda de mi familia. ¿Es eso algo que tú alguna vez has comprendido?

La sonrisa de Malakar se ensanchó, pero sus ojos permanecieron fríos, vacíos de compasión.

—Las palabras son tan inútiles en momentos como este —dijo, mientras daba un paso hacia ellas—. Todo lo que alguna vez amaste, Fiamma, desaparecerá. El Fénix será extinguido esta noche. Y cuando todo termine, solo quedarán cenizas.

Fiamma apretó los puños, su magia empezaba a manifestarse a su alrededor como llamas danzantes que respondían a su ira.

—El Fénix no muere —replicó ella con fiereza—. Siempre renace. Y lo mismo haremos nosotros.

Los guardias de Malakar comenzaron a acercarse, pero Fiamma, con un gesto de la mano, desató una onda de calor que los hizo retroceder momentáneamente. Su mirada, llena de determinación, se volvió hacia Seraphina.

—Corre, Sera —le dijo con voz firme—. Corre y no mires atrás. Encuentra a tu tío. Él te protegerá. ¡Corre!

Seraphina, con lágrimas corriendo por su rostro, negó con la cabeza. No quería dejar a su madre, no quería que todo terminara así.

—¡No! —gritó, aferrándose a la túnica de Fiamma—. No quiero dejarte, mamá. ¡No quiero!

Fiamma la miró con ojos llenos de amor y tristeza, una tristeza que solo una madre podía sentir al saber que estaba a punto de perder todo. En un movimiento calculado, su madre le tendió la reliquia de su casa: era un amuleto de oro, con un fénix grabado en él.

Era su totem. El que algun día le correspondería si fuese reina, y él que tenía más poder de todos. El hecho de que no se lo quedara para usarlo contra Malakar significaba una cosa: no pensaba salir con vida de esa situación.

—Tienes que hacerlo, Sera —susurró—. Por mí. Por la Casa del Fénix. Vete y escóndete en alguna parte.

Las lágrimas de Sera cayeron mientras se alejaba, dando pasos hacia el túnel oscuro. Aún podía oír los sonidos de la lucha detrás de ella, pero esta vez obedeció a su madre. Sabía que debía sobrevivir. Que debía encontrar la manera de renacer, como el Fénix que su casa representaba.

Antes de desaparecer completamente en el túnel, echó un último vistazo hacia su madre, quien se alzaba, enfrentándose a Malakar, como una llama incandescente contra la sombra que intentaba apagarla.

Pero esa sería la última vez que vería a su madre como la Reina de Aetheris.

El estruendo final del castillo derrumbándose a lo lejos resonó como el rugido de una bestia herida, y Seraphina supo que, en ese instante, su vida había cambiado para siempre.


***


Heraldo de Brasas (1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora